En Chascomús todo se sabe y todos se conocen. Es pequeña la caja de resonancia de esta comunidad de 45 mil habitantes y distante 120 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, que aún mantiene tradiciones de pueblo tan innegables como la siesta o la vuelta al perro, pese a estar cada vez más inserta en lo que se conoce como el cuarto cordón del conurbano, con algunas problemáticas de inseguridad y de narcomenudeo que comienzan a quebrar la tranquilidad de antaño.
En esta escala de ciudades, en las que la solidaridad aún prevalece por sobre el individualismo, algunos aspectos de la ley de Salud Mental, como el enfoque de tratamiento con base en la comunidad, tienen una razonable aplicabilidad. Pero hay otros fundamentos de esta norma que requieren de la presencia e involucramiento del Estado en todos sus niveles, de la desideologización de las intervenciones y del compromiso ético-moral de los funcionarios y profesionales intervinientes. Más territorio y menos consultorio, más amor y menos fármacos. Aquí es donde radica la principal deficiencia de esta norma que, lejos de ser solución, hace más de diez años que es un verdadero obstáculo: la enorme distancia entre sus postulados y la realidad. El caso de A.B., que hoy vengo a narrar, es símbolo y prueba cabal de ello.
“Tengo dos patrulleros y una ambulancia en la puerta. Acaba de cortarse todo, ahora amenaza con ir a matar al hermano. Nadie me atiende”. La voz del pastor Miguel a través del celular, bien entrada la noche de un miércoles de junio, había perdido la compostura habitual. Se lo notaba en shock, claramente sacudido por la falta de herramientas para contener a quien, unas semanas atrás, había acogido en su complejo de cabañas de la Pava Chica, en un barrio en las afueras de Chascomús, para colaborar en su contención y recuperación desde su compromiso cristiano, como lo viene haciendo con otras personas en idénticas situaciones.
El pastor evangélico, quien paradójicamente fue denunciado por las autoridades municipales por advertir públicamente del avance del paco en Chascomús, no está solo en esta tarea. Un equipo de voluntarios y voluntarias de la pastoral diocesana hace tiempo que viene transitando el mismo camino de sostén, supliendo las carencias económicas, sociales, sanitarias y afectivas de A.B. Porque la historia de vida de este joven de 23 años, que no terminó sus estudios secundarios, está atravesada por situaciones de abandono y profunda violencia intra-familiar, que aún subsisten.
Lo concreto es que A.B. no tiene contención de sus familiares. Su andamio de vida es la red comunitaria que desde hace años intenta acompañarlo. Una red de acompañamiento para casos como éste (y tantos otros) que se autogestiona, fluye, se interconecta, se activa en casos de gravedad. Eso fue lo que sucedió la noche del miércoles. Pero es una red artesanal, espontánea, autodidacta y sumamente endeble, porque no cuenta, dentro de sus nodos, con el compromiso de los profesionales de los dispositivos estatales de atención para articular respuestas desde la ciencia, desde la psicología, desde lo farmacológico. Dicho de otro modo, los voluntarios de esta red no están capacitados para llevar adelante espacios terapéuticos, ni tampoco cuentan con matrícula para recetar un neuroléptico.
Si no se apela al (demonizado) recurso de la internación, la espiral autodestructiva de A.B. no puede conducirlo a otro sitio que no sea la cárcel o el cementerio
Entonces, así como nadie ignoraba el destino trágico de Santiago Nasar en la crónica novelada de Gabriel García Márquez, nadie en esta red desconoce que si no se dan las intervenciones clínicas a tiempo, y si no se apela al (demonizado) recurso de la internación, la espiral autodestructiva de A.B. no puede conducirlo a otro sitio que no sea la cárcel o el cementerio. ¿Será ese el destino que les reserva la ley 26657 a todos los que no encajan, a los que sobran, a los descartables del sistema?
Fue a mediados de junio, exactamente un mes antes de los sucesos que motivan estas líneas, que se disparó la primera alarma. “A mí no me puede ni ver, incluso la última vez se lo tuvo que llevar la policía; no puedo ayudarlo”, fue la lacónica (e impune) respuesta de un conocido médico psiquiatra que cumple funciones bajo la órbita de la Secretaría de Salud municipal, cuando se le avisó que A.B. estaba nuevamente descompensado, que presentaba patrones de peligrosidad, y que se necesitaba de su urgente intervención.
