Los procesos inflacionarios crónicos como los que sufre nuestro país, traen aparejadas consecuencias funestas para la economía y la vida cotidiana de los ciudadanos. La distorsión de los precios relativos es una de ellas, lo que significa que nada cuesta lo que vale y viceversa.
El costo de un servicio médico esta compuesto, al igual que cualquier otro servicio, por costos directos e indirectos, fijos y variables. Estos conceptos son los que permiten desarrollar la actividad y dar la prestación correspondiente a un paciente que sufre una patología a la que se le debe dar tratamiento médico.
Los costos operativos son el valor mínimo para hacer viable cualquier acto, prestación, bien o servicio. Quien lo desarrolla, si no es retribuido desde esa línea hacia arriba, está pagando por un servicio por el cual debería ser remunerado.
Así como dice el talentoso Joaquín Sabina cuando el público exultante corea sus canciones: “¡Bueno y además en lugar de cobrar me pagáis! ¡Gracias, que maravilla!”.
En el sistema de salud esto es muy común, pero lejos está de ser una maravilla como lo es la demostración de cariño y admiración que el público le retribuye al cantautor andaluz cuando interpreta Calle Melancolía. En el sistema de salud hay muchas prestaciones que son retribuidas por debajo de sus costos reales. Actualmente, el arancel de una consulta oftalmológica abonada por el Estado, obras sociales y prepagas, salvo honrosas excepciones, está por debajo de los costos necesarios para su realización. Por ende, aunque parezca increíble, el médico paga para atender, lo que se ve agravado aún más en un proceso de inflación sostenida y por el alto grado de morosidad para pagar por parte del Estado, obras sociales y prepagas en general.
Las prestaciones realizadas y remuneradas por debajo de los costos son el preludio de la imposibilidad de sostenimiento de los médicos, estructuras y miles de puestos de trabajo que giran alrededor del sector salud, tanto de los directamente relacionados con el acto médico como de los miles que están relacionados indirectamente, que proveen bienes y servicios a las entidades prestadoras de salud.
En oftalmología, desde la CAMEOF, la cámara que nuclea a clínicas, institutos y consultorios oftalmológicos se ha ponderado este atraso, que supera en la actualidad el 168% en muchas de las prestaciones. Esta brecha creciente en razón de la inflación se hace cada vez más difícil de solventar y es necesaria una recomposición de valores que contemplen esta realidad.
Ahora bien, si lográramos una recomposición de esta naturaleza estaríamos arribando a la línea de flotación propiamente dicha. Es decir, cubrir los costos.
Entonces es el momento de preguntarnos e interpelarnos profundamente como sociedad cuánto vale la salud visual de los ciudadanos, que no es lo mismo que cuanto cuesta, es decir su costo. Parece esta una disquisición semántica, pero su significación es mucho más importante.
Uno podría preguntarse qué valor se le da a la salud y a la salud visual en particular. La visión es uno de los sentidos más valorados por los seres humanos. Sin embargo, el sistema de salud pondera por costos y, como dijimos en la actualidad, no se cubren costos fundamentales o básicos.
Argentina por diferentes razones tiene capacidad médica, tecnológica y de infraestructura que la distingue a nivel mundial. Sin embargo, esto no es sostenible en estas condiciones y el deterioro de esa capacidad impactará necesariamente en la calidad de vida de los ciudadanos.
Según los datos y cifras de la OMS sobre ceguera y discapacidad visual, a nivel mundial, se estima que aproximadamente 1.300 millones de personas viven con alguna forma de deficiencia visual.
Las principales causas de la visión deficiente son los errores de refracción no corregidos y las cataratas, sostiene la OMS en su informe de febrero 2021. En el mismo también se detalla que la mayoría de las personas con visión deficiente tienen más de 50 años.
La Organización Mundial sostiene, de acuerdo a sus registros, que en el mundo hay al menos 2.200 millones de personas con deterioro de la visión cercana o distante. En al menos 1.000 millones de esos casos, es decir, casi la mitad, el deterioro visual podría haberse evitado o todavía no se ha aplicado un tratamiento.
El deterioro de la visión, concluye la OMS, supone una enorme carga económica mundial, ya que se calcula que los costos anuales debidos a la pérdida de productividad asociada a deficiencias visuales por miopía y presbicia no corregidas ascienden a USD 244.000 millones y USD 25.400 millones, respectivamente, en todo el mundo.
La ceguera no debe ser motivo de estigmatización, todo lo contrario. La inclusión, la prevención y rehabilitación son afrontadas por el valioso aporte que hacen entidades como la Fundación Nano en Argentina o la Once en España, con años de trabajo al respecto. Pero lo imperdonable es que un ser humano pierda la visión cuando hoy es médica y tecnológicamente evitable.
La naturaleza humana quizás hace que algo como el cuidado de la salud visual se valore cuando ya no se tiene o se pierde.
Hoy tomar conciencia sobre el posible desmantelamiento de la capacidad oftalmológica instalada en Argentina es una apelación a la responsabilidad de la comunidad. Una cuestión de humanidad en primer término, de inteligencia social en segundo y de impacto económico y social por el vacío prestacional que esto podría significar si las condiciones de sostenibilidad no cambian.
Actitudes dilatorias, negligentes y de no asumir este problema hacen que cada vez el deterioro prestacional sea mayor. El silencio y falta de respuesta por parte de actores responsables del financiamiento de esta especialidad muy probablemente les tenga guardado un lúgubre y oscuro lugar, ya no desde donde desarrollan su actividad diaria sino en la historia de nuestro país y la salud de sus ciudadanos.
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