Emma Thompson tiene 63 años y ganó dos Oscars. Es tal vez una de las mejores actrices vivas de Hollywood. En Good luck to you, Leo Grande, la película que se estrena la semana próxima en los cines argentinos, interpreta a Nancy Strokes, una maestra que al enviudar se decide a disfrutar del sexo por primera vez en su vida y contrata para eso a un trabajador sexual mucho más joven que ella. Hay una escena que sabe que no debería ser tan revolucionaria, pero sin embargo es el tema central de la mayoría de las notas promocionales que dio durante el último mes: Nancy Strokes se para frente al espejo y se mira, y entonces se juzga, y no se ve hermosa, pero se acepta. Ese cuerpo es de ella y finalmente logró apropiarse de él.
En una entrevista con Seth Meyers, Thompson habló de su propia liberación más allá del papel. La que le permitió verse con cierta neutralidad y sin decir, como lo hizo hasta ahora: “Esto está mal, ¿qué puedo hacer? Ya sé: voy a gastar mi pasión y mi energía, mi curiosidad, mi plata y mi propósito en la vida preocupándome por mi cuerpo. Eso es lo que voy a hacer, ¡qué buena idea!”. El público de Meyers, presente en el estudio, la aplaudió con la fuerza de lo que se conoce bien.
La actriz, que sólo había hecho hasta ahora un desnudo y hace más de treinta años, cuando ella misma tenía esa edad –”porque no era lo suficientemente flaca para conseguir papeles en los que la gente se saca la ropa”, aunque lo haya intentado matándose de hambre con dietas “absurdas”–, le dijo a The New York Times: “Para ser sincera, nunca estaré conforme con mi cuerpo. Me lavaron el cerebro demasiado pronto y no puedo deshacer esas vías neuronales”. Dijo también que el de Nancy es un papel inusual, porque “lo hemos visto muchas veces pero nunca es la protagonista a la que le pasan cosas, siempre es la esposa o la moza, sólo hace de mujer. Y las mujeres en el cine no suelen preguntarse por qué hacen las cosas ni mucho menos sobre su deseo”. Todavía menos frecuente es que se hable del deseo de las mujeres mayores de 60.
Que eso esté cambiando, como lo prueba el éxito de series con protagonistas octogenarias como Grace & Frankie (con Jane Fonda y Lily Tomlin) o Hacks (con Jean Smart), pone la lupa sobre una verdad que solemos soslayar simplemente porque no les prestamos atención: las mujeres siguen teniendo al envejecer la misma obsesión por la belleza que sus nietas de 15, los mismos padecimientos por no ajustarse a los estándares perfectos que naturalmente transmiten a las nuevas generaciones, la misma vara rigurosa que les impide disfrutar en paz de la cotidianidad más simple –una comida en familia sin preocuparse por las calorías o una tarde de calor en traje de baño–; y a todo eso se suma la preocupación por la edad en una sociedad que condena y se resiste con violencia al paso del tiempo.
Tampoco Smart se desnudó jamás para las cámaras en su larga y prolífica carrera. “Solía bromear con mis amigos, les decía que nunca iba a hacer ningún tipo de desnudo mientras mis padres vivieran, pero vivieron tanto que ahora tengo la edad en la que ya nadie me pide que haga esas escenas”, le dijo hace un tiempo a Fresh Air. En la segunda temporada de Hacks, que HBO estrenó en mayo último, su Deborah Vance –una comediante con pasado de estrella cuya carrera está en baja– tiene una noche de sexo con un extraño y se empodera para empezar a reírse de sí misma. Como al personaje de Thompson, el sexo la conecta otra vez con su cuerpo y con sus deseos más íntimos.
Fonda, perfecta y atlética como cuando ganó fortunas por sus videos de fitness en los 80, dijo en una entrevista reciente con CBS: “Estoy muy consciente de que me acerco a la muerte. Pero eso no me preocupa demasiado. Lo que realmente me molesta es que mi cuerpo haya dejado de ser mío. Mis rodillas ya no son mías, mis caderas ya no son mías, mis hombros no son míos. Están mirando a alguien que sólo es ella del cuello para arriba”. Hay algo común a todas estas nuevas protagonistas viejas: tienen que ser graciosas y presentar sus problemas como chistes para caer mejor, o encima de viejas serían quejosas, que ya es mucho.
Tomlin le dijo a Elle que ni ella ni Fonda imaginaban que iban a protagonizar una serie exitosa –con siete temporadas en Netflix– a esta altura de sus vidas, pero que siempre quisieron hacer algo que reflejara su edad y “el asunto del envejecimiento y del descarte de las mujeres viejas. Todas esas cosas que las personas grandes, que son las mismas personas que eran treinta años antes, tienen que enfrentar ahora. Especialmente las mujeres”.
