No es con un salario básico universal que saldremos de la pobreza ni se reducirán las desigualdades

Si bien toda ayuda a los sectores más pobres en contexto de crisis constituye una medida éticamente justa y socialmente necesaria, esta política no sólo no tendría efectos significativos en materia de bienestar, sino que además tendería a agravar las causales del problema

l Estado brinda asistencia a través de diferentes programas de transferencia de ingreso al 35% de los hogares (más de 4 millones de hogares) (REUTERS/Agustín Marcarian)

El creciente desequilibrio estructural del sistema productivo argentino (en uno de los extremos, una porción de la economía se expande, y en el otro, la otra parte se hunde), en un contexto de fuerte inestabilidad macroeconómica, tiene asociado -a manera de síntoma endémico- elevados niveles de privaciones crónicas y desigualdades sociales. El resultado es una sociedad en decadencia sometida a procesos de empobrecimiento centrífugo cuya principal causa es la ausencia de políticas socioeconómicas acertadas.

En este contexto, se reproduce de manera ampliada un núcleo duro de población “excedente” –“masa marginal” en términos de José Nun, o población de “descarte” en términos del Papa Francisco– altamente vulnerable a las crisis económicas, y, a la vez, muy poco resilientes a los breves ciclos de recuperación. Se trata de una población tendencialmente “disfuncional” a la estabilidad política de cualquier sociedad débil en capacidades sistémicas de integración social; pero también, potencialmente funcional a la legitimación de regímenes populistas de cualquier naturaleza.

Las desigualdades estructurales se hacen visibles en una matriz productiva en donde, por un lado, sólo 12 millones de trabajadores participan de la economía formal (6 millones como asalariados privados, 3 millones en el sector púbico, y el resto de no asalariados), al mismo tiempo que otros 8 millones subsisten en una empobrecida informalidad (entre 4 y 5 millones de ellos, como trabajadores de subsistencia en la llamada economía social). Las brechas en los ingresos y las condiciones de trabajo entre unos y otros es abismal, a la vez que creciente, y se vincula a otras privaciones en calidad de vida y oportunidades de movilidad social (en materia de educación, salud, vivienda, hábitat, etc.). Esta dualidad es la que está detrás del 35% de pobreza estructural que atraviesa a nuestra sociedad.

Las desigualdades estructurales se hacen visibles en una matriz productiva donde 12 millones de trabajadores participan de la economía formal

En este contexto, no son pocos los actores de la agenda pública que proponen como tabla de salvación el otorgamiento de un “salario básico universal” que reduzca desigualdades y haga justicia. Este salario constituiría un ingreso no contributivo otorgado de manera regular y permanente, destinado a los hogares de sectores pobres informales, a manera de complemento de otros ingresos, sin mediar la exigencia de ninguna contraprestación laboral o formativa. Algo así como una renta mínima contra la pobreza, con la única condicionalidad de formar parte del mundo de los excluidos sociales.

Sin duda, una motivación quizás encomiable, pero cabría preguntarse si una medida de esta naturaleza, además de viable desde el punto de vista fiscal, habrá de producir los efectos de inclusión y equidad social que pretende generar. Adelanto una respuesta: si bien toda ayuda a los sectores más pobres en contexto de crisis constituye una medida éticamente justa y socialmente necesaria, en este caso, esta política no sólo no tendría efectos significativos en materia de bienestar, sino que además tendería a agravar las causales del problema. El cual, no está en la sintomatología de la pobreza sino en la estructura social del trabajo, la falta de inversión y creación de más y mejores empleos en la economía formal, o, incluso, en la llamada economía social, con alta demanda de bienes y servicios de valor social.

La dotación de un salario básico universal a sectores pobres, sin necesidad de realizar un trabajo generador de valor agregado, bajo una relación de dependencia, autónoma o cooperativa, constituye una malversación del término “salario” necesariamente asociado al significado del “trabajo” (no importa que tenga más o menos valor de mercado o social la actividad que se realice). Para generar una transferencia adicional a los pobres no hace falta crear un nuevo sistema distributivo cuyo nombre distorsiona el sentido del trabajo detrás de una clara intencionalidad político-demagógica, solo se requeriría de una ampliación de las asignaciones no contributivas actualmente existentes (AUH, pensiones por familia numerosa, invalidez, ancianidad, etc.).

Este salario constituiría un ingreso no contributivo otorgado de manera regular y permanente, destinado a los hogares de sectores pobres informales, a manera de complemento de otros ingresos

Sirve como referencia que actualmente -y desde hace mucho- el Estado brinda asistencia a través de diferentes programas de transferencia de ingreso -con y sin contraprestaciones a cargo de los titulares del beneficio-, al 35% de los hogares (más de 4 millones de hogares), en donde residen más de 17 millones de personas. Por lo general, se trata de sistemas que han probado tener una muy adecuada focalización entre la población más pobre, trabajadores informales, desocupados o a cargo de trabajos de cuidado no remunerados. En términos presupuestarios, el conjunto de estas asistencias suma no menos de 1,3 billones de pesos (2,8% del PBI). Actualmente, a pesar de este nivel de transferencia mantenemos entre 35-40% de pobreza, incluyendo entre 7-8% de personas en situación de indigencia extrema, y no porque dicha población no reciba la ayuda social. Un aumento de las transferencias -a través del SBU o cualquier otro programa- en al menos 350 mil millones de pesos (0,8% del PBI), impactaría sobre todo en la tasa de indigencia, pero muy poco sobre el nivel de pobreza.

