Para situarnos, son las diez de la mañana en Roma de un lunes normal de primavera. Pasaron ya unos días desde la última vez que intercambié mensajes con un amigo que conocí en Mar del Plata años atrás. Este amigo, con el que no hablamos habitualmente, me envió un mensaje esa madrugada en la que me contó que, con tiempo y distancia, asumió su sexualidad. Me dijo que escribirme y contármelo se sintió oportuno porque hacía tiempo atrás, también de algún modo, este tema lo habíamos hablado pero nunca con certeza.
Es moneda corriente, digamos, en una generación como la nuestra, que nació y creció en democracia, tener certezas a la par de miedos a la hora de preguntarse, de asumirse y de reconocerse. Somos, al fin y al cabo, una generación treintena, alimentada del neoliberalismo de los noventa, con mucha información mediática generada por personas que no nacieron ni crecieron en democracia, ni tampoco adaptados a un mundo que cambiaba su paradigma a una velocidad par a la revolución tecnológica. Seguramente tenemos recuerdos que si los ponemos al día de hoy más que pensarlos anticuados merecen ser denunciados.
Esa generación, nuestra generación, creció de todos modos con muchas ilusiones y muchos ejemplos que, a su vez, habían cobrado fuerza gracias a personas que se atrevieron mucho tiempo atrás a decir simplemente lo que sentían. A decirlo, insinuarlo, y tener la valentía de defenderlo a pesar de todo.
Las nuevas generaciones son distintas, en algún punto a las personas que vivimos la década de los treinta, nos generan cierta envidia por el coraje y la firmeza con la que enfrentan su presente. Pero también ese presente es producto de nuestro impulso, de nuestro trabajo y de nuestra convicción. Nos encontramos en ese punto, en la voluntad de pensarlo todo.
Hoy con este amigo compartimos hemisferio, uno distinto al que nacimos. Salimos de la misma ciudad, nos descubrimos en movimiento y tuvimos que aguantarnos cualquier barbaridad por parte de quienes nos instruyeron el deber ser de otro momento. Al día de hoy lo seguimos aguantando, seguramente, porque a nadie que procesó su libertad le resulta ajeno lo que le pasa a la otra persona.
Quien se descubre, quien tiene las herramientas y se afirma, tiene un compromiso con eso y hacia quien aún no puede lograrlo por la razón que sea. Nadie, estoy seguro, pasa por alto la agresión, el rechazo y la violencia.
La libertad, asumir la sexualidad, a esta generación le costó y le cuesta un poco más que a las nuevas y eso es una buena señal. La propia naturaleza de los problemas que hoy enfrentamos como colectivo nos demuestra que el camino es el correcto.
Es verdad que todavía hay mucho por hacer y por construir. Pero hoy es un día de memoria y de alegría, para llenar las letras de purpurina para que brillen aún más, todavía, las verdades sobre la libertad y los derechos humanos.
Aún hoy, todavía alguien sufre la discriminación, la represión y la violencia. Y aún hoy, todavía alguien toma la posta y defiende los derechos humanos de las personas que elegimos y creemos en la libertad. Alguien escribe un poema de amor en medio de la censura y se atreve a ponerle acordes y hacer música. Alguien atiende con mucha empatía en una guardia de un hospital a una persona víctima de la violencia homófoba. Alguien se besa con otre delante de los que prohíben. Alguien en una escuela pasa lista y dice el nombre que se elige y con el que se identifica. Alguien levanta las banderas de un sindicato que defiende y apuesta a entornos laborales inclusivos. Alguien disrumpe la estructura en minúsculos espacios y crea una grieta en un muro donde se da lugar a lo verde. Alguien aún cree y sigue, y se pregunta, y se busca, se entiende y se descubre y tiene con quien hablarlo.
Tendremos todos los días y todas las noches para seguir combatiendo por el amor alegremente. Pero este 28 de junio, en el día internacional del orgullo, nos merecemo, todes seguir creyendo fehacientemente que, no importa cuándo, el amor siempre vence al odio.