Las memorias de Alberto Fernández

El sus últimas apariciones, el Presidente no piensa ya en una comunicación efectiva con los ciudadanos, sino que busca construir con palabras su imagen para la posteridad

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Alberto Fernández
Alberto Fernández

Desde hace unas semanas el estilo comunicativo del presidente Alberto Fernández ha entrado en una nueva fase, más extraña todavía que las anteriores. Afirman que el presidente se considera un buen comunicador y esa creencia lo habilita para tomarse libertades en ese sentido. Como nunca antes se advierte una notoria desconexión entre su discurso y la incendiada agenda política del país.

El pasado mes de junio se paseó por el G7 reclamando a los países desarrollados el fin de las barreras proteccionistas, mientras paralelamente la Argentina tomaba medidas seriamente restrictivas respecto del comercio exterior. El viaje incluyó un penoso acting de reclamo por Malvinas ante el entonces primer ministro Boris Johnson.

En plena crisis política decidió realizar una piadosa visita a Milagro Sala, que se hallaba ingresada en un hospital: su intento por ganar algún capital simbólico con este evento fue contraproducente. En el acto organizado en la CGT por el aniversario de la muerte de Perón prefirió la evocación del prócer, con tímidos y respetuosos toques de confrontación con su patrona y referente. Compuso un relato autocomplaciente y falso de la declaración de la Independencia en el acto conmemorativo realizado en Tucumán.

Durante un acto de promulgación de un paquete de leyes sanitarias se permitió la cita de Fito Páez: “Yo vengo a ofrecer mi corazón”. Explicó en una entrevista que faltan dólares porque el crecimiento económico desborda toda proporción. En plena corrida cambiaria adoptó una pose heroica frente a los especuladores financieros, productores acaparadores y consumidores desaprensivos, supuestos causantes de la escalada del dólar: dijo que mejor que no lo prueben, que pondrá el pecho y que no le torcerán el brazo.

En la reunión de presidentes del Mercosur ofreció lecciones de dudosa utilidad sobre las enormes dificultades -únicas en el mundo- que ha tenido que afrontar durante su gobierno. En una ceremonia entrega de viviendas explicó que su sueño no es ser el mejor presidente de la Argentina sino el presidente del mejor país del mundo.

Alberto parece esencialmente preocupado, al menos en sus alocuciones públicas, de la representación de sí mismo, no de establecer contacto con sus interlocutores: un paso hacia el solipsismo dominado por el superyo, la idealización de sí. ¿Cómo puede explicarse esta nueva etapa?

Vamos a formular una hipótesis desde la dinámica del poder. Podemos descomponer la acción de gobierno en tres partes, una dominante, dos subordinadas. La parte dominante es la que corresponde a la deliberación y la toma de decisiones. Es el gobierno propiamente dicho, aquel que se ocupa de los fines. Una parte subordinada es la provisión de medios y recursos para llevar a cabo las decisiones tomadas, la realización propiamente dicha, que usualmente es invisible a la opinión pública. Es la “cocina” del poder, en la que se afanan funcionarios, mandos medios, operadores. La otra parte es la imagen pública del poder, lo que el gobierno muestra deliberadamente a la opinión pública, su máscara, el modo en que quiere que lo perciban y los estimen. Es la “fachada” del poder.

Toda la carrera política de Alberto Fernández fue la de un operador gris detrás del gobierno. Mediocre y con pocos escrúpulos, acostumbrado a medrar y subordinarse, con escaso sentido de la oportunidad política propiamente dicha, incluso en su momento de mayor exposición pública (como jefe de Gabinete del Gobierno de Cristina Fernández) le fue imposible pasar a una condición superior. Tampoco aprendió demasiado de las finas artes del poder, a juzgar por su actual desempeño.

La nominación como candidato a presidente por parte de su antigua jefa supuso una notoria discontinuidad en su trayectoria política. Parecía que por fin Alberto había conseguido escalar a la cota máxima del poder, aquella en la que se toman decisiones sobre los fines. O al menos muchos estaban dispuestos a creer eso. Lo cierto es que Cristina Kirchner lo trasladaba desde la cocina del poder a su fachada, reservándose para sí los mandos principales del gobierno.

Esta operación era más delicada de lo que parecía. CFK dejó hacer a Alberto en tanto y en cuanto no afectara su propia agenda e intereses: la fachada debía parecer auténtica, y por eso era preciso darle algo de autonomía. Incluso el propio presidente debía creérsela. En cuanto sus decisiones pisaron territorio dominado por la vice, se produjo una corrección, directa o indirecta.

Alberto, operador subordinado, se allanó a la voluntad de Cristina, sin mantener la confrontación ni forzar la ruptura. Pero en su fuero interno pensó que una combinación de factores o una adecuada gestión de los mandatos de Cristina podrían reconducir su gobierno y ponerlo, imperceptiblemente, en la verdadera conducción. El operador como dueño de la situación, el esclavo que somete al amo.

Es precisamente esta creencia o esperanza la que parece haberse quebrado definitivamente, en las últimas semanas de turbulencia política, social y económica. Alberto Fernández entiende que su gobierno ha terminado. En la intimidad explica que ha declinado asumir la conducción del Frente de Todos -un pedido de la propia Cristina- porque implicaría romper la relación con ella. Oculta con una apariencia de cultivo prioritario de las relaciones humanas la impotencia y el deslinde de responsabilidades. Adquieren más trascendencia sus estados de ánimo que sus decisiones o declaraciones públicas: apenas efectos, consecuencias.

Paralelamente a las explicaciones de su fracaso, Alberto Fernández busca reparo para su autoestima. Se habla a sí mismo, representa en el plano del discurso el papel que hubiera querido para sí: un estadista de grandes horizontes y vocación transformadora, que conduce con mano firme en medio de la tormenta y planta cara a sus enemigos. No piensa ya en una comunicación efectiva con los ciudadanos, herramienta fundamental de todo gobierno, sino en un ideal interlocutor futuro. Alberto construye con palabras su imagen para la posteridad. No es casual que se encuentre más preocupado por escribir sus memorias que por atender las gravísimas responsabilidades que contrajo hace tres años. En los hechos, es un ex presidente. También es probable que nunca haya aspirado a otra cosa.

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