Este pobre resultado obliga a preguntarse si esos mismos recursos no tendrían un impacto más estratégico en la lucha contra la pobreza invertidos en otras áreas. Por ejemplo, con ese mismo dinero podría aumentarse en 50% el presupuesto nacional en salud, duplicarse la inversión en urbanización y vivienda o, también, en agua y saneamiento, o triplicarse el presupuesto en ciencia y tecnología. Asimismo, cabe tener en cuenta que no necesariamente este gasto ocasionaría un mayor desequilibrio fiscal al actualmente existente si el mismo logra contar con recursos tributarios extraordinarios sostenibles, o resultara factible encarar recortes presupuestarios en rubros menos prioritarios. En cualquier caso, estas medidas no dejarían de tener efectos regresivos en materia de inversión o bienestar social. Sin duda, antes de actuar, cabe evaluar con más cuidado cuáles son las prioridades y cuáles las mejores políticas para superar la pobreza a través de un crecimiento sostenible acompañado de una más justa redistribución de la riqueza generada. Distribuir recursos escasos entre los más pobres, no garantiza que no haya más pobres ni que el mínimo beneficio se agote muy pronto.

De manera maniquea, los actores que promueven el SBU, sostienen que, tal como lo mostró la experiencia del Ingresos Familiares de Emergencia (IFE), habría más de 9 millones de personas -como titulares individuales- en condiciones de necesidad económica. Nada se dice de que la mayor parte de esos titulares eran beneficiarios de otros programas; o eran cónyuges, hijos o familiares en hogares que ya recibían alguna asistencia; ni que parte de los nuevos titulares lo eran dada su condición de desempleado transitorio provocado por la pandemia, y que no pocos, no eran necesariamente, pobres ni excluidos.

De manera maniquea, los actores que promueven el SBU, sostienen que, tal como lo mostró la experiencia del IFE habría más de 9 millones en condiciones de necesidad económica

Es obvio que en un país partido y estancado -aunque se encuentre todavía en un ciclo de recuperación- siempre habrá necesidades económicas insatisfechas. Pero exigir un “salario básico universal” por fuera de toda actividad orientada a llevar adelante un empleo o un trabajo, sin ninguna contraprestación formativa, social o laboral organizada bajo la regulación del Estado -no importa si nacional, provincial o municipal-, sirve para empoderar consumidores, pero no a ciudadanos con capacidad para contribuir a la creación de riqueza social. La propuesta de un SBU no solo no genera puestos de trabajo genuinos, sino que, tampoco aumenta la productividad de mercado ni social de los trabajadores pobres, así como tampoco fortalece las redes de cooperación ni asociación que componen la economía social, y que con cuyo trabajo son los que ponen actualmente una barrera frente al avance de la pobreza. Un programa de esta naturaleza sólo habrá de legitimar el “status quo” de la exclusión, desincentivando tanto el empleo formal como el cooperativismo social, a la vez que habrá de fomentar el desaliento y la marginalidad extrema.

Ahora bien, difícilmente los trabajadores que forman la economía informal accedan en su mayoría -en el corto o en el largo plazo- a un empleo asalariado o independiente formal, capaz de sacarlos de la exclusión social. Y esto no es solo debido a que no hay desde los sectores más dinámicos suficiente demanda agregada de empleo para su inclusión, sino también porque dichos trabajadores no cuentan con las calificaciones que requieren las empresas que podrían generar esos empleos. Sólo un trabajo generador de riqueza y formación profesional -sea de valor económico o social-, junto a una justa y equitativa remuneración, forma parte de una condición necesaria para la efectiva inclusión de los excedentes de población sometidos a la marginalidad económica. La mera transferencia de ingresos sin más es más de lo mismo, reproduce las desigualdades sociales sin generar ningún cambio cualitativo.

El objetivo primordial del Estado debe ser revertir la decadencia económica y el empobrecimiento estructural, pero para ello es prioritario estabilizar la economía, fomentar la inversión y promover políticas que favorezcan la generación de más y mejores empleos, con mayor capacitación y herramientas tecnológicas para los sectores pobres informales, con fuerte prioridad en la pequeña y mediana empresa, así como en la economía social, focalizando en primeros empleos para jóvenes y mujeres. En paralelo, programas como el Potenciar Trabajo -correctamente focalizados entre los sectores pobres informales- deben ser orientados a actividades sociales o productivas de carácter cooperativo, con efectiva contraprestación laboral, así como también con un reconocimiento salarial justo, bajo la debida canalización de los Estados provinciales o municipales, en clave a promover el desarrollo local y una salida sustentable de la pobreza.

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