No, miren. No es la economía, ni el desarreglo desde siempre de cualquier intento por mejorar una sociedad pacífica y con verdadero progreso, con ideas inspiradores y fondos públicos que se guarden bajo mil llaves por si las moscas, o la descarada, nuestra tentación y nuestra enfermedad: la ideología. No, véanlo bien: es la ideología cerril de millones de personas en la República Argentina amamantados por la cerrazón intelectual que desde hace rato se han multiplicado generación tras generación hasta alcanzar ya a los, los corruptillos, a los nuevitos. Los niños no rehúsan la corrupción. Se les ha metido entre parietal y parietal que no está mal, ¿Qué pasa? ¿Cuál es el problema? Por conocimiento, por adoctrinamiento de mayores silenciosos o aprobadores, en parte muy grande por la Santa Ideología. ¿Para qué pensar se tiene una ideología diseñada para demostrar a los demás que son chirles, sin la sustancia del remedio feliz?
La ciencia, el arte (excepto que sea arte ideológico con muchos puños cerrados en alto) la cultura en general, la amistad, la diversidad de opiniones que unos bravos y sensibles seres insisten en quedarse ya resultan un lugar tan aburridos como descartables. No es por poner unos cuantos libros a los altares, a la ronda amistosa –no solo, por favor- sino que se prefiere digerir horas de entrevistas donde todo el mundo se tutea, senadores y encargados de cuestiones trascendentes como si los demás se vean forzados a aceptar que todos son como chanchos. Se trata del tuteo barato y sorprendente de tantos programas. Entre bromas espesas, está la ideología, la placenta argentina.
El despropósito donde los que trabajan con beneficios deben suponer que lo conseguido es efecto de quitárselo a otros, robado a otros: la matemática del resentimiento entrenado por la ideología, un Moloch que devora a los que veneran con capítulo anhelado: que la igualdad consiste en ser todos pobres. La nube ideológica no permite argumentos. Delante de la verdad, negación -Negar es el primer mandato: “Yo ya sé cómo tienen que ser las cosas y los hombres, y así será”. El ideológico está convencido del fin de la historia. Y ese factor disciplina cualquier otra circunstancia. Es la llave del devenir argentino y su implosión capaz de llamar a la mayor violencia desde arriba, desde el poder, sin admitir nunca- nunca- los groseros errores y vacíos de inteligencia adornadas con una ordinariez infalible. Cualquier constitucionalista -echemos a suertes esa condición que suena importante- puede decir en cualquier momento que un determinado artículo es un verdadero quilombo, un poquito ruborizado el doctor doctor -¿puedo?- no tiene otra que jugar el juego. Es lo más común del mundo. La doctrina emanaba de una ideología impenetrable a cualquier opinión manda sobre la realidad. Peor para la realidad. Y para los demás. Si no les gusta, ya saben.
Todo el mundo opta por formas de ser, miradas, aprobaciones y reprobaciones -muy cambiantes a lo largo de los días- solo que la ideología es otra cosa: un bollo de certezas irracionales jamás modificado y trabajado para los cachorros sucesivas. “¿Qué mirás, cipayo? Sí, gorila”, vi escuchar ayer a un chico de unos trece años gritar a un señor grande que salía de comprar el pan. Estaba entrenándose en la supresión del prójimo que tenía cara de “enemigo”. El señor se fue con su baguette- lloviznaba- sin decir nada. Tuvo miedo. El ideólogo es ignorante y peligroso desde retoño, abono del autoritarismo y la ira, exhibición obscena de ineptitud. Carpintero, cirujano, cartonero, zoólogo, abogado, será barrabrava en algún lado en cuanto pueda revelarse. No es bonito. Es cierto.
Historia larga
En la Argentina de los sesenta en el siglo XX la tiranía de la doctrina arañó picos altos. Los jóvenes tenían que tener forzosamente una ideología, ir a terapia y contar dónde se militaba, ese identikit elemental y unánime -iba a acrecentarse con los años- aportó un entusiasmo decisivo a los dioses de la ideología.
¿Dónde militás?
En ningún lugar en especial. Tengo que pensar, echar una mirada a las propuestas. Creo que no tengo lo que se dice una ideología, un mundo de propósitos, dudas, entusiasmos, decepciones, miedos, dudas.
¡Qué locura! Todo el mundo tiene ideología aunque no se dé cuenta. Todos tenemos una ideología: es lo primordial. Y todo es político. ¡No te das cuenta!
Se pasaban unos a otros a Marcuse, se adoraba a Angela Davis, a Frantz Fanon –psiquiatra revolucionario que ardía sus corazones: “Los condenados de la Tierra”-, se cumplía con los terapeutas de alta eterna.
Se fumaba tanto como Tommy Shelby el héroe jefe de la banda y serie de televisión Peaky Blinders. “Los condenados de la Tierra” era para leer: no conocían a ningún pobre. Eran pobristas sin conocer pobres. Les encantaba Mao y llevaban en el bolsillo su librito con alguno de los poemas espantosos del nadador en el Río Amarillo: lo veían adorable. Para los chinos, todos vestidos de gris o suprimidos por sospecha de contrarrevolución era otra cuestión. Hasta Andy Warhol, que era listísimo, pintó un retrato de Mao: también era un trofeo pop.
Todo muy lindo hasta que se desplomó el cielo. Iba en serio.
Desde la ideología hasta el idealismo
La ideología compulsiva y amenazante hace su deriva hacia el idealismo.
Cualquiera como la gente, dura, impermeable mental, tiene su cimiento en el idealista. Abarca lo mismo el hombre nuevo, allá donde se viviera en un gran país donde canten los ríos claros y Katiushka cante su mejor de amor, hasta señorear y esclavizar a todo en nombre de una raza o una clase social llevada por unos señores hábiles a la dictadura. Se encuentra al buscar definiciones. Vean: Ideología: ”Tendencia a considerar al mundo y la vida de acuerdo con unos modelos de armonía y perfección que no se corresponde con la realidad”. El concepto se consideró conmovedor, como algo a ser elegido aunque todo vaya hacia el retroceso y la torpeza. Pongamos al voleo: Un violinista toca como gatos reproduciéndose, “pero es un muchacho idealista que sueña con ser Paganini, un amor.”
El idealista está siempre haciendo la revolución -cualquiera- aunque se dedica a la holganza, la incultura cultivada, enroscar el rodete grisáceo para dar señales en el barrio de que está luchando contra la desigualdad.
El amigo ideológico de siempre te acompaña unos metros con el brazo sobre el hombro, explica que todo es por alcanzar una humanidad perfecta y justa. Nada personal, cuenta por el camino. Te acompaña hasta el paredón. Y te mata.
SEGUIR LEYENDO: