Cuando este 20 de junio se conmemore el Día Mundial de los Refugiados, lo haremos sabiendo que el panorama no solo es mucho más desolador de lo que fue hace un año, sino que todavía puede empeorar más de no mediar un coordinado esfuerzo internacional para evitarlo. El desplazamiento masivo por la guerra en Ucrania y los efectos colaterales del conflicto sobre los precios y faltantes de alimentos y energía multiplica la escala del daño que impacta con más fuerza sobre los más vulnerables y puede desatar mañana nuevos desplazamientos. Si a eso le sumamos otros factores expulsores como los desastres socio-ambientales, como evidencias inobjetables del cambio climático, el futuro se aproxima signado por la incertidumbre.
El último informe anual de Tendencias Globales de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) es inquietante. No solo porque consolida una escalada de una década en el número de personas desplazadas por la fuerza sino porque esas estadísticas —hasta diciembre de 2021— dejan fuera al capítulo ucraniano que ya forma parte de nuestra tragedia diaria. Las mismas autoridades de Naciones Unidas lo aclaran: el número de 89,3 millones —un 8 por ciento superior al de 2020 y el doble de 2012—supera la barrera de los 100 millones de personas si se añade lo que ocurre en aquella parte de Europa hasta mayo de este año.
Es el número de personas desplazadas por la fuerza de mayor magnitud y rápido crecimiento desde la Segunda Guerra Mundial si se piensa que en poco más de cien días de guerra, unas 7,5 millones de personas cruzaron las fronteras de Ucrania para salvar sus vidas y otras tantas se vieron forzadas a moverse internamente para huir de la violencia. El grueso de quienes abandonaron bajo estas condiciones su tierra cruzaron a Polonia (3,9 millones), la Federación de Rusia (1,1 millones), Hungría (764 mil), Rumania (642 mil), Eslovaquia (501 mil), Moldavia (498 mil) y Bielorrusia (16 mil).
A esta altura, pocos dudan ya que hablamos de una violación manifiesta de la Carta de Naciones Unidas y un acto de agresión que es un crimen según el Derecho Internacional y por el cual todos los involucrados deberán rendir cuentas, acorde a su responsabilidad personal, individual y colectiva. Pero a la vez, el drama de esta emergencia global que hoy parece monopolizar su atención en este escenario del Este europeo, nos interpela en dos niveles: qué podemos hacer para aliviar el dolor de esas historias que engrosan las estadísticas y por qué no podemos olvidar tantas otras que hoy parecen relegadas a un segundo plano frente al drama ucraniano.
El 7 de marzo último, el gobierno nacional anunció que concedería permisos de ingreso y permanencia en Argentina por razones humanitarias a personas afectadas por el conflicto en Ucrania, acorde a la Disposición 417/2022 de la Dirección Nacional de Migraciones. Desde entonces, como Amnistía Internacional Argentina participamos de una serie de reuniones con Cascos Blancos y Cancillería y otras organizaciones de la Red Argentina de Apoyo al Patrocinio Comunitario con el fin de coordinar esfuerzos para su admisión. El trabajo tuvo sus frutos y pudimos contribuir al feliz desenlace de uno de tantos casos urgentes, el de Alla Shaforostova y su familia.
El 13 de marzo nos enteramos de la pesadilla que atravesaba una de las hijas de Alla y su nieta en Ucrania. Alla había dejado su país en 2015 con sus dos hijas y su nieto por la guerra del Dombás pero una de ellas, Larysa, decidió volver a reencontrarse con su pareja. Entonces, nació Sofía, la hija de ambos. Cuando estalló la guerra con Rusia, en febrero de este año, perdieron su trabajo primero y luego, a medida que escalaba el conflicto, huyeron hasta la frontera con Rumanía. El frío y los escasos alimentos enfermaron gravemente a la pequeña, que tuvo que ser medicada. Recién el 17 de marzo, cuando pudieron abandonar el país, lograron presentarse en los consulados de Argentina y Ucrania para tramitar la documentación faltante para su viaje.
Desde entonces, colaboramos con organismos estatales y organizaciones internacionales como el Comité Internacional de la Cruz Roja y la Cruz Roja Argentina y acompañamos los procedimientos migratorios de acceso a territorio para la reunificación familiar y el visado humanitario hasta que la familia de Alla pudo acceder a los permisos necesarios dos meses más tarde. También desbloqueamos fondos de emergencia para permitir que todo el proceso se completara. Las personas ucranianas carecen, en su mayoría, de pasaportes y quienes los tienen vencidos no pueden renovarlos, por lo que los trámites son complejos. Finalmente, el domingo 22 de mayo recibimos a la hija y la nieta de Alla junto a ella en Ezeiza.
Hoy, esa familia pudo reunificarse gracias al compromiso de la Argentina de compartir la responsabilidad con la comunidad internacional para demostrar solidaridad con la población desplazada de Ucrania. No obstante, hay millones y millones más que necesitan de la cooperación de la comunidad global para salvar sus vidas. Y no solo provenientes de Ucrania. Las estadísticas son elocuentes y desde Amnistía Internacional Argentina estamos convencidos que podemos y debemos hacer más, frente a un drama de dimensiones inéditas.
El patrocinio comunitario de personas refugiadas, que se implementó en la Argentina a través del Programa de Visado Humanitario para personas afectadas por el conflicto en Siria, amplía las posibilidades de integración local de la población acogida. Esa fue una experiencia clave para poder pensar la colaboración de Argentina en esta crisis. Los visados humanitarios permiten responder rápidamente ante situaciones urgentes, como la que sucede hoy en Ucrania. No obstante, es importante pensar a largo plazo la situación de las personas que ingresan al país a través de este medio y su proceso de integración local. El Estado argentino, por su histórico papel en estas agendas, puede ser un actor clave.
Hemos visto, en paralelo, cómo la Unión Europea habilitó el ingreso de los ciudadanos y las ciudadanas de Ucrania sin visado por un período de 90 días bajo el paraguas de la denominada Directiva de Protección Temporal (TPD), creada en 2001, a raíz del conflicto en la antigua Yugoslavia. Sin dudas, se trata de una herramienta útil para garantizar la asistencia adecuada a todas las personas que huyen de un conflicto o de una violencia endémica al mismo tiempo que brinda a los sistemas nacionales de asilo y recepción el tiempo para organizarse. Pero al mismo tiempo es clave que estas facilidades no excluyan a otras personas en necesidad solo por provenir de un origen diferente. Después de todo, proteger a las personas en peligro no es solo un imperativo legal sino también moral y esto se extiende a la obligación de tratar a todos los solicitantes de asilo por igual, independientemente de su origen y antecedentes.
Ucrania puede ser el drama más visible pero no es el único que vive el mundo. Acorde a la ONU, 23 países experimentaron conflictos de intensidad media y alta en 2021: la población combinada de todos ellos asciende a unos 850 millones de personas. De hecho, el 69% de las personas refugiadas y desplazadas en el extranjero provenían, hasta diciembre pasado, de solo cinco países: Siria (6,8 millones de personas), Venezuela (4,6 millones), Afganistán (2,7 millones), Sudán del Sur (2,4 millones) y Myanmar (1,2 millones). Y también de este lado del Atlántico se registran preocupantes violaciones de derechos humanos en otros países como Nicaragua, Haití y Honduras, que alimentan este flujo incesante de desesperación. La urgencia es global. La respuesta debe ser igual.
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