Mientras el riesgo no se expresa de forma concreta, a veces con acontecimientos que son irreparables para el paciente o para terceros, funciona el criterio de mínima intervención
Pocos días después, A.B. terminó internado de urgencia por una intoxicación por policonsumo abusivo de sustancias. Lo estabilizaron y le dieron el alta. Así fue devuelto a la red comunitaria, sin un esquema de medicación y sin ningún tipo de evaluación integral que habría descartado la certeza de riesgo posterior (quizás se optó por descartar la inminencia). Así pareciera funcionar el criterio de mínima intervención de la norma que regula las actuaciones en este campo. Porque mientras el riesgo no se expresa de forma concreta, a veces con acontecimientos que son irreparables para el paciente o para terceros, el juramento hipocrático para algunos profesionales de la salud mental pareciera tener tanta validez como un horóscopo. Lo único que pareciera desestabilizar esta intransigencia y hacerlos recapacitar es la amenaza de accionar legalmente por abandono de persona.
Anotación al margen. El Hospital Municipal “San Vicente de Paul”, único centro de salud de Chascomús (no existen clínicas privadas), no cuenta con una guardia especializada en el abordaje de crisis de salud mental. Tan precario es todo el sistema, que cuando A.B. ingresó por emergencia, no había cama disponible para él pese a lo que establece el artículo 28 de la ley 26657 (“Las internaciones de salud mental deben realizarse en hospitales generales”). Tan deficiente es el enfoque socio-sanitario frente a este tipo de patologías y trastornos, que tampoco existen los dispositivos de externación acordes al seguimiento psicoterapéutico necesario (artículo 11), y que la única respuesta concreta del área de desarrollo social municipal es el alquiler de una habitación en un hotel, o la gestión de un alojamiento provisorio, para suplir falencias habitacionales más no tratamentales.
¿Qué hubiera sucedido con A.B. antes del 2010, cuando nadie en Argentina fogoneaba la inconducente discusión sobre monovalencias, cierre de comunidades terapéuticas y otros dispositivos especializados? Lo más probable es que al no contar con recursos ecomómicos, su internación se habría resuelto con la tramitación de un subsidio en la ex SEDRONAR y la derivación a algún espacio propicio dentro de la red asistencial. Desde la vigencia de la ley, no sólo se ha tornado una epopeya sortear las infinitas trabas de los equipos interdisciplinarios para poder internar a una persona. Tampoco hay lugares, porque la mayoría cerró debido al desfinanciamiento, la asfixia económica y la persecución ideológica.
Con la consigna de “desmanicomializar” y “restituir derechos”, el éxito de la política en salud mental actual de la provincia de Buenos Aires se mide en función del cierre de dispositivos. Dato no oficial de la Federación de Organizaciones no gubernamentales de la Argentina para la Prevención y el Tratamiento del Abuso de Drogas (FONGA): hace cinco años existían aproximadamente noventa y cinco instituciones terapéuticas especializadas en el abordaje de los consumos problemáticos de sustancias psicoactivas y otras patologías de salud mental. Al día de hoy se contabilizan unas treinta menos. Y el número sigue descendiendo.
Con la consigna de desmanicomializar y restituir derechos, el éxito de la política en salud mental actual de la provincia de Buenos Aires se mide en función del cierre de dispositivos
En este 2022 no sobran opciones, no sobran recursos, y todo remite a la trampa del comienzo. Según la Ley vigente, las internaciones deben darse en el mismo lugar de residencia de la persona, en hospitales públicos, en espacios comunes donde confluye el paciente psiquiátrico con el accidentado, la embarazada, el enfermo de coronavirus o una persona con una afección coronaria. En este retorcido anillo de Moebius se repiten ciclos, recaídas y fracasos, una y otra vez. La del paciente que lo transita, a veces sin plena conciencia. La de sus familiares cercanos, cuando aún existen esos vínculos. Así en lo sucesivo, hasta el siguiente episodio. O en retrospectiva, hasta el origen de la primera tragedia en Chascomús.
Ocurrió en julio del 2016, cuando una paciente psiquiátrica de 21 años, internada con custodia policial en el nosocomio municipal, atacó a un efectivo, le quitó el arma reglamentaria y se suicidó de un disparo. “Nuestro personal no es idóneo para cuidar a un psiquiátrico y el hospital no es el lugar adecuado para alojarlo”, sostuvo el por entonces jefe distrital.
