El 8 de junio de este año ocurrió un hecho muy relevante que, dados los acontecimientos que luego se precipitaron, no atrajo la atención que merecía. Ese día, para financiar la necesidad de importar gas a como sea, la empresa estatal Enarsa vendió bonos del Estado por 9 mil millones de pesos. Habitualmente, ese tipo de decisiones se coordinan con el Ministerio de Economía. Si eso no se hace, puede suceder que los bonos se derrumben y eso es lo que, precisamente, ocurrió. A la caída de los bonos del Estado se sumó una corrida hacia los dólares paralelos y en ese contexto cayó, como en una tormenta perfecta, la creciente inquietud sobre si el Estado podría pagar la deuda en pesos. Todos los funcionarios -y ex funcionarios- que entienden sobre el tema todavía no se reponen de la perplejidad que les causó aquella venta, por el daño que hizo. Desde aquel día, cayeron dos ministros de Economía, la titular de la AFIP, dos ministros de Desarrollo Productivo, varios secretarios de Estado, la titular de la Aduana, un presidente del Banco Nación. En cambio, la persona que decidió la venta de los bonos -y sus superiores jerárquicos- siguen en sus puestos.
Algunos funcionarios creen que la decisión de vender aquellos bonos fue producto de la impericia y otros tienen visiones más conspirativas. En cualquiera de los dos casos, fue un hecho grave. Pero no fue el único. En los días previos al desenlace de la crisis que aún no ha terminado, la Argentina fue sacudida por cortes de ruta que se produjeron en respuesta a la falta de gasoil. Eso no fue magia. El desabastecimiento se debió a que el Estado argentino exigió a las empresas del sector que vendieran el combustible a un precio significativamente menor al de importación y entonces nadie quiso importar las cantidades suficientes. Los responsables de esa decisión siguen en sus lugares. La Argentina, además, tiene un serio problema de déficit fiscal, que en gran parte se puede explicar por la resistencia de un grupo de funcionarios a actualizar las tarifas acorde a la evolución del resto de los precios, y un problema desesperante de falta de reservas porque el mismo sector del Estado demoró, por razones inverosímiles, la construcción de un gasoducto. En el centro de todos los problemas del país aparece todo el tiempo la cuestión energética.
Por eso, Sergio Massa se enfrenta a un dilema definitorio a pocas horas de asumir. El sector energético del Gobierno funciona como una isla donde se toman decisiones con criterios propios, que han tenido efectos demoledores sobre todo el esquema macroeconómico. Produce déficit gemelos, corridas cambiarias, desabastecimiento. Que sus funcionarios sean intocables, pese a todos los desmanes, obedece a que cuentan por la protección de la poderosa vicepresidenta Cristina Kirchner. Si Massa los toca, debilita su punto de apoyo político. Pero sí no lo hace, su gestión nace débil, porque no incide sobre uno los resorte que debería controlar cualquier ministro que se respete.
La eficacia de todos los anuncios que se harán en estos días, en una enorme medida, dependen de esa decisión de arranque. Todos los que intentaron convivir con ese problema terminaron dañados, inclusive el presidente Alberto Fernández. De la resolución de ese problema surgirá la primera percepción clara sobre si Massa es un ministro con poder real o si está por arrancar, como en un loop, el recorrido hacia una nueva frustración. Pero además, también se podrá ver si tiene el respaldo real de Cristina Kirchner. Cualquier ambigüedad tendrá efectos sensibles. Si lo apoya debe dejarle las manos libres para conducir todo su ministerio, no solo una parte. El problema no se limita a la continuidad del secretario de Energía, Darío Martinez, cuya suerte parece estar echada: está más abajo.
Sergio Massa asume en un clima interno realmente difícil, muy marcado por por la manera en que rodaron montones de cabezas en muy poco tiempo. La repetición de episodios en los que un funcionario de primera línea sale del país para hacer una gestión relevante y se entera en pleno vuelo que ya no es funcionario tiene efectos letales en la conformación de nuevos equipos. Eso ha sucedido con varias personas, pero ninguno de los casos tiene la gravedad del que abortó la breve gestión de Silvina Batakis en el Ministerio de Economía. Batakis acababa de explicarle sus planes a la titular del FMI, Kristalina Georgieva. “Tengo apoyo político”, le dijo. No alcanzó a llegar a Buenos Aires, y ya había perdido el cargo. Es sencillo deducir la desconfianza que ese antecedente genera en cualquier interlocutor y la poca motivación que provoca en cualquier candidato serio a incorporarse al Gobierno.
