Subió al palco con su ropa de trabajo porque es gomero, como lo era su papá, Antonio Cepeda, y venía del trabajo. Yo no había podido hablar con él, con Gabriel Antonio, para escribir mi libro, Masacre en el comedor, sino con sus hermanas Alejandra y Carolina, que me contaron que él, el hijo varón de Josefina Melucci, resultó el más afectado por la muerte de esta señora, a la que todos recuerdan como una persona muy alegre y solidaria, que tuvo la mala suerte de estar almorzando con una amiga policía hace exactamente cuarenta y seis años justo donde estalló la bomba vietnamita dejado por un agente infiltrado de Montoneros.
“Es la primera vez que hablo de esto ante cualquiera; ya sea hermanos, amigos, o ante mí mismo. La falta de mi madre cambió todo”, contó Gabriel Cepeda ya de entrada con voz potente. “Nunca pensé que alguien pudiera estar pasando lo mismo que yo. Hoy, ya mayor, sé que somos veintitrés las familias que compartimos esta terrorífica realidad”, agregó.
Aquel viernes 2 de julio de 1976, cuando murió su mamá, que era empleada de la empresa estatal YPF, él tenía diez años.
Hace unos días, una de sus hermanas, Alejandra, me contó que ellas siempre se preguntaron por qué Gabriel cerraba la gomería a las cuatro y media en punta, todos los días, y se iba a su casa, que es la misma donde vivía la familia Cepeda, en el límite entre Villa Urquiza y Belgrano. “El otro día nos contó que él siempre está en su casa antes de las 17 porque a esa hora llegaba mamá del trabajo”. Nunca se los había confesado.
Una de las cosas que más me llamó la atención cuando reunía información para este libro fue la reticencia de las familias de las víctimas y de los heridos —ciento diez personas— para contar qué les había pasado. Estaban encerradas en su propio dolor, en su propia frustración; invisibilizadas; acostumbradas a sufrir en silencio y en soledad.
Pude comprender por qué estaban tan reticentes recién después de publicado el libro, cuando el atentado más sangriento de los 70 saltó a la luz y las víctimas encontraron un ambiente más propicio para soltar las penas causadas por la bomba vietnamita dejada en una silla, dentro de un maletín negro.
El fallo del mes pasado de la Sala de la Cámara Federal que ordenó a la jueza federal María Servini de Cubría que vuelva a investigar la voladura del comedor policial completó un panorama que abre una esperanza de justicia para las víctimas, sus familiares, amigos y compañeros de trabajo.
Todo eso se notó en las palabras de Cepeda y de los otros familiares que hablaron en el acto de hoy, en el palco improvisado en la calle Moreno al 1400, de espaldas al edificio donde funcionaban el comedor y la Superintendencia de Seguridad Federal.
No tengo idea de cómo terminará esto, si habrá o no justicia para estas víctimas. Como periodista, mi norte es la verdad, y hoy siento una cierta alegría al comprobar que la verdad sirve también para que las víctimas liberen sus penas y sientan que no están solos en su dolor.
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