A comienzos del 2019, una representación de la Comisión Provincial de la Memoria llevó adelante una inspección en el hospital municipal para constatar la denuncia por violaciones a lo dispuesto por la ley de Salud Mental: pacientes con padecimientos mentales internados con sujeción mecánica (esposados), sin ninguna indicación de los profesionales actuantes. Meses después, funcionarios del Órgano de Revisión también se reunieron con las autoridades sanitarias locales para exigir el cumplimiento de la ley, luego de interiorizarse sobre las deficiencias en el protocolo de actuación referido a las personas internadas con problemáticas de salud mental y dependencia a las drogas, y la falta de capacitación de los profesionales intervinientes. El que se quema con leche ve una vaca y llora.
En esta ambivalente interpretación de los derechos de los pacientes, que fluctúa entre lo abandónico y lo represivo, entre lo sanitario y lo policial, entre los fármacos y las esposas, no hacer nada pareciera ser la mejor respuesta que el municipio de Chascomús encontró a los reclamos de la Comisión Provincial de la Memoria, del Órgano de Revisión y el de decenas de personas afectadas. No hacer nada es, en definitiva, el máximo exponente del criterio de mínima intervención ante situaciones de salud mental y adicciones.
Es comentario obligado la preocupación que genera en la comunidad ver a personas con adicciones y padecimientos mentales deambular por las calles
En la pequeña caja de resonancia de este pueblo devenido en ciudad, es comentario obligado la preocupación que genera en la comunidad ver a personas con adicciones y padecimientos mentales deambular por las calles, a veces a los gritos, a veces con actitudes intimidantes u obscenas, haciendo sus necesidades en la vía pública, durmiendo a la intemperie. Son muchos de los casos que, por su complejidad, no “encajan” en las modalidades terapéuticas del Centro de Día municipal, un espacio inaugurado hace tres años con una estrategia fundacional diametralmente opuesta a la imperante. Hoy, la tan proclamada “salud mental comunitaria” radicaría en discapacitar a los usuarios, encorsetarlos farmacológicamente, ponerlos a cuidar plantines hortícolas y, cuando el clima lo permite, llevarlos de paseo a la laguna en una furgoneta desvencijada sin habilitación ni VTV.
Dice la ley 25657 que “la internación involuntaria de una persona debe concebirse como recurso terapéutico excepcional en caso de que no sean posibles los abordajes ambulatorios”... Para que proceda este criterio, debe existir un dictamen profesional interdisciplinario que determine la situación de riesgo cierto e inminente para sí o para terceros, la ausencia de otras alternativas y un informe acerca de las instancias previas implementadas. Rara vez se concede.
Hace ya dos semanas que A.B. permanece en vinculación con el hospital, en observación y con salidas programadas. “Está más tranquilo, como si hubiera recapacitado y quisiera ponerse las pilas”, dicen quienes lo visitaron en este tiempo. Y, aunque cuentan que ya ha tenido algunos episodios menores de tensión, renuevan la esperanza de que esta vez sí podrán ayudarlo y hacer que los mecanismos estatales del área de salud funcionen.
Los hechos narrados dan cuenta de un marco normativo idílico, que urge ser revisado y reformado a la luz de la evidencia acumulada
Lo cierto es que ya se agotaron todas y cada una de las estrategias previas implementadas. Ni en su paso por el Centro Provincial de Atención (CPA), ni en el Centro de Día municipal, ni siquiera en una institución de salud mental privada, A.B. logró adherencia a los tratamientos ambulatorios. No sólo cuenta con el diagnóstico previo de un psiquiatra que certificó el año pasado la peligrosidad. Los recientes sucesos son fácticamente elocuentes en lo que respecta a la certeza del riesgo en este caso, y la necesidad de una internación (voluntaria o compulsiva). Los hechos narrados también dan cuenta de un marco normativo idílico, que urge ser revisado y reformado a la luz de la evidencia acumulada hasta el momento. Pero, como bien dijo el ex ministro de Salud de la provincia de Buenos Aires, Claudio Mate, “para algunas personas, la ley de salud mental es tan perfecta que la realidad se empeña en no entrar en ella”.
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