Se puede ver a Chavela Vargas desplegarse como grandes alas un poncho rojo con figuras geométricas aztecas y todo cambia. Abiertos los brazos hacia el mundo, no dice nada. Los levanta, mueve con lentitud las manos, cierra el abrazo en cruz y canta.
“Ponme la mano aquí, Macorina
Ponme la mano aquí
Ponme la mano aquí, Macorina
Después al amanecer
Que de mis brazos te lleva
Y yo sin saber qué hacer
De aquel olor a mujer
A mango y a caña nueva
Con que me llevaste al son
Caliente de aquel danzón.
Pone la mano aquí, Macorina
Ponme la mano aquí.
Canción bandera de esa hechicera de los quebrantos que dejó la música mariachi con sus instrumentos de viento y su respiración con algo de amor, algo festivo y de celebración: se quedó con el desgarro. La gran riqueza musical de México, donde autores, músicos y sonidos en ningún momento cesan de producir talento, donde los sentimientos nunca son como brisas que pasan sino como extremos de cualquier sentimiento -aún allí el rock tiene también el picante de los chiles- Chavela Vargas solloza canciones perfectas y se queda con el plexo y la hipnosis de los que escuchan: solo dolor, solo amor fracturado, mucha soledad, pasión sin destino.
Un poco hacia atrás
Chavela -”con “v” porque se me antoja”- solo al principio de su mito aceptó el juego de los vestidos típicos, los escotes, la pintura como maquillaje para la cara de belleza arrolladora. Pantalones -era de gran audacia entonces- la Chavela que surgió -siempre “con ropa de hombre”- pero no como alguien travestido para la mirada de entonces sino como la legitimidad llegada al nacer. Cantó a Agustín Lara, a Gardel (Sus ojos se cerraron), a su amigo del alma y genial compositor José Alfredo Jiménez (“El rey”, “Con el último trago”, “Volver”, “Ojalá que te vaya bonito”), a Facundo Cabral (“No soy de aquí ni soy de allá) y a Yupanqui (”Los ejes de mi carreta”). Al estilo de Concha Buika (“Cuando tú te hayas ido”. Un río de canciones creado por ella.
En general se omite que sin sus padres -se separaron y fue llevada a la casa de unos tíos- aprendió a quedarse aún niña sola con una pistola para hacerles volar la cabeza a las alimañas peligrosas del campo. Nunca dejó las armas al cinto y se aseguraba que fueran usadas: fueron diez años en que desapareció de su propia catástrofe alcohólica en delitos como robos junto a compañías bravas. Episodios ocultos, rumores apagados, leyendas. Ya había alcanzado fama en lugares pequeños con muchos fieles hechizados, participado en cine (Herzog, pongamos) pero las 1500 botellas de tequila que juró haber bebido lo empujaron al ocultamiento y la desesperación. Con Jiménez reunía amigos y se encerraban en cantinas hasta acabar todo el tequila que hubiera en tres días con sus noches.
“En las calles me gritaban desde marimacho hasta lo que se les ocurriera”. Tal como era, con la carga que necesitaba, sin transferir su esencia y sin dejar a un lado al mismo tiempo que debía sostenerse. “Tenía que ser más macha que los machos, ¿se entiende?”.
En la década sin que nadie supiera de Chavela, al punto de suponerla muerta, pudo con el tequila -si no había para la comida necesaria el alcohol aportaba calorías letales– con la ayuda de chamanes al reaparecer como un espectro que se hubiera ido de vacaciones. Pasados los sesenta levantó la losa y salió.
Frida
Un día llegó a la casa azul de Diego Rivera y Frida Kahlo en Coyoacán, Distrito Federal. No muy lejos de los 25 años, se quedó a vivir en ella, donde el arte, la política y el desmadre sexual eran cosa corriente. Chavela la consideró su primer amor ardiente con demanda firme: “Las cejas de Frida eran como las alas de una golondrina en vuelo. “Ardiente y breve. No puedo atarte a mis muletas ni a mi cama”, se despidió Frida. Con la guitarra al hombro, Chavela no regresó más: las golondrinas, como las cejas de Frida, son aves migratorias. “Así empezaron nuevos tiempos. Llegó la fama. Nunca oculté que era lesbiana, pero no era necesario proclamarlo”. No había aterrizado todavía la idea del placard: sobraba. Convertida en celebridad fue invitada y contratada para el casamiento de Elizabeth Taylor y Mike Todd: “Todos entequilados y todos contra todos. Yo amanecí entre las sábanas de Ava Gardner”.
Almodóvar
El director dio con Chavela y desde Tacones Lejanos -”Piensa en mí”- un amor creativo de dos comprensiones y dos sensibilidades. Chavela fue endiosada. Cuando fue llevada a tocar por primera vez en un gran teatro, jeans blancos cortados para ella y botas blancas, poncho a rayas verticales, el público estalló: “Ponme la mano aquí. Macorina/ ponme la mano aquí”.
Uno piensa que antes de morir en 2012 no se hubiera plegado a días del orgullo LGTB o asociaciones de ese orden. Cómo saberlo ahora. Los integrantes de la patrulla perdida de los heterosexuales -me da por pensarlo al teclear como integrante- concurrirían a un concierto de Chavela Vargas para la emoción sin límite, pero sin sobreactuaciones que depara el arte, no solo por cuestiones de género.
Como quiera que sea, fue y es un emblema creciente con el trote de los días. Un periodista en la revista dominical de un diario europeo le preguntó, recuerdo: “¿Nunca tuvo relaciones con hombres, Chavela”? Y replicó: “¿Yo? No. Siempre he sido muy purita”.
Ponme la mano, Macorina. Aquí.