Convengamos que, al menos en política económica, somos un país peculiar. La política antiinflacionaria, por lo general, está en manos del secretario de Comercio y, la política cambiaria quedó bajo la esfera de la Comisión Nacional de Valores y, ahora, del ministro de Turismo. El día que se transfieran estas responsabilidades exclusivamente al Banco Central, quizás nos vaya mejor.
Curiosidades aparte, lo cierto es que, como le comenté la semana pasada, hemos entrado, a partir de julio, en un nuevo régimen inflacionario y, en los últimos días, ese nuevo régimen inflacionario, sumado a la expectativa de que dicho régimen “está para quedarse” y las dificultades crecientes del Banco Central para abastecer a los importadores de insumos al precio oficial, aceleraron aún más la huida del peso y el apetito por sacarle dólares al Banco Central o no vendérselos.
Por supuesto que con supercepo, la huida del dinero se refleja solo en los precios tanto de los bienes y servicios como de los dólares libres, porque los pesos siguen dentro del sistema y no tienen dónde huir -detrás de quien compra, hay alguien que vende- pero para “convencer” al que vende, hay que pagar un precio mayor. Salvo que el que venda sea el Banco Central.
Simultáneamente, también como le conté la semana pasada, el Banco Central estuvo super emitiendo para financiar el déficit fiscal directa e indirectamente, y para sostener el precio de los bonos de la deuda en pesos, de la cual también se huye.
Por lo tanto, la relación causal es sencilla.
La superemisión, obliga a reforzar el supercepo; el supercepo recargado genera una superbrecha; y la superbrecha reduce los dólares netos que le quedan al Banco Central del balance comercial, porque opera como un gigantesco impuesto a las exportaciones y un gran subsidio a las importaciones. Ante esto, el Banco Central aprieta aún más el supercepo y se completa el círculo.
Por lo tanto, la única forma de frenar esta dinámica es achicar la brecha y estabilizar el tipo de cambio libre.
Y urge frenar esta dinámica porque, sin posibilidad de abastecer con dólares de las reservas a precio oficial a los importadores, el precio del dólar libre, y su aceleración, empieza a funcionar como una referencia de la fijación de precios de los bienes y servicios, y ello traba la actividad -no hay precios firmes- y pega en la ya incrementada tasa de inflación.
Entonces, insisto, se necesita achicar la brecha, y estabilizar el precio de los dólares libres.
Para achicar la brecha desde arriba, es necesario un muy fuerte ajuste fiscal que permita otro muy fuerte apretón monetario, con una muy fuerte suba de la tasa de interés que “seque” todo el sobrante de liquidez existente (no se enoje, no hablo de su bolsillo, hablo de los números macro) y frene la demanda de dólares libres, por el costo de oportunidad de la tasa en pesos, o la recesión. Ese super apretón fiscal y monetario no está disponible, al menos en las magnitudes que se requieren dados los desequilibrios actuales.
La alternativa es subir el piso devaluando el peso más rápido, es decir aumentar el ritmo actual de suba del precio del dólar oficial, o pegar un salto.
Pero claro, otra vez, sin un control fiscal y monetario más intenso, mover más rápido el tipo de cambio oficial puede resultar convertirse en un “peor remedio que la enfermedad” en la medida que se perciba que ese movimiento mayor del tipo de cambio oficial es el primero de varios y no el último.
Y en medio de este “lío” estamos.
Con escasas reservas en el Banco Central, la política cambiaria está a merced del flujo de exportaciones e importaciones. Flujo que, a su vez, depende de la dinámica de la brecha. Pero esa dinámica sólo la frena una política fiscal y monetaria imposible o la intervención en el mercado de cambios de un Banco Central con escasas reservas.
Con este panorama, y con el temor a devaluar en el aire, el Banco Central, dice que se siente “cómodo” con este tipo de cambio real, y apuesta a que “hay que pasar el invierno”, esperando que, superado el pico de las importaciones de gas, se puedan recuperar las reservas, aflojar restricciones al resto de las importaciones, y calmar el mercado.
Y en el mientras tanto, administrar la miseria.
Asigna los puchitos que entran a quien grita más fuerte. Apela a los hermanos latinoamericanos a que vendan los dólares que traen para comprar barato en la Argentina, en el circuito del dólar MEP, devaluando implícitamente el dólar turismo receptivo y buscando como subproducto acercar algo más de oferta al dólar libre, para achicar la brecha, pero sacándole oferta al dólar blue -se espera un piquete de “arbolitos” en protesta por el atentado a las fuentes de trabajo-.
A su vez, se restringen las operaciones de las empresas en el mercado del CCL, para sacarle demanda a dicho mercado, y espera que todo se calme por efecto de la propia suba del precio del dólar libre -que se piense que ya está muy caro- por la recesión que vendrá y por la venta de los que desahorran dólares para sus gastos en pesos.
Adicionalmente, al parecer, se piensa en “devaluaciones sectoriales transitorias”, para incentivar a los productores agrícolas a cambiar sus activos dolarizados por pesos.
Como se ve, sin acuerdo político interno en el kirchnerismo para un cambio más de fondo, los instrumentos disponibles son escasos y más que nunca, la política económica quedó a merced de las expectativas y las decisiones de la gente.
Quizás, sólo quizás, se podrá pasar el invierno, aunque ello requiere que, en la primavera, la brecha sea lo suficientemente menor, como para restablecer un flujo positivo de saldo comercial, sin necesidad de un supercepo (y eso, como ya le comenté, no depende de las importaciones de energía, depende de que pueda reducirse sustancialmente la superemisión).
Pero aún siendo exitosa en el corto plazo, el problema más serio es que esta “política” luce escasa para llegar hasta el invierno que viene, cuando sea la situación preelectoral, la que defina, casi exclusivamente, la política económica.
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