La semana que pasó me dieron el honor de inaugurar el primer monumento en recordación a la Shoá en la provincia de Entre Ríos, en una pequeña y hermosa localidad llamada Colonia Avigdor. Avigdor fue fundada en el año 1936 por judíos alemanes que escapaban de una Europa que comenzaba a incendiarse. Fue la última de las colonias judías. Eran familias judías del primer mundo europeo que llegaban para refugiarse en el último rincón del mundo, en un campo cubierto de maleza y fango, en búsqueda de seguridad y de nuevas tierras prometidas.
La colonia, que en su origen tenía una población enteramente judía, hoy cuenta con unos 500 habitantes entre los cuales apenas quedan cerca de 30 judíos. El pequeño centro de la colonia son unas 3 cuadras sobre la misma ruta. No tiene la tradicional plaza con la Iglesia y la Municipalidad de toda localidad del interior del país. Sino que aún conserva su hermosa e íntima sinagoga y el Centro Unión Israelita, en cuyo salón se celebran al día de hoy todos los eventos sociales y comunales del pueblo entero.
Tito y Manfredo tienen hoy 86 años de edad. Llegaron desde Alemania a la colonia con sus padres y abuelos siendo apenas bebés. En el momento de la inauguración del monumento, los dos hombres pasaron a descubrir la placa. El frío de esa mañana lo helaba todo. Le daba un tono aún más épico al recordar que ese mismo frío lo habían vivido hacía décadas al llegar de Europa, en un páramo cercano donde no los esperaba siquiera una choza.
Tito tenía apenas 2 años cuando sus padres partieron de la colonia con su hermano mayor a Buenos Aires, a buscar mejor suerte. No había suficiente para llevarse al pequeño también con ellos. Fue por eso que Tito quedó en el campo, al cuidado de su abuelo en Avigdor, durante varios años. Cuando cumplió 8 años, entendieron que era tiempo de encontrarle alguna escuela, para que aprenda de una vez el castellano local, por lo que se fue de Avigdor para no volver. Pero toda esa primera infancia la vivió junto a su vecino del campo de enfrente, Manfredo. Inseparables. Ve-nafshó keshurá benafshó. Un alma atada a otra alma.
Tito hizo su vida y su familia en Buenos Aires. Mientras tanto, Manfredo se quedó en la Colonia, en su campo, toda su vida. Allí crió a sus hijos y a sus nietos que hoy estudian en Paraná. Los años y las décadas pasaron y Manfredo, con su boina, bigote tupido, y un bastón que asegura no necesitar, sigue siendo el arquetipo del gaucho judío. Pero aquella amistad con Tito, el hombre que creció en la gran ciudad, ese vínculo que nació desde el exilio, el caballo, el aire fresco de libertad, las penurias y los sueños, se mantuvo inalterable.
Después de 80 años de la partida de Tito de Avigdor y de la compañía de su amigo Manfredo, ambos estaban frente a la placa de recuerdo por los 6 millones de víctimas del Holocausto. Pero no eran sólo números los que se recordaban. Detrás de cada número había una historia. Y ésta, la de los dos hombres abrazándose entre lágrimas en medio del cementerio que todos veíamos, era una de ellas. Tito pidió decir unas palabras. Sin embargo, no miró a las más de 100 personas que habían llegado de varias otras localidades al evento esa mañana. El sólo miraba a su amigo Manfredo.
Las manos le temblaban, no por el frío sino por la emoción. Sólo agradecía. A la historia, a sus padres, a los pioneros, al sufrimiento, al sacrificio, a la tierra, al barro, a las ilusiones, y a la amistad. A la de su amigo de toda la vida. Agradecía saber que son los vínculos los que nos construyen. Que no son los lugares, ni las paredes, sino los lazos. Los que a pesar de las distancias que generan los kilómetros y los años hacen que las almas se mantengan unidas por siempre.
Una historia más que sucedió esa mañana. Tito viajó desde Buenos Aires con Juan, otro gran amigo suyo nacido en Avigdor. Hace unos 70 años atrás, Juan hacía su Bar Mitzvá en ese pequeño templo a la vera de la ruta en la Colonia. Con la voz quebrada me contaba el lugar exacto donde estaba parado aquella vez abrazado de esos mismos rollos de la Torá.
En el cementerio donde inauguramos el monumento lo encontré frente a una vieja lápida. Era la de su abuelo, uno de los primeros colonos. Allí estaba escrito su propio nombre, que heredó de ese abuelo. Cuando dijimos las oraciones tradicionales, Juan lloraba como cuando tenía 13 años, el día de su Bar Mitzvá. Porque hay almas que están atadas a otras almas. Más allá de cualquier distancia. Por siempre.
Amigos queridos. Amigos todos.
Cuando alguien importante en la vida parte, somos nosotros quienes quedamos partidos. A veces la distancia se mide en kilómetros porque parten lejos a algún otro lugar. Otras veces se mide en años, porque parten de este mundo a algún otro plano. Así de partidos, comenzamos a jugar un nuevo partido. El de aprender a que quizá los ojos no ven, pero el alma nunca olvida. Porque los ojos miden en espacio, pero el alma mide todo en tiempo.
No somos los lugares. Somos el tiempo. Somos el tiempo vivido con esas almas especiales. Somos nuestros vínculos. No son las paredes las que nos contienen, sino las historias. No es ningún espacio el que nos define, sino las almas a las que nos atamos en el tiempo. Las que siempre nos esperan con un abrazo que abriga, en el silencio cómplice que lo dice todo.
*El Rabino Alejandro Avruj es Rabino de la Comunidad Amijai y Vicepresidente de la Asamblea Rabínica Latinoamericana del Movimiento Masorti. @rabaleavruj en Instagram y TikTok.
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