Una resolución del Ministerio de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires avivó el fuego de las disputas políticas en ciertos sectores del ámbito cultural y educativo. Según dicha resolución, tanto las comunicaciones oficiales de las instituciones como las clases que dicten los/as docentes deberán impartirse según las normas establecidas del castellano. Luego de eso, se levantaron indignadas voces de los representantes del (seudo)progresismo: según ellos, no solo no se puede “prohibir” el cambio, sino que, además, el uso del (supuesto) “lenguaje inclusivo” es una de las formas por las cuales se estarían respetando los derechos humanos, en este caso, el de la identidad de género. Este es un problema complejo que tiene muchas aristas para desplegar.
En primer lugar, debemos señalar que la función más importante del lenguaje es la de ser una herramienta para la comunicación. Tan elemental y tan básico como que, si alguien habla o escribe, otra persona debe estar en condiciones de comprender lo que escucha o lee. Eso significa que ambos debieron aprender a manejar el mismo código con las mismas reglas. Por otra parte, y dado que el uso de la lengua es una representación de la realidad y dicha realidad es variable a lo largo de la historia, la lengua es un “organismo vivo”, pues se irá transformando al compás de los cambios históricos y de las modificaciones que realicen los hablantes (de manera social, colectiva). Existen instituciones que se ocupan de registrar esos cambios para plasmarlos en gramáticas y diccionarios. Ni la RAE ni la Academia Argentina de Letras imponen a los hablantes usos determinados, simplemente fijan una normativa para unificar y facilitar la comunicación. Dicho esto, queda claro que las transformaciones de una lengua son colectivas (el alumno que escribe “vaca” con “b” no sienta precedente de cambio) y que se producen de abajo hacia arriba (desde el colectivo hablante hacia las instituciones lingüísticas y políticas).
Consecuentemente, para que los hablantes de una lengua se conviertan en hablantes competentes (o sea, puedan comunicarse con eficacia) deben aprender las normas colectivas. Los seres humanos nacemos con la posibilidad de aprender el lenguaje, cualquiera sea que nos haya tocado en suerte, pero “nacer con la posibilidad de aprender” no es lo mismo que “nacer sabiendo”. La Junta Departamental de la Carrera de Letras de la UBA emitió un comunicado en el cual, muy suelta de cuerpo señala lo siguiente: “(…) las reglas gramaticales no se aprenden mediante instrucción formal en la escuela, sino que se adquieren inevitable e involuntariamente durante los primeros años de vida gracias a nuestra constitución biológica y a partir de formar parte de una comunidad lingüística.” Según esta gente, ser un hablante competente y escribir para comunicar con eficiencia es espontáneo, se aprende por contacto. Nadie con dos dedos de frente aceptaría este presupuesto como algo serio. De ser cierto, daría por tierra no solamente con los propios objetivos de la Carrera que promueve tal comunicado, sino que debiera dar por finalizada la era de la educación y el aprendizaje, puesto que, si la lengua se adquiere de ese modo, enseñarla es innecesario. Las proporciones de esta barbarie son incalculables. En suma, si no se comunica de acuerdo con los usos colectivos y normados, no se enseña bien y si no se enseña bien, no se aprende nada, ni bien ni mal.
Más arriba mencionábamos la preexistencia de los hechos sociales que, con el correr del tiempo, adoptan representación lingüística. Es por eso que el documento de Letras señala lo siguiente: “Del mismo modo que no se puede prohibir el cambio, tampoco se puede imponer: el acto de prohibir determinados usos lingüísticos no evita que esos usos sean elegidos y eventualmente impuestos por lxs hablantes.” Siendo así, una institución política y educativa (sí, normativa también, como cualquier otra institución) incurre en dos contradicciones que no puede tapar ni con toda la verborragia del mundo. Por un lado, esconde que esa misma institución reconoció los usos políticos de la lengua y pretendió “imponer” (promover) institucionalmente en el 2019 “el lenguaje inclusivo en las producciones académicas, administrativas, técnicas y de cualquier otra índole que se generen en los claustros docentes, estudiantes, graduadxs y No docentes de esta Facultad.” Vale decir, el “uso político” es malo solo si lo lleva a cabo el adversario. Por otro lado, si los hablantes adquirieran espontáneamente los usos correctos, no habría necesidad de promover el uso de esas formas.
Pero lo más importante: el hablante colectivo para el “lenguaje inclusivo” no existe, no hay un uso mayoritario y extendido en el tiempo de esas formas. El común de la gente no se expresa así. La inmensa mayoría de los hablantes sigue utilizando la morfología que representa la realidad sexual de la especie humana: varones y mujeres. El común de los hablantes olvida que más de la mitad de la sociedad somos mujeres porque la subordinación social de la mujer es un hecho real. Habremos de batallar por lograr la igualdad social en la diferencia sexual y eso transformará luego el lenguaje.
El “lenguaje inclusivo” no existe, más allá de las escaramuzas entre diversas fracciones del personal político, porque los hablantes no lo usan; pretender imponerlo desde arriba es un acto de salvajismo para con la educación, una negación de la realidad y de los principios que los que lo promueven dicen defender.
Si los de un lado pretenden que la utilización de una morfología deformada e impronunciable constituye una defensa de los derechos humanos, como si las palabras construyeran los hechos, los otros quieren hacernos creer que la degradación educativa, una de las caras del ajuste y la miseria, puede resolverse con resoluciones superficiales. Mientras tanto, las masas argentinas siguen entrampadas entre las decisiones de un personal político que promueve la demagogia de las palabras mientras aplica la dictadura del hambre, y las del que se prepara para gobernar el país a partir del año que viene, caracterizadas por un ajuste económico tan persistente como inútil. Detrás de las palabras, los hechos.
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