Por supuesto que todas las nuevas representaciones de las mujeres mayores en el cine son bellas, blancas y ricas, pero con más razón entonces, ahora que aunque sea las vemos a ellas, vale preguntarse qué queda para las demás. Si estas vejeces modélicas también cargan con las imposiciones sociales sobre sus cuerpos y su deseo, es dable que el resto las sufra en silencio.
Tener más de sesenta suponía liberarse de la presión que se impone a las mujeres de cuarenta y de cincuenta para verse como a los veinte o los treinta, pero de una manera “natural”. No hay forma de lograrlo sin la ayuda de la ciencia, pero si se nota la mano del cirujano, también es un problema. Y Hollywood es un espejo reproductor de nuestras taras sociales que tortura a sus diosas envejecidas con nuevas exigencias: no alcanza con tener la piel tirante o la cintura de la adolescencia, también deben parecerse a las que eran y superar el desafío viral del antes y después. Uma Thurman, Demi Moore o Renée Zellweger se la pasan explicando que tal o cual foto de Instagram tenía una luz que no las favorecía, o que la cara rara que desató el odio en las redes fue sólo un error de maquillaje.
“¿Por qué serían las estrellas de Hollywood, esa máquina proteica de sueños colectivos, las que tendrían que someterse a un tiempo de laissez faire, a una interpretación literal vintage de la cuestionada frase de que anatomía es destino, es decir, bancarse la natural decadencia de sus dones físicos?”, escribe María Moreno en uno de los ensayos de Panfleto (2018). Y sigue: “Los comisarios de la policía anatómica parecen asociar torpemente vejez y verdad”. A la imagen de las figuras que envejecieron mal, se contrapone la de Joni Mitchell con sus arrugas talladas bajo el sol de Woodstock como si esa sí fuera una anciana real. Porque igual que se instaló el parámetro aparentemente positivo que indica qué mujeres son reales, también se buscan señoras aptas para el comercial de jabones. Hay mujeres verdaderas y mujeres que no pasan la prueba, y la evaluación es tan subjetiva, que en general quedamos todas afuera.
Tener más de sesenta supone que una ya no será mirada ni juzgada, que será borrada de la historia y considerada asexual. Hay un episodio de la primera temporada de Grace & Frankie en que las amigas van al supermercado y el cajero ni siquiera las registra aunque griten y hagan todo lo que pueden por llamar su atención. Pero ahora que sus historias comienzan a ser contadas también se imponen y se revelan nuevos mandatos. Aquel “fabulosas a cualquier edad” que instaló Harper’s Bazaar es una consigna inclusiva que visibiliza a las más grandes y a la vez una extensión de la condena que nos persigue desde que dejamos de ser niñas –y a veces desde antes–: tenemos la obligación de vernos como las mujeres de las revistas de Moda o de castigarnos por no ser como ellas. De ser fabulosas, lo que sea que eso signifique.
Jean Smart también tuvo una experiencia difícil frente al espejo cuando se caracterizó como la matriarca granjera y criminal de la serie Fargo. “Fue demasiado –admitió en una entrevista radial–. La vestuarista y yo nos divertimos mucho pensando en looks poco atractivos pero muy prácticos. Yo sugerí que me hicieran en el pelo una de esas permanentes de perrito que usaban antes las mujeres de cierta edad porque eran más fáciles de mantener. Dije que me sacaran el rubio, me lo cortaran bien cortito y me hicieran la permanente. Y la primera vez que me miré, no lo pude evitar, se me cayeron las lágrimas. Con la ropa, en cambio, me pasó algo distinto, igual que cuando hice a Helen en Mare Of Easttown. Es un alivio no tener que preocuparse por meter la panza para verte bien. Te permite estar físicamente relajada. La primera vez que hice un papel sin maquillaje, pensé: ‘Así es como los tipos se sienten todo el tiempo’. Y es injusto, porque es mucho más fácil no tener que estar pendiente de cómo te van a iluminar o cómo te vas a ver en cámara; te permite pensar sólo en lo que importa”.
¿Cuánto tiempo perdemos las mujeres por ocuparnos de pensar en meter panza, arreglarnos el pelo o maquillarnos para tapar las arrugas o las cirugías? ¿Cuánto tiempo perdemos en que no se note que perdemos tiempo en eso? ¿Cuánto y hasta cuándo, por qué ese interno no se detiene ni siquiera cuando dejan de mirarnos? ¿Cómo se hace para enfrentar el espejo con la neutralidad de Emma Thompson y simplemente aceptarnos y entender que el mismo cuerpo al que a veces odiamos es el que habilita el goce? Para la actriz de Good Luck to you Leo Grande, ahí está la clave: “Sólo el placer puede liberarnos de esa carga espantosa”, dice.
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