Las sucesivas purgas que antecedieron a la llegada de Massa han dejado esquirlas por todos lados. El método que eligieron Matías Kulfas, Martín Guzmán y Gustavo Beliz para renunciar -esos tres portazos- son otra manifestación de ese clima. Se puede entender que uno de ellos se vaya con un exabrupto. Pero cuando, en tan poco tiempo, tres funcionarios importantes, de tanta cercanía al Presidente, estallan de furia –cada uno a su manera- es evidente que hay un factor común que une esos gestos, un clima interno muy tóxico. Entonces, Daniel Scioli huye hacia Brasil, y Julián Dominguez expresa en un tweet su malestar. “Elegante no es”, fue la manera en que Agustín Rossi definió este estilo. Las dificultades que tiene Sergio Massa para armar un equipo económico robusto son parte de esta herencia. Gente que se quiere ir, gente que no quiere llegar. Hay diferentes versiones sobre cómo quedó distribuido el poder entre los tres conductores del Frente de Todos, pero si no perciben la gravedad de esta herencia y cambian el clima interno, no hay superhéroe ni superministro que pueda funcionar. Un Gobierno depende mucho de su capital humano.
Ese clima tórrido se extiende en diferentes direcciones. La ofensiva de la Vicepresidenta para que el Presidente se desprenda de Vilma Ibarra, su colaboradora más confiable, refleja –dado el vínculo personal que une a Fernández e Ibarra- la violencia personal, la crueldad absurda, de las peleas que se están dando. La definición de la conducción de la AFIP es otro capítulo inquietante. Kirchner se refirió con desprecio en uno de sus virulentos discursos –otra vez la violencia personal, la crueldad absurda- a la jefa saliente, Mercedes Marcó del Pont. Luego de esa agresión, Sergio Massa logró ubicar Guillermo Mitchell, un hombre de confianza a cargo de la aduana.
Era lógico, en esa dinámica, que Marcó del Pont fuera reemplazada por él, o por otra persona que respondiera al nuevo ministro. Sin embargo, el casillero fue ocupado por Carlos Castagneto, un hombre que, desde hace años, responde a la familia Kirchner. La lógica de ese reemplazo tal vez haya que buscarla en aquel mismo discurso en el que Cristina se quejó porque la AFIP no le permitía acceder a información sobre supuestos fugadores de divisas. La llegada posterior de un cristinista está destinada a generar suspicacias sobre la pretención de utilizar información patrimonial privada como arma para definir peleas públicas.
En este contexto, hay algunos temas urgentes. Las bajas de las últimas semanas incluyen alguna gente menos conocida pero que resulta central para el funcionamiento lógico del Estado. La salida de Guzmán arrastró a Raúl Rigo, que ocupaba la secretaría de Hacienda, y a todo su equipo. Rigo es un funcionario de carrera con décadas de experiencia que tiene consenso por su conocimiento de las cuestiones presupuestarias y del manejo del Tesoro. Se fue hace un mes. Nadie lo reemplazó. Un colaborador del Presidente, describió la gravedad del problema. “Los expedientes siguen parados en Hacienda desde que se fue Rigo. No terminó de desembarcar Batakis y ya hay que empezar a conversar con otro equipo. Otro mes más sin sacar expedientes. Así no funciona el Estado, es imposible”.
Mientras tanto asume un ministro de Economía que se declara partidario de fortalecer las relaciones con Estados Unidos, pero el flamante embajador argentino en Venezuela, como si tal cosa, llama a “luchar contra el imperialismo”. Pequeños detalles que se pierden en un torbellino de incongruencias.
La asunción de Sergio Massa cambia esa dinámica tan destructiva donde el enfrentamiento entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner ya amenazaba incluso con derribar al Gobierno. Tal vez eso le de una nueva chance a todos ellos. Su mirada sobre la economía parece, en principio, percibir la necesidad de tomar medidas que alejen una nueva crisis. El martes, cuando asuma, algo de eso podrá respirarse en el aire. Pero ese día, claro, la aventura recién comienza. Luego tendrá que ordenar este desquicio. Nada será sencillo.
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