La lengua es, ante todo, una tecnología. Es una herramienta desarrollada por los seres humanos que nos permite comunicarnos entre nosotros generando un marco de sentido común. Este producto de las convenciones sociales ayuda a que personas que no se conocen puedan rápidamente hacerse entender y superar la necesidad de ponerse previamente de acuerdo sobre el marco de sentido. Permite enfocarse en los temas que pretenden abordar o resolver.
Como tecnología viva, que se encuentra almacenada de manera descentralizada entre tantas personas como la portan, se ve permanentemente expuesta a la actualización que los usuarios hacen de ella. Las convenciones normativas, como la que hace la Real Academia Española, nos ayudan a mantener una línea de base común que ayuda a que, sin negar los desvíos o las innovaciones, permita mantener un nivel mínimo de coherencia entre los usuarios de dicha lengua a fin de mantener un nivel mínimo de operatividad de esta.
¿Qué pasa cuando tratamos de introducir a la fuerza un uso alternativo al convencional? Ineficiencia. Algo tan simple como que las partes dejan de entenderse con facilidad. La lengua española, con sus variantes, posee aproximadamente unos 600 millones de usuarios que comparten convenciones. Lo torna algo enormemente interoperable y que, por ende, aporta enorme eficiencia sistémica que optimiza las relaciones entre millones de personas que no se conocen.
¿Qué ganamos queriendo forzar alguna neolengua o variación como el “lenguaje inclusivo”? Poner a una reafirmación identitaria, una posición ideológica, por sobre la conveniencia utilitaria de la persona y la de la comunidad. Forzar un uso determinado de la lengua perjudica a todos pero especialmente a quienes lo utilizan. Al salirse de lo común optan por sumarse una barrera lingüística con otras personas.
Si es una decisión de un adulto es problema suyo, cada cual para mí debe ser libre de complicarse la vida como le plazca y afrontar las consecuencias de esto. La contracara de la libertad es la responsabilidad. Pero esta libertad que me parece esencial para el individuo, resulta criminal cuando se impone a quien se está desarrollando. Imponerles a nuestros hijos una tecnología deficiente, hacerlos absorber una herramienta que en lugar de abrirles puertas se las cierra es de miserables que están más enfocados en satisfacer su propio punto de vista ideológico y su autoestima que en ayudar al educando a crecer.
En un país pobre como Argentina, que va de mal en peor, ¿qué beneficio aportaría segregar a una porción de nuestros jóvenes por hacerles creer que hay algo “bueno” en abandonar las convenciones? ¿Para qué queremos sumarle costos de transacción a la cotidianeidad de un país que tiene ineficiencias por todos lados que deben ser corregidas? Es una imposición mezquina y absurda. En su afán de mostrarse moralmente superiores al resto no tienen reparos en dañar a quien procuran educar.
Ni siquiera niego la hipótesis que el “lenguaje inclusivo” pueda traerle algún beneficio a la comunicación en términos de adopción tecnológica. Pero, así como pasó con el Blu-Ray y el DVD, cuanto el nivel de adopción de una tecnología determinada se vuelve lo suficientemente significativa, la alternativa se torna antieconómica aún si fuera por algún motivo superior. Es decir, no me interesa entrar a debatir si es mejor o no, eso es anecdótico, el punto es que procurar la adopción de una tecnología a la fuerza, prescindiendo de sus consecuencias, es criminal. Especialmente si de eso depende el futuro de una persona o de un país, como algunos parecen olvidar.
Enseñar la lengua común es moralmente superior. Bajarle a nuestros hijos los costos de expresar sus ideas, de absorber conocimientos, de perseguir sus sueños, de forjar afectos, de hacerse entender es algo bueno. Superior a cualquier pretensión de reafirmación identitaria. La lengua común permite, justamente, hacer de muchas tribus una comunidad. Y ese fue el espíritu fundacional de la educación pública en la Argentina, con la ley 1420 como motor: construir una Nación a partir de nuestra diversidad.
Una de las mayores conquistas de la ley 1420 fue, justamente, la conquista laica. La separación de conocimiento y creencia metafísica, la escisión de conocimiento e ideología, erigiéndose el Estado como garante o propulsor de un punto de vista neutro. En el momento que los ámbitos educativos terminan infiltrados por una creencia, la que fuera, retrocedemos. Por eso me parece fundamental el proyecto de ley presentado por la legisladora porteña de Republicanos Unidos, Marina Kienast, que busca terminar con el adoctrinamiento en las aulas, debemos avanzar en ese sentido.
Estos experimentos identitarios disolventes sobre nuestros hijos que buscan, con excusas ideológicas, fomentar la segregación y la autoexclusión solo contribuyen a debilitar a un país que ya está de rodillas contrariando al espíritu de nuestra Constitución. La construcción de la comunidad es esencial para el desarrollo del individuo, y dotar a nuestros hijos de la lengua común es una herramienta esencial para igualar oportunidades. Es su derecho y negárselos, es criminal. Argentinos, a las cosas.
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