La madre de Nora Ephron solía repetirle una frase: “Todo es una copia”. Ante cualquier microtragedia personal, un chico que no la sacaba a bailar en una fiesta o un vestido con el dobladillo descosido, cualquier cosa que pareciera lo peor que pudiera pasarle, la señora Ephron decía: “Todo es una copia”. La propia Nora lo cuenta al inicio del documental con el mismo nombre en el que su hijo, el periodista Jacob Bernstein, la retrató con amor y franqueza en 2015, a tres años de su partida.
Este domingo se cumple una década de su muerte y de la agonía silenciosa de la mujer que se animó a hablar de todo, hasta de lo que era indecible en su época, como el placer femenino, pero eligió callar sobre la enfermedad por la que finalmente perdió la vida: la leucemia.
“Mi madre fue una escritora, yo también lo soy pero uno de una clase muy distinta. Soy periodista, mi trabajo es correrme de la ecuación. Ella era ensayista y guionista y su vida entera se convirtió en su mayor inspiración”, dice Bernstein en Todo es una Copia (disponible en HBO). Jacob es uno de los dos hijos que Ephron tuvo con Carl Bernstein, el periodista que junto con Bob Woodward destapó el caso Watergate.
Se conocieron en una fiesta de intelectuales en 1975, cuando ella ya era una respetada columnista de Esquire. En el documental cuenta que cuando le preguntaron de qué quería escribir no lo dudó ni un minuto: “¡De mujeres!”. Nadie escribía entonces con humor en los medios sobre lo que estaba pasando con el movimiento feminista, en realidad, nadie escribía demasiado sobre el tema en los medios porque tampoco había demasiadas columnistas mujeres.
Nora tomó la posta: hablaba sobre la interna entre el huracán glamoroso que eran Gloria Steinem y Bella Abzug, y una Betty Friedan corrida de escena y harta de ser “la madre de todas”, pero sin voluntad de soltar a un movimiento que consideraba suyo (como se ve en la serie Mrs America). Y lo hacía con gracia, una gracia despiadada. Hablaba sobre el drama de tener las tetas chicas (la única prueba absoluta de de feminidad para una preadolescente atlética, ambiciosa, competitiva, ruidosa y con ideas propias; cuando a eso se le llamaba ser varonera). Hablaba sobre el snobismo del omelette de claras y la utilidad del teflón. O sobre el “mantenimiento”, es decir, todas esas cosas que necesitamos hacer las mujeres para poder salir de nuestras casas “sabiendo que si vas al supermercado y te encontrás con el tipo que una vez te rechazó, no vas a tener que esconderte detrás de la góndola de comida enlatada”.
Sus columnas eran inteligentes y honestas, serias pero de un modo cómico y malicioso, con una voz moderna y neoyorquina, aunque Ephron, nacida en el Upper West Side el 19 mayo de 1941, hubiera crecido en Beverly Hills junto a sus tres hermanas y sus padres guionistas (con créditos en una veintena de clásicos, como Papaíto Piernas Largas).
El cuento sobre cómo se conocieron Henry Ephron y Phoebe Wolkind también es gracioso, porque fue guionado por ellos mismos y repetido infinidad de veces en la mesa familiar. Se vieron por primera vez en una fiesta en Hollywood y él la invitó a salir. Para el final de la primera cita, le pidió: “¿Te casarías conmigo?”, y la madre respondió: “¿Puedo leer tus trabajos?”. Esa era la señora que le inculcó a sus hijas que todo es una copia, una mujer con una carrera en tiempos en que eso era una rareza, la misma que reciclaba con su marido las escenas cotidianas de sus vidas en guiones de películas. Si Nora o sus hermanas decían algo simpático o inteligente, el padre les indicaba: “Esa es una buena línea. Escribila”. Todas las chicas Ephron fueron escritoras.
Para cuando conoció a Nora, Carl Bernstein también era una celebridad, venía de ganar el Pulitzer por la historia que había volteado a un presidente y era encantador y brillante y feroz, como ella. Los dos estaban divorciados y se enamoraron completamente. No tardaron en convertirse en una de las parejas más influyentes de fines de los setenta. Se fueron a vivir juntos a meses de conocerse y se casaron un año después. Nora se mudó a Washington y tuvieron a Jacob.
