Hay mucha gente con más méritos que yo para escribir sobre ella, muchos que la conocieron más y la disfrutaron de más cerca. Yo era apenas una groupie de Ángeles Salvador. Alguien que, como tantos, leyó con la respiración cortada su primera novela sin poder soltarla para volver a tomar aire hasta llegar a la última página. ¿Quién era esa mujer capaz de develar la intimidad femenina con tanta ironía y a la vez con tanta nobleza? ¿De dónde había salido la voz aguda de esa peluquera de los años noventa que podía contar lo profundo y lo ridículo de la existencia sin pelos en la lengua?
El papel preponderante del oxígeno (2017) me atrapó porque narraba una época, la de la orgía de sexo y consumo del menemismo, pero sobre todo porque nos contaba a nosotras: la subjetividad, la inteligencia y la vulnerabilidad de “una sombra temblando en una pantalla olvidada, de un cachorro hembra con los ojos grandes”, la que nos hace olvidarnos hasta de nosotras mismas para empezar “con los tipos otra vez”; también la resiliencia que nos fuerza a no sentir miedo de nuestro cuerpo ni del destino para bajar hasta el fondo y ser valientes, pese a todo.
Cuando en septiembre del año pasado Hinde Pomeraniec me preguntó si quería entrevistarla, pegué un grito: al fin la iba a conocer. Los periodistas podemos darnos a veces el lujo de entrevistar a las personas que admiramos, pero yo no iba a ir como periodista a esa nota, sino como groupie. Estaba leyendo La última fiesta cuando murió mi madre. Ese día mis amigas me llevaron a un café para hacer tiempo en medio de los trámites. Yo me secaba las lágrimas y me sonaba los mocos para leerles párrafos del libro de Ángeles.
Su Stella tenía la edad de mi vieja cuando la fiesta para pocos de fines de los noventa terminó en tragedia, y me recordaba mucho a ella: el sacrificio personal, el compañerismo y la entrega por un hombre que se había construido sobre su amor y sus ambiciones y que, cuando cayera, iba a arrastrarla con él inexorablemente. El dilema moral entre vivir abnegada o liberarse.
Pero también tenía mucho de nosotras: mujeres de más de cuarenta que cuando empezamos a sentirnos un poco menos inseguras sobre quiénes éramos, tuvimos que aprenderlo de nuevo. Mujeres ante el desafío tremendo de perder lo que nos define, un marido, el trabajo de siempre o la rutina de la puerta del colegio de los chicos y, por encima de todo, nuestro poder de seducción. La seducción que había sido un arma tan inefable como certera frente al poder de los tipos, derritiéndose frente al espejo entre cremas y capas de maquillaje, o descubierta otra vez en un vestido que ya no podíamos ponernos. La seducción que antes manejábamos con torpeza y, ahora que nos habíamos acostumbrado, nos obligaba a llenar nuestras charlas de botox, dietas y hialurónico.
“Creí que era mujer por la textura del recuerdo”, cita a Fernando Cabrera en el epígrafe de La última fiesta. Ángeles escribió a una heroína de 50 años que contrataba a una puta para animar su cumpleaños y se hacía pis encima en los peores escenarios. Una heroína que le abría las piernas con asco a un señor impresentable –no para las amigas o el ex marido, “impresentable para contárselo a la psicóloga”–, sólo para experimentar el placer “de no sentir reciprocidad, ni dependencia, ni el tiempo correr, ni tener que dar nada a cambio porque el cambio sos vos”. Era patético, como muchas veces son patéticas nuestras vidas, y era maravilloso que ella pudiera decirlo sin metáforas. Y me hacía reír a carcajadas en medio del duelo de mi madre, que era también el de mi juventud y del mundo que había conocido.
Pude decirle a Ángeles que su novela fue mi tabla de salvación en esos días en que nada parecía tener sentido. Igual que en sus novelas, todo era real y al mismo tiempo absurdo. La entrevista pautada se demoró más de un mes, fue la primera que hice al volver de la licencia. Y fue una fiesta. Tan ambiciosa que no podía creer que ella y mis editores la aceptaran. No fui como periodista, ni siquiera como fan, fui como una Kathy Bates en Misery, obsesionada por la trama y los secretos de la autora argentina que más me había conmovido en los últimos años.
Le propuse –a través de Gustavo Kogan, su amoroso agente de prensa– un plan improbable: recorrer los lugares que habían quedado en pie después de la caída, esos que le daban verosimilitud a la historia de su heroína; Selquet, Pizza Cero, La Brigada, Tomo I, el Hotel NH, el Claridge, el Sheraton, las calles y plazas de la Recoleta. No podía creer cuando me respondió que le parecía genial, y que si había que ir a Punta del Este –escenario de la fiesta trágica de Stella–, también estaba. Nos encontramos una mañana muy temprano en Selquet y nos despedimos a las cinco de la tarde casi como si fuéramos amigas. Se entregó como su Rose a mis preguntas y la literatura fue una excusa para hablar de su vida, a la que le huía con elegancia en sus textos, como si necesitara ampararse por un rato en el refugio de la ficción.
