El ministerio sin escuelas

La eficacia con la que la cartera de Educación ejerce sus responsabilidades hoy está en cuestión. Algunos proponen cerrarla; otros creemos que debemos repensar sus funciones

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Ministerio de Educación de la Nación
Ministerio de Educación de la Nación

El cierre de las escuelas durante la pandemia y los resultados de distintas evaluaciones reactivaron un interés por la educación que antes parecía adormecido. Estamos preocupados por quienes abandonaron la escuela, por los que continúan sin aprender lo fundamental, por la cantidad creciente de chicos que no comprenden textos ni resuelven problemas matemáticos básicos, por cómo se enseña a leer y escribir. Estos y otros temas se discutieron en los últimos meses. En buenahora. Tenemos que mantener vivo este debate. La educación nos involucra a todos.

Uno de esos temas es el rol del ministerio nacional. Como ya ha sucedido, algunos proponen cerrarlo; otros aseguran que ya está virtualmente cerrado, porque no desempeña como debería sus funciones. El ministerio nacional tuvo siempre un rol importante en el financiamiento, la construcción de escuelas, el currículo, la evaluación o la formación docente, aunque la educación primaria fue responsabilidad de las provincias desde 1853.

En los ‘90, mientras transfería las escuelas secundarias, privadas e institutos de formación docente a las provincias, el ministerio nacional construyó y amplió escuelas, montó un sistema nacional de información, inició las evaluaciones nacionales del aprendizaje, implementó junto con las provincias una reforma de los contenidos y los niveles, y acompañó con mayor intensidad a las escuelas más vulnerables.

Desde la década de 2000 esos espacios de injerencia se mantuvieron y otros cobraron mayor relevancia, como el pago complementario de los salarios docentes a través del FONID, la implementación de una cantidad creciente de programas nacionales específicos, la creación de organismos nacionales como el Instituto Nacional de Formación Docente o el incremento del financiamiento para becas estudiantiles o la educación técnica.

La Ley de Educación Nacional de 2006 define que la Nación está a cargo de elaborar contenidos mínimos, evaluar los aprendizajes, recolectar información sobre el sistema educativo, compensar desigualdades entre provincias y escuelas, acreditar y homologar los títulos y certificados, implementar programas específicos, formar docentes en ejercicio, coordinar el federalismo y financiar las universidades.

Las provincias son responsables de crear y administrar las escuelas y los cargos docentes, financiar los salarios y definir las condiciones laborales de los docentes, establecer las normas que rigen la vida cotidiana del sistema educativo, adecuar los contenidos nacionales al contexto local, formar a los actuales y futuros docentes, implementar políticas específicas, y supervisar las escuelas.

Hoy está en cuestión la eficacia con la que la Nación ejerce sus responsabilidades. La información que se produce es insuficiente, inexacta y se utiliza poco. Los aprendizajes prioritarios conviven con otras normas curriculares y no rigen con la misma fuerza en todo el sistema educativo. Las normas del Consejo Federal de Educación se implementan de manera muy variable. Los requisitos para la validez nacional de los títulos son muy laxos. Los programas nacionales son homogéneos, fragmentarios, discontinuos y no parecieran estar logrando las mejoras buscadas.

¿Debemos por esto jubilar al ministerio nacional? Sería tirar el bebé junto con el agua sucia. Las potestades legales del nivel nacional desempeñan un rol relevante, aunque podrían reconsiderarse las formas de ejercerlas. He aquí algunas ideas.

El financiamiento. Hoy el 60% del presupuesto nacional se destina a las universidades, mientras que la inversión nacional en la educación obligatoria es crucial por las deudas que esta presenta, por la necesidad de compensar desigualdades interprovinciales y porque las provincias destinan casi todo el presupuesto a los salarios docentes. La inversión en infraestructura, equipamiento, formación, becas y otros apoyos depende en gran medida de fuente nacional. Sin embargo, del 40% destinado a la educación obligatoria 11% se destina también a salarios docentes, 12% a infraestructura y 5,4% a becas estudiantiles. En cambio, para la formación docente se destina menos del 3%. Nadie dice que sea fácil, pero pueden intentarse cambios en la distribución y la eficiencia de esa inversión para lograr más equidad y calidad.

La producción de información. El relevamiento en papel de los datos esenciales del sistema educativo, con la imprecisión y desactualización que supone, podría reemplazarse por un sistema de gestión federal de las instituciones adecuable a cada provincia que aliviara la carga administrativa de los directores y produjera información nominal digitalizada. Tanto la sistematización de la información como la evaluación de los aprendizajes prioritarios o incluso de las políticas podría estar a cargo de una agencia nacional independiente. Un INDEC educativo cuyos equipos fuesen concursados federalmente.

La definición de los aprendizajes fundamentales. Los núcleos de aprendizaje fundamentales fueron acordados hace más de 15 años. Corrió mucha agua bajo el puente y son más usados en el nivel primario que en el nivel secundario o inicial. Podríamos aprovechar la ocasión para clarificar los objetivos centrales por año escolar. En las últimas décadas, las crecientes expectativas del currículo se fueron alejando de los decrecientes aprendizajes logrados. Además, hoy se sabe que menos es más: el currículo debe centrarse en contenidos y capacidades fundantes. Podría ser hora de redefinir qué es lo que nos importa transmitir como sociedad. ¿Es el momento en la posguerra educativa en la que estamos?

Las políticas de mejora. Aunque algunas provincias reclaman más autonomía frente al ministerio nacional, muchas carecen de las condiciones financieras y técnicas para ejercerla. Las políticas nacionales son relevantes para generar pisos comunes, equidad y cambios que no suelen gestarse en las provincias. Sin embargo, habría que establecer metas federales comunes, invertir de manera más justa y eficiente, salir de la “programitis” para ir hacia una mirada más integral, y trabajar más codo a codo con las provincias.

La validez nacional de los títulos. El ministerio nacional de educación tiene la potestad de definir los criterios de validez nacional de las titulaciones. De cara a los títulos docentes, esos criterios de validez podrían ser más exigentes. Hoy solo se evalúan los diseños curriculares. Podrían establecerse criterios de calidad de las instituciones y de la formación.

Estas y otras responsabilidades podrían revisitarse para que el Ministerio Nacional de Educación ejerciera mejor sus facultades legales. Hay que querer, hay que poder, pero también hay que saber qué y cómo. Sigamos debatiendo temas enquistados de nuestra educación y pongamos salidas sobre la mesa.

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