Imaginá que dejás a tu hijo de diez años en la puerta del colegio. Le das un beso antes de irte a trabajar. Chequeaste que hizo los deberes y lo ves entrar contento por la puerta principal, corriendo al encuentro de sus amigos. Estás tranquila porque sabés que está cuidado, a salvo. Elegiste una de esas instituciones que funcionan como una gran familia educativa. Todos se conocen, tienen sentido de pertenencia, lucen orgullosos el escudo en el suéter.
Imaginá que tiene un tutor al que quiere mucho. Te cuenta que habla con él y es alguien que lo entiende. Todos sus compañeros repiten que el tipo es un genio. A veces se van de retiro espiritual con él. Siempre vuelven diciendo que aprendieron mucho, que se conocieron mejor, que rezaron y se sienten más cerca de Dios.
El hermano César Fretes se desempeñó en el Colegio del Salvador entre fines de los noventa y 2003. Era una especie de preceptor de los últimos grados de primaria en esa tradicional institución jesuita, una figura de confianza que acompañaba a los alumnos en su preparación para la secundaria y el paso a la pubertad.
Fretes los recibía en su despacho en forma individual, cerraba la puerta y bajaba la cortina plegable de la ventana. Con la excusa de los cambios fisiológicos por el desarrollo, les hablaba en privado de sexualidad y de higiene genital. Con esa misma excusa los hacía bajarse los pantalones y masturbarse frente a él. A veces era él quien los tocaba. Era habitual que les recordara que eso sólo lo hacía con un grupo selecto y que no tenían que contarlo. Los hacía sentir especiales.
Imaginá que casi dos décadas después, esos chicos, que ya son hombres, hablan. No es la primera vez que ocurre; igual que en los casos de los colegios San Juan el Precursor y Cardenal Newman, les llevó años entender lo que les había pasado, entender que habían sido abusados. Ni ellos ni sus padres lo imaginaban, jamás sintieron que estaban en riesgo. Como lo indica el nombre del colegio, creían que estaban a salvo.
En parte son las conductas machistas naturalizadas las que impidieron que se dieran cuenta: no suponían que algo así pudiera pasarles siendo varones, porque eran varones. Esta semana, la madre de un alumno de esa camada me dijo llorando que se sentía culpable: “Siempre vivía preocupada por mi hija, pero no se me cruzaba por la cabeza que en la clase de mi hijo estuviera ocurriendo eso”. Uno de los demoledores testimonios de la nota de Joaquín Sánchez Mariño en Infobae el domingo último, dice que la mayor parte de los mensajes de apoyo a las víctimas fue de mujeres, incluso de novias de amigos que no les escribieron directamente. Y es que las mujeres sabemos.
Pero también es propio de un ultra conservadurismo que aún persiste: en 2002 todavía no se había sancionado la Ley de Educación Sexual Integral. Hasta hoy muchos colegios confesionales se resisten a aplicarla. Contra el remanido “Con mis hijos no”, la ESI enseña desde el nivel inicial –y sin distinción de género– a reconocer las partes del cuerpo y nombrar los genitales, y a que los niños puedan pedir ayuda y decirle que no a las interacciones inadecuadas con otras personas, y a que sepan que bajo ningún concepto tienen que guardar secretos que los confundan o los hagan sentir incómodos y menos con adultos. Les enseña que su cuerpo es de ellos. No de sus padres ni de sus maestros. Los chicos no son de nadie.
Los cambios de la pubertad, así como el grooming, los abusos, la violencia de género y la trata, son parte obligatoria de la currícula de nivel primario. En 2019, un informe del Ministerio Público Tutelar porteño reveló que entre el 70 y el 80% de niñas, niños y adolescentes de entre 12 y 14 años que fueron víctimas o testigos de abusos pudieron reconocer el delito después de las clases de ESI.
Los chicos del Salvador no tuvieron esa herramienta. Fretes se amparaba en el vacío legal y educativo para ser el único en hablar de sexo con ellos. ¿Cómo iban a reconocer los abusos si era él el que les decía que era lo que estaba bien? Las mayoría de las víctimas de Fretes sólo se atrevieron a empezar a hablar entre ellos de lo que les había hecho su tutor después de que la denuncia pública de Thelma Fardin contra Juan Darthés –en 2018– impulsó una revisión colectiva por la que miles de mujeres, varones y personas no binarias comenzaron a contar sus historias de violencia sexual y machista.
Como en tantos casos, los pocos que habían podido hablar en su momento, no fueron bien escuchados ni siquiera por el colegio, que resolvió la situación apartando en silencio de sus funciones al hermano Fretes para trasladarlo a otra institución educativa de la Compañía de Jesús, en Mendoza, en donde se supone que no tuvo contacto con otros menores. No hubo un comunicado a las familias ni se discutió el tema con los alumnos en su momento. Nadie buscó saber si había otras víctimas ni prevenir con la verdad futuros abusos.
Ahora que pasaron veinte años y Fretes está muerto, las autoridades pidieron disculpas públicas. Dos alumnos tuvieron que demandar al colegio y exponerse en los medios para que eso ocurriera. El comunicado que firman el rector, Jorge Black, y el delegado para la prevención de abusos, Alvaro Pacheco, dice que en los años que siguieron al traslado del religioso, que jamás fue condenado, pusieron en marcha protocolos y mecanismos para evitar que se repitieran los casos. Tal vez desconocen que la mejor herramienta para prevenir abusos –y también para sanarlos– es poderlos nombrar en voz alta. Hasta eso les negaron a las víctimas. No sólo el hermano Fretes, sino toda una comunidad educativa que silenció lo que ocurría.
