En el 2060 seremos todos empleados públicos

Ante la opción de hacer lo correcto con el erario público (nuestro dinero) o ganar la próxima elección, la mayoría de los políticos han demostrado que eligen la segunda

Oficiales de policía cierran las rejas del palacio presidencial de Argentina, la Casa Rosada (REUTERS/Agustin Marcarian)

Toda la población adulta de la Argentina tendrá que trabajar para el Estado en alguno de sus niveles en los próximos 40 años. Y, si no, seguramente haya algún dirigente al que se le ocurra la brillante idea de invitar a extranjeros para que vengan a trabajar en el pujante sector público argentino. Esta estimación se basa en el crecimiento del empleo público récord del 2015 (alrededor de 5%), proyecta la población de acuerdo al Indec (hasta 2040) y mantiene la tendencia decreciente de la misma hacia adelante. Y todo esto no tiene en cuenta los beneficiarios de planes sociales que, alguno podría argumentar, son empleados públicos a los que no se les exige (en general) prestación alguna.

Supongamos que nuestro sistema democrático sigue igual: las chances de ganar un voto aumentan con la cantidad de empleados públicos. Cada político en ejercicio tiene incentivos para contratar, mientras la estabilidad del empleo estatal impide cualquier exigencia de resultados. Ante la opción de hacer lo correcto con el erario público (nuestro dinero) o ganar la próxima elección, la mayoría de los políticos han demostrado que eligen la segunda.

Sin embargo, hay un punto de vista que no consideramos.

Una empleada pública de cuyo nombre no quiero acordarme ingresó en 2014 en una dependencia a nivel nacional, gracias a algunas propuestas atractivas que le había presentado a un secretario de Estado. Al principio, estaba feliz: tenía un sueldo y soñaba con mejorar la vida de los argentinos.

Cuatro años después, solo tenía el sueldo. La burocracia había matado cualquier idea de mejora, los formularios la habían ahogado y los procesos, a pesar de haber estudiado a fondo el metalenguaje del sector público, eran una garantía de no cambio. “Siempre se hace así”, “no estás acá para pensar”, “limitate a hacer lo que te piden” y muchas otras variantes eran mensajes explícitos e implícitos habituales.

En 2019, ella ya se había resignado: Gasalla tenía razón. Por suerte no atendía al público para gritar “¡atrás!”, pero iba al trabajo todos los días como un autómata, llenaba formularios sin darse cuenta lo inútil que se sentía y pensaba en los veinte años que le faltaban para jubilarse. Era adicta al salario público, pero nunca lo supo.

El empleo estatal es una máquina de amansar líderes, de matar emprendedores, de parar el cambio

Y llegó el 2020 y la cuarentena le cambió la vida. “Vamos a trabajar desde casa”, le dijeron finalmente, y no podía creerlo. Le habilitaron la VPN y descubrió que podía hacer lo mismo que antes en tan solo noventa minutos diarios: copiar de los mails que recibía al sistema de gestión, sacar un resumen, enviarlo por mail y, a veces, hacer una presentación que nadie leería.

Al principio devoró “La Casa de Papel”, “Tiger King”, “Gambito de Dama” y muchas series más. Quedaron pocas sin mirar. Pero unas semanas después empezó a interesarse por hacer más cosas: estudió, ayudó a sus amigos con sus emprendimientos y, en algún momento, se le ocurrió la idea de buscar un empleo nuevo.

Se lo comentó por chat a alguien del trabajo que le dijo: “Estás loca, de acá no te vayas nunca, tenemos la vaca atada. En otro lado, te van a hacer laburar”.

Decidió no hablar más con ellos.

Cuando una amiga finalmente le ofreció asociarse a su emprendimiento con el que ayudaba a otros emprendedores a organizarse administrativamente, se dio cuenta de que esos noventa minutos que dedicaba al Estado eran demasiados. Decidió, sin saber si era legal o no, tercerizar: le pidió al hijo de una vecina, adolescente, que hiciera ese trabajo en la computadora. Total, era repetitivo y ella estaría siempre cerca por cualquier necesidad. Le daba la mitad de su salario, “la tarea se delega, pero no la responsabilidad”.

En un mundo en donde la expectativa de vida crece y las oportunidades se multiplican, el empleo público nos ata al siglo XIX

Estaba feliz con su nueva vida. Pero se levantó la cuarentena y le llegó el fatídico mail: “¡El lunes nos vemos en la oficina!”. La felicidad que transmitían en el grupo de WhatsApp era como una daga en su corazón.

Nunca volvió a la oficina. Sus compañeros pensaron que estaba loca. “¿Cómo no dijo que tenía burn-out?”. Tampoco la reemplazaron, porque lo que hacía era innecesario.

Todos los empleados públicos son como ella. Personas valiosas, con sueños, con habilidades, con la posibilidad de aportar valor a la sociedad a partir de su creatividad, inteligencia y empuje. Millones de personas híper capaces, competentes, con ganas, que reciben todos los meses un salario fácil.

A esto debemos sumar que cada empleado público implica, directa o indirectamente, nuevas reglas, leyes, disposiciones, inspecciones, procedimientos y controles que deberán cumplir otros empleados públicos y, sobre todo, trabajadores del sector privado (que son cada vez menos). Y todo generará, claro, nuevos impuestos.

El empleo estatal es una máquina de amansar líderes, de matar emprendedores, de parar el cambio.

Todos esos sueños truncados impactan no solo en las carreras individuales, sino también en la economía en general: un país con exceso de empleados públicos es un país con menos agentes del cambio de los que necesita. En un mundo en donde la expectativa de vida crece y las oportunidades se multiplican, el empleo público nos ata al siglo XIX.

¿Cómo salir de esto? Con un plan que incluya un bono público (sí, otro, pero de los últimos para gastos corrientes) que pague mensualmente el equivalente al salario que recibe el empleado, durante una cantidad determinada de meses

Donde hay una necesidad, hay un Director Nacional, algunos Secretarios y cientos de empleados públicos. Y, si es urgente, una Comisión.

¿Cómo salir de esto? Con un plan que incluya un bono público (sí, otro, pero de los últimos para gastos corrientes) que pague mensualmente el equivalente al salario que recibe el empleado, durante una cantidad determinada de meses. Esta cantidad puede ser la que corresponda a una indemnización, según la ley de contratos de trabajo para el sector privado.

Sí, se irán primero los mejores. Esos crearán valor en la economía con la seguridad de ese bono (que es transable y tiene valor residual cero). Los que queden se verán obligados a eliminar la mayor parte de las tareas y otras pocas, necesarias, serán automatizadas. Y, si no se puede, se tercerizan en el sector privado, oficialmente o buscando algún hijo de vecino.

Si seguimos así, llegará el año 2060, tal vez los humanos pisemos Marte, seguramente muchas enfermedades sean cosa del pasado, tendremos niveles de confort nunca vistos. Y, en la Argentina, el último empleado privado seguirá corriendo por los prados de dientes de león.

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