Pero la vida de Ángeles podría ser una fábula feminista. Triste, brillante, demasiado breve para todo lo que podría contarse. La de una mujer que dueló a la abuela que la había criado mientras paría a su hija mayor; la de la actriz que se inventó de nuevo al separarse, por ella y por sus hijos, para dejarles algo y para decir “Yo existo”. La de la escritora “tardía” que publicó su primera novela cuando ya había pasado los cuarenta años porque encontró una forma de expresión que le permitía estar cerca de sus chicos cuando no tenía sostén económico ni de ningún tipo.
“No existe la verdad personal –dice su Stella en La última fiesta–. Lo que existe es el detector de mentiras”. Ángeles era honesta hasta en eso, por eso sus novelas son tan potentes. No fingía nunca el dolor ni el humor ni el placer de sus personajes, ni siquiera el autoengaño. Nada en ella era impostado. Mientras otros fabrican historias para venderse, ella renunció a narrar la suya por pudor y para preservarse aunque sea un poco de los fantasmas reales.
Tenía miedo de la muerte. Un miedo “total, desesperante”, que le atravesó los sueños justo en el momento en que se sentía más libre. “Era un miedo tremendo porque mis hijos eran muy chicos y mi mamá murió de lupus cuando yo tenía 13 años –me dijo mientras comíamos margherita en Pizza Cero–. Entonces, ¿por qué no me iba a morir yo, si las madres se mueren? En mi historia, las madres se mueren aunque tengan chicos, aunque le hagas promesas a Dios y a María Santísima, aunque prometas que vas a ir de rodillas a donde sea; se mueren igual”. Se negaba a repetir la historia, y en parte lo logró: le ganó ocho años al destino y en el camino publicó dos libros perfectos, su legado para ellos.
Y es que haberse convertido en escritora tenía que ver también con su salud, con el trasplante de riñón al que tuvo que someterse en 2016 y con esa situación que puso su vida en jaque. “Ahí se juega la idea de la trascendencia –me dijo–. Yo sentía que no tenía nada para dejarles a los chicos, entonces aunque sea dejarles eso, un libro escrito, también era importante para mí. Desde un lugar quizá narcisista, porque quería ser la mejor madre posible”.
La suya podría ser una saga sobre la maternidad contada en tres generaciones: su abuela fue una madre soltera que a su vez era huérfana, porque su madre murió en el parto. Se había enamorado de un director de orquesta paraguayo que se borró después de darle el apellido a la madre de Ángeles. Era mucama y vivía en la casa de los patrones, que fueron los padrinos de su hijita y la mandaron al colegio y la universidad. Pero esa hija educada y amada, que había logrado un ascenso social enorme, murió demasiado joven y la abuela y sus nietas se quedaron solas. Ángeles no hablaba tanto de su propia soledad, sino de la de la mujer que las había criado a ella y a su hermana. Pero la maternidad en su historia también era una falta desoladora.
Por eso no se animaba a hacer el personaje de una madre aunque tuviera tres hijos y fuera de acá para allá con los chicos: “Podría hacer la vida cotidiana de una mamá perfectamente, pero no sé si estoy lista para indagar en el tema. Hay algo de escaparle a la autoficción, porque abordar la maternidad cuando tenés tres hijos no te permite correrte de vos. Y a la vez, sí, es una ausencia”.
Hoy lloré leyendo en La Agenda la despedida que escribió para ella su hija Francisca: “Aparecen imágenes que nunca vi. Te imagino en el hotel de Once en el que trabajabas cuando éramos chicos, acostada en la cama los sábados que íbamos a lo de papá, escribiendo en la computadora tu primer libro en los pocos momentos tranquila, caminando por la calle, sola, esa cosa tan común y que a los hijos se nos hace tan inconcebible de las madres. Primero te veo sola, respirando, y después me agrego yo, tal vez porque ese fue el orden de las cosas”.
Me dijo uno de sus maestros que es “un talento descomunal a los 17 y seguirá ella lo de la madre”. Y claro, si las mujeres estamos y estuvimos para hacer que la historia siga adelante; la saga continúa. Tal vez sea Francisca la que la escriba. Por lo poco que llegué a conocerla y lo mucho que la admiraba, no tengo dudas de que ese “Fuiste la mejor mamá del mundo” con el que su hija cierra su elegía sería lo único que le importaría llevarse a Ángeles de esta tierra.
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