En los últimos días, figuras del Gobierno hicieron llamados a la oposición a algún tipo de diálogo. Como casi todos los anuncios de medidas del oficialismo, este también se caracterizó por su vacuidad. Nunca quedó claro en qué consistiría ese diálogo, a quién específicamente estaba dirigido (¿Al bloque legislativo de Juntos por el Cambio para aprobar alguna ley? ¿A la mesa directiva para discutir alguna idea?) ni cómo se materializaría.
Pero no fue novedoso. Desde hace un tiempo que en Argentina se enfatiza la necesidad de un gran acuerdo de gobernabilidad entre los partidos, que asegure políticas de Estado coherentes y estables. Los ya célebres “Pactos de la Moncloa” españoles se ven como un ejemplo exitoso de consensos generales en tiempos de crisis. Se plantea entonces que los argentinos deberíamos replicar esta experiencia: los principales partidos políticos deberían reunirse, debatir una serie de asuntos cruciales para resolver algunos de los problemas acuciantes, llegar a un acuerdo y que el resultado de esas negociaciones se traduzca en leyes. Los que promueven esta posibilidad como la panacea de la gobernabilidad no advierten que la institución legislativa ya existente reúne precisamente todas las características que se esperan posean los acuerdos de gobernabilidad. Dicho sucintamente: la función del Congreso Nacional es exactamente la misma que la de un eventual “Moncloa criollo”. Es en la arena legislativa donde están representados los partidos políticos, donde se discuten los temas relevantes para el país, donde se debe llegar a acuerdos y donde el resultado se transforma en políticas de Estado (que son las leyes). ¿Qué garantía hay de que un “acuerdo” con los mismos protagonistas, con los mismos procedimientos y discutiendo las mismas cosas que el Congreso tenga éxito?
Además, la posibilidad de que ese acuerdo se materialice es muy baja. Por el lado de la oposición, no hay incentivos para acordar con un gobierno que anteriormente ya dio muestras de no tomarse en serio la posibilidad de diálogo. Por ejemplo, cuando convocó a intendentes opositores a participar en un acto donde sin anticipación se le quitaron fondos a un distrito manejado por Juntos por el Cambio. O cuando, en simultáneo a la búsqueda de acuerdos se demoniza a los principales líderes de la coalición opositora.
Peor aún, a la oposición no le conviene acercarse a un gobierno carente de liderazgo, consenso interno y popularidad. Los estudios políticos sobre el tema, además, demuestran que la oposición tiende a colaborar menos con los gobiernos conforme se acerca la fecha de las elecciones. En este caso, estamos frente a un gobierno débil, que perdió las elecciones de medio término y que se encamina a un dificultoso tramo hacia las elecciones.
Asimismo, difícilmente el Gobierno estaría dispuesto a aceptar lo que la oposición puede ofrecer. Por concepciones ideológicas e incapacidades materiales, es muy difícil que el Gobierno pueda llevar adelante un plan de estabilización serio. Por un lado, las recetas económicas de Juntos por el Cambio son intragables para el sector kirchnerista del gobierno. Y este último tampoco tiene la fortaleza ni la credibilidad para llevarlo adelante, llegado el caso.
Como en la novela de Scalabrini Ortiz, entonces, el Gobierno está solo. Y en lugar de actuar, espera.
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