El deber de la esperanza

Adaptar el desarrollo económico a los límites del planeta ha pasado de ser un slogan de simple corrección política a una prioridad en la agenda internacional

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Se cumplen 50 años de la Conferencia de Estocolmo de 1972. Esta conferencia convocada por la ONU sobre “Ambiente y Desarrollo” fue la primera vez en que formalmente la comunidad internacional se reunió para comenzar a delinear una agenda y una discusión sobre el desafío de compatibilizar el desarrollo económico con la preservación del ambiente.

Semejante tarea resultó posteriormente en un proceso que aún hoy, 50 años después, continúa con enormes dificultades, algunas ideas consolidadas y muchos temas pendientes de resolución. Desde entonces buena parte de los problemas revisados en esa conferencia siguen siendo amenazas sin resolución. También algunas presunciones de entonces, como es el cambio climático, se fueron consolidando hasta convertirse hoy en la principal amenaza de nuestro tiempo.

Uno podría fácilmente concluir que estos 50 años han transcurrido sin avances significativos. Mientras los problemas se agigantan, los consensos políticos se demoran y la acción tiene una lentitud exasperante. Todo eso es cierto. También es cierto que la magnitud del problema que debemos resolver tiene sus raíces profundas en el modelo de crecimiento económico que, con avances y retrocesos, ha permitido que cada vez más una porción importante de la humanidad pueda salir de la pobreza y alcanzar niveles de educación, salud y alimentación dignos.

En aquellos años se hablaba de desarrollo sin destrucción, ese concepto fue evolucionando hasta llegar a la definición aspiracional del desarrollo sostenible, aquel desarrollo que pueda satisfacer las necesidades de la presente generación, sin erosionar la posibilidad de satisfacer las necesidades de las generaciones futuras. Un concepto que lleva en sus genes el dilema de satisfacer necesidades presentes y futuras sin traspasar los límites físicos del planeta. Hasta ahora no lo hemos logrado.

Adaptar el desarrollo económico a los límites del planeta ha pasado de ser un slogan de simple corrección política a una prioridad en la agenda internacional. La centralidad que hoy ocupa el cambio climático en la definición de las grandes decisiones del desarrollo es una muestra que en la medida que se han ido complicando las cosas el tema se vuelve cada vez más acuciante.

Una de las heroínas en el camino hacia Estocolmo fue la economista inglesa Barbara Ward. Pocas semanas antes de la conferencia puso en perspectiva aquella reunión. Barbara Ward nos advirtió que lo que estaría sobre la mesa de discusión, estaría fuertemente condicionado por ideas que diseñaron el desarrollo humano en los últimos siglos. Eso no alcanzaría a resolver el desafío que teníamos por delante. Para hacerle frente, Barbara Ward advirtió que debíamos ponerle fin a una época y comenzar un largo proceso de cambio. Que esa nueva época no se configuraría con unas pocas cumbres ambientales.

En su texto titulado “El fin de una época” advertía que el significado más profundo de Estocolmo radicaba en que representaba el comienzo de una nueva época. Comenzaba el fin de 400 años de espléndidos resultados obtenidos por nuestra confianza en las certidumbres de la ciencia, el nacionalismo que nos había sacado del oscurantismo religioso y la riqueza sin precedentes, aunque desigual. Los límites del planeta nos obligarían a dejar atrás esa época ya caduca para alcanzar un reconocimiento: la insoslayable existencia de la unidad de nuestra vida planetaria. El imperativo era estar unidos y que esta nueva época nos imponía un deber, el deber de tener esperanza en que aprenderemos a convivir entre nosotros y el planeta.

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