Resulta difícil sustraerse al influjo del dominicano Porfirio Rubirosa, soldado, diplomático en numerosos países, jugador de polo, corredor con autos perfectos de velocidades máximas -construyó en su país un autódromo propio y también lo hizo como profesional de Ferrari con puertas abiertas, pero sin éxito-.
Rubirosa fue, a partir de distintos modos de ganarse los días en empleos de todo tipo -probó el boxeo-, un seductor de artistas lindísimas, mujeres que lo mismo pero no trascendieron, y algunos matrimonios con las actrices Danielle Darrieux y la muy joven Odile Rodin, a las que hay que agregar a las riquísimas norteamericanas Bárbara Hutton, de patrimonio oceánico, y Doris Duke, otro tanto.
Claro que para sustraerse resulta necesario apartar cualquier transparencia moral y, menos aún, ética. Debe dejarse constar que fue siempre confidente fiel de Rafael Leónidas Trujillo, entre los depredadores bananeros el más cruel durante los treinta años de un poder aterrador. El padre fue militar y alcanzó un grado importante. Acceder a Leónides no fue largo: la soltura, la atracción y el escaso interés en diferenciar el bien del mal que era evidente, hizo una carrera breve y, verán ustedes, se casó con la hija de Trujillo, Flor de Oro, una morenaza en sazón que enaltecía el origen a medias afroamericano. Trujillo siempre quiso fingir en el tema sobre la base de potingues y biografías con goma de borrar.
No deja de contarse que en la noche de bodas la virginidad era de rigor y la desposada huyó por los jardines antes de que el marido pudiera persuadirla y volver a la cama donde lo esperaba desnudo. La hija preferida del tirano fue a la vez atraída y atemorizada al verlo al natural y en unir los cuerpos.
Mi espía favorito
Ninguna probable cólera al separarse Porfirio y Flor de Oro. Era mucho más útil como viajero con valija diplomática que como yerno. Alguna teoría algo voladora arriesga sobre Rubirosa que fue el modelo de Ian Fleming para crear a James Bond. En principio, no parece una idea para entusiasmarse pero, si se piensa, vemos en Rubirosa a alguien con acceso libre a ver, saber, contar, encantar con modales clásicos: estilo abrir la puerta del coche, acercar la silla, besar la mano, prender el cigarrillo y regalar una flor. Mientras Bond elige la percepción de que la temperatura sube y el revolcón es inminente, lo mismo en un establo que en el Ritz, lo mismo con una relación amorosa y no mucho más y hasta sus preciosas enemigas.
Pero, no vayamos a olvidarnos, también con permiso para matar. No en pocas versiones fue nombrado en asesinatos en lucha contra Trujillo, organizados como gestor de nuestro último seductor y playboy. ¿Cómo probarlo? Solo que el permiso para matar por mano propia o por encargo, Rubirosa lo tenía. En sus misiones, siempre leal a la dictadura, fue designado a un puesto en Alemania en 1936, cuando se desarrollaban los Juegos Olímpicos. Fue sentado en un palco junto a Adolf Hitler. Viajó en destinos interesantes para ver qué pasaba y qué se decía en las cumbres del mundo hasta establecerse en un chateaux próximo a París.
Conoció a Evita por pedido de audiencia- tuvo que esperar dos horas- hasta que le indicó pasar: “Señora, me he permitido cortar este jazmín para usted y un cheque de 25.000.000 de dólares para sus descamisados”. Una de las formas de acción en el arte de aportar uniones entre gobiernos. Más tarde, Juan Domingo Perón tuvo refugio en la República Dominicana durante el peculiar exilio emprendido tras el golpe que lo derrocara.
El último playboy contaba con decenas de trajes hechos por los mejores sastres ingleses, tabaco egipcio y de Virginia mezclados, zapatos perfectos, todo con la naturalidad ardua de ejercer con lo que es caro. Sin una apostura olímpica, sin una cara de cine; le sobraba un bien escaso: estilo.
En su ley
En el libro “Los antipáticos” Oriana Fallaci reúne entrevistas y retratos de personas famosas a las que no deja ladrillo en pie. Arafat, Hitchcock, Aron Sharon, Cassius Clay (todavía sin el cambio por Muhammad Ali), Kadaffi... Una buena cantidad, entre la que no podía faltar Porfirio Rubirosa. Es posible que la gran periodista y escritora italiana hayan sido más vitriólica con Clay y con Rubirosa que con la mayoría. Al campeón -“Vuelo como una mariposa y pico como una abeja”- lo describió maloliente y agresivo. A Rubirosa, con ojos fríos, piel de la cara gris, temblor en la mano que sostenía el cigarrillo, distante y oculto.
Antes de los 70′, y al salir cuando amanecía de la boite (se decía así en aquellos días) Jimmy´s, donde se había el triunfo celebrado de su equipo de polo, Rubirosa se sentó al asiento Ferrari negra descapotable, hizo levantar el motor en medio minuto y lo estrelló sobre un castaño del Bois de Boulogne. El final digno de un playboy legítimo. El último.
Y para volver a la noche de casados con Flor de Oro Trujillo, descalza por el pasto, nunca dejó de saberse que Porfirio Rubirosa llegó al mundo con una dotación viril de proporciones excepcionales. Aún se dice en Paris, en restaurantes clásicos y para sazonar lo pedido: “Me podés pedir el Rubirosa grande, por favor”.
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