El problema es económico. Lo político es un agravante. La hipertensión (brecha e inflación) de los últimos dos meses tiene causas económicas: faltan dólares y sobran pesos. En todo caso, la incertidumbre política -con dos cambios ministeriales muy desprolijos- sumó presión ($50 al dólar informal, 2% a la inflación de julio, por calibrar algún efecto), pero la base es un desequilibrio fiscal divergente (primario arriba del 3% de 2021, con todos los gastos corrientes subiendo arriba de la inflación) financiado con emisión (2% del PBI en dos meses).
El nuevo equipo económico, con presunto músculo político, puede generar expectativa de suturar -al menos inicialmente- la fisura interna del oficialismo y poder avanzar en la corrección de los desajustes divergentes. Tendrá un crédito inicial de descompresión de los errores no forzados (que baje algo la brecha, suban algo los bonos). En otras palabras, que el mismo día que se suba la tasa de interés no se postergue el plazo para pedir subsidios de tarifas, se prorrogue la moratoria previsional, se dé un aguinaldo a los planes sociales o se prometan impagables salarios universales. O que a la hora de desdoblar el mercado cambiario por sectores (dólar soja, dólar turista) el mecanismo no sea absurdamente inaplicable y, por lo tanto, contraproducente.
Podrá ofrecer un equipo a priori competente y un set de medidas de mayor impacto. Pero a los treinta días deberá mostrar capacidad de cumplimiento del programa, y no como el anterior -el congelamiento de vacantes, por ejemplo, era groseramente burlado por los propios colegas del gabinete- o el previo, que “saraseaba” una corrección gradual de desequilibrios mientras la ejecución presupuestaria mensual mostraba un gasto público subiendo por el ascensor (todos los rubros arriba de la inflación) y recursos por la escalera.
Nunca es tarde para “volantear” frente al abismo -de hecho, el Gobierno ya lo hizo un par de veces, a finales de 2020 y a principios de 2022-. Pero tiene la desventaja de llegar sin margen, con los frenos ya muy gastados: la inflación anualizada ronda los tres dígitos y las reservas el 0,5% del PBI.
Tendrá el desafío de no ir “corriéndola de atrás” (que cada medida sea asertiva, no que parezca la primera de una escalerita), de no “vender espejismos” (que el set inicial de medidas se cumpla a las cuatro semanas), que corrija las causas (déficit y emisión) del pico de presión inflacionaria y cambiaria, y no las consecuencias (controlar precios para frenar la inflación, cepo para reprimir la demanda de dólares).
Por supuesto que la economía política para corregir los desequilibrios será tan complicada como para sus antecesores: transferencias a provincias (gobernadores), planes sociales (movimientos sociales), empresas públicas (sindicatos), tarifas (familias). Difícil sin coordinación, imposible sin cohesión política. El remedio siempre es amargo, pero el problema es la “dulce” inflamación previa: atraso cambiario del 26% en los últimos dieciocho meses, tarifas congeladas durante dos años y medio con 250% de inflación, gasto público creciendo 11% arriba de la inflación en primer semestre, emisión 40% de la base monetaria en último bimestre.
Pero cualquier alquimia financiera o cambiaria (desdoblamiento, devaluación, deslizamiento acelerado) que solo busque elongar la vida útil del programa desatendiendo las causas de la presión no solo será inútil, sino peligrosa. Antes de entrar al quirófano, hay que dejar de comer sal.
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