Años después contaría que desde el principio estuvo convencida de que el matrimonio no funcionaría: se había casado en un acto de amor romántico, creía que el amor siempre se termina y que alguien saldría decepcionado tarde o temprano, así que, pese a todo, ¿por qué no intentarlo?
De la mano de Bernstein, la entonces periodista volvió –casi de casualidad–, al mundo del cine que había conocido en su infancia. El y Woodward no estaban conformes con la primera versión de Todos los hombres del presidente (1976), por lo que lo reescribió con su mujer. Ella contaría tiempo después, que aunque ese guión jamás se usó, le sirvió para aprender y ponerla en la mira de los estudios de Hollywood.
Jacob apenas caminaba y estaba embarazada de Max, su segundo hijo, cuando descubrió que Carl tenía un romance con otra (no una cualquiera, sino la presentadora de la BBC Margaret Jay, mujer del entonces embajador británico), y además estaba enamorado y ¡lo sabía todo Washington! Pero Nora había aprendido que todo era una copia, y no quería que la vieran rota. Su dolor no era diferente al de otras. Se instaló con sus hijos en casa de su editor, y durante meses lloró y escribió con humor.
Es fácil reconocer en su historia el argumento de Heartburn (1986), el bestseller que luego adaptó en la película protagonizada por Meryl Streep y Jack Nicholson, quizá una de las más amargas y románticas sobre una pareja que se divorcia, y sobre la humillación pública que implicaba entonces la separación para una mujer que apenas había tenido resto para criar sola dos chiquitos mientras hacía esfuerzos para mantener su trabajo. Para ella misma y para muchas otras mujeres nacidas en el baby boom y criadas para “tenerlo todo”, aunque tantas veces eso se pareciera a una trampa, Heartburn hizo algo sin precedentes: las corrió del lugar de víctimas arquetípicas y les dio voz propia. Una voz aguda, divertida y capaz de reírse de sí misma.
En un discurso que dio en 1996 ante las graduadas de Wellesley, la universidad para señoritas en la que se recibió de politóloga en 1962 (“hace tanto que para hacerte un aborto tenias que ir a una estación de servicio y dejar que te llevaran a un hotel con los ojos vendados para operarte, hace tanto que echaron a tres compañeras por ser lesbianas, hace tanto que en mi clase solo había cinco asiáticas y tres negras”, bromea con la dosis justa de acidez y denuncia), dice que el peor escenario en su época era “que nadie se casara con vos y tuvieras que trabajar”. Por las dudas, en caso de que todo saliera mal, había que dar las materias del profesorado. “No se suponía que íbamos a tener un futuro, ni opiniones, ni ideas, se suponía que teníamos que casarnos con eso. Si te gustaba la arquitectura, tenías que casarte con un arquitecto”, se ríe. Y la universidad existía para que las chicas evitaran los extremos, que no fueran ni tontas ni libertinas, sino damas capaces de tomar la fabulosa educación que recibían y usarla en una reunión social o una comida.
“El movimiento de mujeres hizo juicios duros sobre esas mujeres que nunca pretendieron ser las heroínas de sus vidas, sino las primeras damas en la vida de hombres importantes. El movimiento de mujeres también marcó una gran diferencia, y ustedes son las afortunadas beneficiarias –sigue Ephron en un video aún disponible en youtube, y siento que me habla–. Pero la resistencia al cambio es enorme: la brecha salarial no cambió en nada. En el negocio de las películas, somos muchas más las directoras, pero sigue siendo tan difícil como hace treinta años contar una historia sobre nosotras. En las películas nominadas al Oscar este año sólo hay putas y monjas. Que no las engañen, todavía persiste el antagonismo contra las mujeres. Todos te dicen ‘no lo tomes como algo personal’, pero yo les ruego que lo tomen personal. Cada ataque a Hillary Clinton es personal, el veredicto del caso OJ Simpson es un ataque a todas”.
En ese discurso, también les dice a esas graduadas que ellas sí deben ser las heroínas de su vida y no las víctimas: “Ustedes ya no tienen coartada, a diferencia de nosotras, no pueden decir que nadie les dijo que había opciones. Claro que pueden tenerlo todo, es complicado, es un lío, pero abracen el lío y las complicaciones. Siempre se puede cambiar de idea: yo tuve cuatro carreras y tres maridos. Espero que no elijan ser unas damas, que rompan las reglas, que hagan lío, y que parte de ese lío sea en nombre de otras mujeres”.
La escucho y pienso cuánto de eso pregnó en la cultura de todas las mujeres que crecimos con sus películas, esas películas que gracias a ella por fin contaban nuestras historias, que eran antes la suya. Ephron puso lo universal de su vida a disposición de su obra y logró que miles nos identificáramos con ella. “Hombres y mujeres y cómo se relacionaban entre sí. Eso era lo que mejor sabía y lo que mejor hacía”, dice en el documental Rob Reiner, director de Cuando Harry conoció a Sally (1989), la película cuyo guión consagró definitivamente Ephron y la que marcó la educación sentimental de la mayoría de las adultas de hoy. La película que tantos recuerdan por la escena del orgasmo en el restaurante: un orgasmo de una mujer que aseguraba que tenia buen sexo y también que podía fingirlo. El derecho a gozar (o no) de una mujer –e incluso de la señora mayor que le ordena al mozo lo mismo que pidió Sally– retratado con verdad y humor en el cine fue una divisoria de aguas.
“Entendía el amor”, dice Meryl Streep, su amiga y alter ego –junto a Meg Ryan– en la pantalla desde Silkwood (1983), su primera película. Siguió demostrándolo en otras como Sleepless in Seattle (1993), You’ve got mail (1998) y Hanging up (2000), con Ryan, Diane Keaton y Lisa Kudrow, en la que coescribió con su hermana Delia su propio duelo ante la enfermedad y la muerte de su padre alcohólico –como su madre, que murió de cirrosis–. Por ellos se hizo directora: había visto de cerca la decadencia de dos guionistas sin poder de decisión. Alguna vez escribió: “Una de las mejores cosas de dirigir películas, al contrario de sólo escribirlas, es que no hay confusiones sobre a quién culpar, porque esa persona sos vos”.
En su discurso de Wellesley también cuenta que fue ella la que en realidad viajó como su Sally Albright (Ryan) a Nueva York para convertirse en periodista y “que le pasara algo”. La línea en la que Harry Burns (Billy Cristal) le responde que podría no pasarle nada, no conocer nunca a nadie y morir sola y que la descubran por el olor, revela en realidad los propios miedos de Ephron. Miedos que no podía permitir que la paralizaran, por eso de que no eran sólo de ella, si todo era una copia.
Después de su muerte, el 26 de junio de 2012, su hijo Jacob comenzó a preguntarse por ese mantra heredado al que su madre le hizo honor casi hasta el final. ¿Realmente creía en eso? ¿Dónde estaban los límites para ella? ¿Cuál era el costo de contar todas sus experiencias en forma de ensayos, libros y películas? Su hermana Delia la cita en el documental: “¿Qué más hay para decir de mí? Ya lo dije todo”. Pero también entiende que eso nunca puede ser cierto. “Podés pensar que sos la única capaz de contar tu historia, pero siempre hay otras miradas, otras versiones sobre vos aparte de la tuya”, concluye ante su sobrino.
Del relato colectivo surge el perfil de una mujer que fue la heroína de su propia vida; más que una guionista, una escritora de bestsellers o una directora de cine, Nora era todo eso. Era divertida, inteligente y sexy sin proponérselo, todo lo que una chica quería ser. Y era un ícono feminista, porque rompió todos los techos de cristal en su camino y lo contó cada vez. Pero cuando son otros los que cuentan su vida, también aparece otra Nora fuera de guión: es cierto que era graciosa, pero también era mala. Podía ser muy mala, y había que aguantarla, justamente porque era graciosa. Era honesta, pero temida, y estar a su alrededor –hasta para un genio como Steven Spielberg, según él mismo reconoce en el documental de Bernstein– era buscar su aprobación. El modo Dorothy Parker que crecimos admirando.
Y es que esas son las mujeres que nuestra generación tomó como modelos: las que sobrevivían, las que como eran más malas (y más graciosas) que el resto, podían camuflarse en el mundo de los tipos para disfrutar de algunos de sus privilegios. Nora, dicen, era dura y ambiciosa –aunque esa sigue siendo una categoría usada para cargar contra las mujeres que no se conforman–, y la verdad es que no habría tenido nada de no ser así. Pero también es cierto que, aunque siga habiendo trabas, nosotras, como decía ella, ya no tenemos coartada. Ya no deberíamos necesitar actuar según las reglas de un mundo de varones, sino ser parte de ese mundo con nuestras propias reglas.
Su heredera natural, Lena Dunham, fue elegida por la propia Ephron. Le escribió un año y medio antes de morir para decirle que le había encantado Tiny Furniture (2010), su ópera prima, nada casualmente semiautobiográfica. La creadora de Girls escribió después en el New Yorker –uno de los medios en donde Ephron fue columnista– que la razón por la que quiso hacer películas fue haber visto This is my life (1992) cuando estaba en la escuela primaria. “Nora amaba las imperfecciones y la complejidad de ser mujer. No era del tipo de feminista que te dice ‘quemá tu corpiño’, ni tampoco te iba a decir que escondieras tus ansiedades. Pudo decir: ‘Quiero todas las cosas que se supone que le gustan a las mujeres, y también odio todas las cosas que se supone que le gustan a las mujeres”.
Ni Dunham ni ninguno de los amigos más cercanos de Ephron sabían que estaba tan enferma. Sus rupturas sentimentales, las indignidades de envejecer, sus miedos más íntimos; había sido capaz de transformar todo en comedia, ¿por qué no compartió su enfermedad con nadie? En el documental se esboza una teoría: quizá porque era la única historia que no podía –que no pudo– controlar. “Tenía eso de que no quería que la vieran lloriqueando –citan en su obituario del New York Times a una de sus íntimas–. No le gustaba la autocompasión”.
Si le gustaba en cambio la buena vida y que se la asociara con eso. Cosas como ir dos veces por semana a la peluquería, porque era mucho más barato que la terapia, o ser anfitriona de fiestas para la crème de la cultura neoyorquina, de Joan Didion a Gay Talese. “Podías llamarla por cualquier cosa: médicos, restaurantes, recetas, discursos o sólo algunos chistes, y todos lo hacíamos todo el tiempo. Era un experta en todos los departamentos del buen vivir”, la recordó Streep.
Su último libro, I Remember Nothing (No me acuerdo de nada, una compilación de ensayos en donde al igual que en I feel bad about my neck –2005– se ríe de las indignidades de la vejez) concluye con dos listas, una, de las cosas que dice que no va a extrañar y otra, de las que sí. Donde quiera que esté, sabemos que no extraña la piel seca, ni al juez de la Corte Clarence Thomas, ni el sonido de las aspiradoras ni los paneles sobre “Mujeres del Cine”. Pero sí extraña a sus hijos y a Nick (el escritor Nicholas Pileggi), su último marido. También darse un baño, entrar a Manhattan desde un puente y los pasteles. Es algo gracioso: la traducción de Heartburn al castellano es tan caprichosa como acertada para una necrológica, “Se acabó el pastel”. Pero, como decía uno de sus personajes: “No se rían, esta es mi vida”.
Haber logrado transitar en privado su último acto en una era en la que ya todo había comenzado a exponerse, de lo más íntimo a lo más superficial, no parece caber bajo el mandato materno. Ephron cuenta en el documental que terminó por entender lo que quería decir su madre con aquello de que todo es una copia: “Cuando pisás la cáscara de una banana y te resbalás, la gente se ríe de vos, pero cuando lo contás es tu risa, así que te convertís la heroína en vez de en la víctima”. Eso fue lo que hizo Nora Ephron con todas sus tragedias, las convirtió en comedia. Y hasta que ya no pudo reírse de sí misma, funcionó. Para ella y para todas las que crecimos riéndonos con sus historias y haciéndolas propias como si no pertenecieran a una mujer absolutamente única.
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