Cerviño es el fumigador del pueblo de Colonia Vela. Acaba de aterrizar de un vuelo, solo que ahora fumigó con desechos fecales. Dos hombres portando armas largas se aproximan. Conversan de manera poco amistosa acerca del conflicto entre el alcalde del pueblo y un funcionario. El enfrentamiento es entre sectores peronistas “ortodoxos” y los “infiltrados” que debían ser depurados.
El incidente deriva en violencia. Unos y otros mueren y matan profiriendo el mismo grito y al unísono: “¡Viva Perón!”. Es la escena final de “No habrá más pena ni olvido”, película basada en la novela de Osvaldo Soriano, un gran cronista de aquellos fatídicos años setenta. Buena parte de la trama es una comedia del absurdo que concluye en tragedia, también absurda.
El título de la versión en inglés del libro y de la película lo retrata cabalmente: “Funny Dirty Little War”. Aquellos años setenta expresaron el faccionalismo en estado puro; una cultura política que, debe subrayarse, lleva el ADN del peronismo.
Constituido en mayoría en la segunda mitad de los cuarenta, el peronismo desplegó lo que James Madison llamó la “tiranía de la mayoría”. Es decir, cuando una facción se hace del poder, aún por medio del voto, pero una vez allí avasalla los derechos de las minorías vulnerando la letra y el espíritu de la democracia constitucional.
Derrocado en 1955, en los sesenta se instaló el faccionalismo sindical, los “leales a Perón” contra los “neoperonistas” proclives a negociar con los militares. Con el fundador del Justicialismo en el exilio, la disputa entre facciones buscaba su reconocimiento—las memorables fotos en Puerta de Hierro—al mismo tiempo que la legitimidad de interlocución con el gobierno militar de turno. Allí también hubo una guerra civil, pero Perón arbitraba entre ellos.
En los setenta la confrontación ocurrió entre el aparato sindical y el peronismo juvenil y universitario. Perón también intentó arbitrar, pero fracasó. Para cuando regresó de su exilio los Montoneros ya habían capturado dicha estructura. Permeada ahora por una organización armada de métodos terroristas, Perón perdió el control de lo que entonces se llamaba “rama juvenil”.
Con la muerte del caudillo en julio de 1974, el faccionalismo a plomo desembarcó en el aparato del Estado. La triple A dejó instalado el terrorismo de Estado que luego adoptarían los grupos de tareas de Videla. Esta parte de la historia no siempre se recuerda, pero los crímenes de lesa humanidad comenzaron bastante antes del golpe de marzo de 1976. Fue la más trágica de todas las guerras civiles peronistas.
La democracia puso dicho faccionalismo entre paréntesis. El peronismo de Cafiero, de Menem y de Duhalde fue capaz de entender que la democracia es un método para llegar al poder, pero también un método para ejercerlo una vez allí. Fue la época de los grandes acuerdos políticos y constitucionales. Eso hasta la llegada de los Kirchner, herederos de un “que se vayan todos” que, debe subrayarse, no exceptuó al peronismo.
El kirchnerismo adquirió entidad política propia gracias al boom de precios internacionales de comienzo de siglo. Ello le otorgó recursos sin precedentes para ejercer el poder, aceitar y engordar la máquina clientelar y reescribir la historia a voluntad, hábito que no cesa ni siquiera en la penuria de hoy. La buena noticia es que no transcurre a los tiros como entonces. Con las excepciones conocidas, el asesinato de Nisman entre otros, la nueva guerra civil del peronismo ha sido mayormente una guerra de relatos.
Un fenómeno que regresó con el gobierno de Fernández-Fernández de Kirchner, una supuesta coalición que no es tal. La fórmula misma es una suerte de “Alberto al gobierno, Cristina al poder”, un ensayo que recrea aquel “Cámpora al gobierno, Perón al poder” de 1973. No solo el nostálgico romanticismo montonero—que, en realidad, nunca tuvo nada de romántico—persiste en el faccionalismo peronista incrustado en el Ejecutivo.
Y ahora en una crisis terminal, ese poder bicéfalo de origen se convierte en tricéfalo. A un presidente sin autoridad y una vicepresidente acosada por juicios de corrupción se le agrega un “superministro” sin la formación académica necesaria y con dudosa capacidad para generar confianza en el país tanto como en el exterior, ese intangible imprescindible.
Es que se trata de un gobierno cuya efectividad solo se ve en su capacidad para la destrucción de la riqueza y la licuación del poder. Un país rico en el que la mitad de la población es pobre; una democracia con una degradación institucional desconocida desde 1983. Pero el kirchnerismo bien puede sobrevivir como la Hidra de Lerna, creando tantas cabezas como necesite para llegar a mañana, para seguir destruyendo todo a su paso.
Sobre todo en la austeridad, el faccionalismo inevitablemente deriva en fragmentación, en eso el kirchnerismo tiene la experiencia de dos décadas. Es eximio en imponer bloqueos, en desarticular, en desplegar poder negativo. Arrasa pero no sabe construir; no entiende la política como un juego cooperativo.
En este escenario ni Fernández ni Massa, solo Cristina Kirchner posee un gramo de poder territorial, que solo usará como estrategia disruptiva. Ninguno de los tres tiene poder real, el que se deriva del reconocimiento social. El poder en serio que no se basa en la coerción, no se grita ni se sobreactúa, mucho menos se sostiene sobre aprietes e intimidaciones. Se usa de acuerdo a derecho.
Y será otra guerra civil peronista, guerra de vetos, parálisis y mutuas desconfianzas. En esta carrera por eliminarse entre sí, las tres cabezas de esta Hidra irán con el grito de guerra alto y sonoro. Como Cerviño y sus atacantes, los tres gritarán “¡Viva Perón!”.
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