Ahora que el caso se hizo público, son más de una veintena los ex alumnos que entienden que también fueron víctimas. Muchos no se atreven a mencionarlo fuera de su círculo íntimo. No quieren cargar con el estigma que a menudo persigue a los que sobreviven a la violencia sexual. De nuevo opera el machismo latente en la sociedad: a los varones se los señala a veces todavía más.
Hablé con egresados de otras camadas del Salvador que estas semanas vivieron un proceso difícil como grupo. Son adultos en alerta por sus hijos, hombres grandes que repasan su infancia y recuerdan situaciones que estaban naturalizadas: que los curas los tocaran con cualquier excusa, que hicieran chistes con eso, que opinaran de su sexualidad y de sus cuerpos. La mayoría siente gratitud por los exalumnos que hablaron; si no fuera por su valentía, dicen, tal vez nunca se lo hubieran planteado entre ellos.
La Iglesia –y en particular la Iglesia argentina, que hoy tiene línea directa con Roma–, lleva siglos encubriendo lo que sucede en sus claustros. En 2019, el padre Eduardo Lorenzo, que había abusado de chicos vulnerables en todos los sentidos posibles durante los catorce años en que coordinó grupos de scouts en parroquias de Gonnet, Berisso y Olmos, se suicidó en la sede de Cáritas de La Plata. Una jueza había pedido su detención por abusos sexuales reiterados a cinco menores.
Era otra historia de una violencia que las víctimas sólo pudieron poner en palabras en su adultez. Ellos también fueron revictimizados con la impunidad de la muerte. Lorenzo había sido denunciado por primera vez en 2009 y el entonces arzobispo platense Héctor Aguer inició en ese momento un expediente canónico para investigar los hechos. Pero en los diez años que siguieron, el cura fue varias veces ascendido y continuó en contacto con menores. Incluso, como capellán del Servicio Penitenciario Bonaerense, fue confesor de Julio César Grassi, el sacerdote que –también en 2009– fue condenado a quince años de prisión por violar a un menor en la Fundación Felices los Niños.
El arzobispo de La Plata, Víctor Manuel Fernández, sin embargo, despidió al cura que se suicidó como a un santo: “Ante la muerte de nuestro hermano Eduardo Lorenzo, que se quitó la vida después de largos meses de enorme tensión y sufrimientos, solamente nos cabe unirnos en oración por él para que el Dios de la vida lo reciba en el amor infinito”. Además llamó a la oración a través de un comunicado en el que sostuvo que “el Señor nos enseñará aún a través de este dolor”.
La pregunta sigue vigente: ¿Qué tiene para enseñarnos un Dios cuyos representantes no reparan en las víctimas? ¿Por qué debería recibir en su amor infinito a un violador de menores? ¿Puede la muerte –o apenas un cambio de jurisdicción– borrar los ataques infligidos en el nombre del Padre a esos chicos que no pudieron defenderse y a los que ahora, ya grandes, se les niega hasta el alivio de la Justicia?
Ese año dos sacerdotes fueron condenados por violar a niños sordomudos en el Instituto Próvolo de Mendoza. Aunque los hechos ocurrieron en el país del Papa Francisco, el Vaticano apenas emitió un tibio comunicado de disculpas, siempre después de conocido el veredicto. En cambio, los videos de las víctimas italianas, ya adultas, agradeciendo entre lágrimas que sus abusadores por fin estuvieran presos, son estremecedores. Una metáfora potente de lo que les pasa a la mayoría de las víctimas, solas y sin voz para denunciar lo aberrante.
Hasta que la justicia salteña pidió su captura internacional en noviembre de 2019, el ex obispo de Orán Gustavo Zanchetta fue asesor de la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica. Había sido trasladado a Roma y nombrado en su cargo por el Papa en 2017, cuando fue denunciado por abusos reiterados y agravados contra dos seminaristas. En marzo último fue condenado a cuatro años y seis meses de prisión efectiva. Acaban de beneficiarlo con una condena domiciliaria.
La trama de abusos y encubrimientos en instituciones educativas religiosas que una y otra vez se cuela como un haz de luz por debajo de la pesada puerta de la Iglesia, plantea, como mínimo, la necesidad de separar al culto del Estado. Sobre todo, cuando sus representantes pueden ser monstruos capaces de violar chiquitos sin voz y ocultar a los abusadores durante décadas. Monstruos que se atreven a llamar hermanos a esos violadores y pedirle a su Dios que los reciba con amor. Monstruos que amparan monstruos y dejan a sus víctimas sin Justicia. Que nos hacen creer que los chicos están a salvo en el colegio, y peor: se lo hacen creer a ellos y les quitan así toda oportunidad de preservarse. No hay Dios que pueda protegerlos más que entender desde temprano que el abuso habita en todas partes: las estadísticas dicen que el 80% es cometido en el entorno de las víctimas, por sus familiares y personas más cercanas.
Es monstruoso que les nieguen desde sus púlpitos una de las herramientas más elementales contra el abuso, como es la educación sexual. Y que bajo el disfraz moralizante de sus túnicas tengan el cinismo de hacernos callar y después rezar por nosotros. Es tarde para pedir perdón, lo que se necesita es un cambio profundo.
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