Grietas que definen el Futuro

Las décadas iniciales del siglo XXI, y especialmente esta tercera que transitamos actualmente, emiten señales de ser uno de esos momentos de inflexión, con gran impacto para la configuración del futuro

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Históricamente, el mundo funciona bajo la tensión entre orden y conflicto. Hemos vivido etapas mejores y peores, con mayor o menor estabilidad, enfrentamientos violentos y batallas ideológicas globales. Pero en el trazo grueso de la historia, la Humanidad ha avanzado de forma significativa hacia mejores condiciones de civilización.

Hablar de civilizaciones es hablar de modelos de organizaciones humanas cada vez más complejas, encargadas de instaurar instituciones políticas, económicas y sociales capaces de maximizar la duración y la calidad de la vida de sus ciudadanos. En esta construcción se ha jugado gran parte de la evolución de la Humanidad. Hemos podido, sin privarnos de atrocidades y fracasos, honrar la creación a través de nuestras capacidades siempre ilimitadas para aprender y desarrollar nuevas soluciones para expandir el progreso, con muchos matices según países y culturas. El mundo es mucho mejor de lo que era, en la gran mayoría de los indicadores que puedan tomarse como explicaciones del bienestar.

Viene bien refrescarlo, en tiempos de incertidumbres, pesimismos y nuevos delirios bélicos. Mucho se ha estudiado acerca de nuestros sesgos psicológicos hacia lo negativo, que suelen hacernos interpretar las cosas como peores de lo que realmente son. Lo que Kahneman llama “heurística de la disponibilidad” nos conduce a recordar y aferrarnos más a los impactos negativos excepcionales que a lo mucho que funciona correctamente en la aburrida cotidianidad.

Nada es definitivo en este recorrido. El camino de la civilización es incesante, sin puntos de llegada definidos. En algunas épocas se aceleran los motores del cambio y la transformación que mueven al mundo. La civilización humana global pone en riesgo lo conseguido y busca generar nuevos saltos hacia adelante. Nunca transcurre de forma planificada, bajo un libreto que alguien pueda gestionar verticalmente. Se trata más bien de una dinámica compleja, producto de iniciativas, liderazgos, innovaciones, dinámicas de poder y muchos cisnes negros que rompen con las pretensiosas proyecciones.

Las décadas iniciales del siglo XXI y especialmente esta tercera que transitamos actualmente, emiten señales de ser uno de esos momentos de inflexión, con gran impacto para la configuración del futuro. Aceleración del cambio tecnológico, pandemias, transformaciones de la economía globalizada, renovadas amenazas a las democracias y envalentonamiento de populismos y tiranías en el mundo, dan forma a un momento especial de la historia de la civilización. Según Steven Pinker: “Los ideales de razón, ciencia y humanismo, necesitan ser defendidos ahora más que nunca, porque sus logros pueden venirse abajo. El progreso no es una cuestión subjetiva. Y esto es sencillo de entender. La mayoría de la gente prefiere vivir a morir. La abundancia a la pobreza. La salud a la enfermedad. La seguridad al peligro. El conocimiento a la ignorancia. La libertad a la tiranía. Todo ello se puede medir y su incremento a lo largo del tiempo es lo que llamamos progreso. Eso es lo que hay que defender”.

Aunque si se tratara solo de defender lo logrado y expandirlo hacia los rincones donde aún no prospera, la cuestión sería más simple. Pero la agenda se complica ante la evidencia de que el mundo enfrenta nuevos problemas, que algunos problemas de finales del siglo XX pueden mostrar signos de agravamiento y que las ansiedades y exigencias de las personas para resolverlos son cada vez más mayores en la era de la Internet ubicua.

En general, las soluciones que la Humanidad es capaz de darle a sus problemas provienen de las ideas que se imponen en las consideraciones públicas y que líderes y emprendedores son capaces llevarlas adelante a través de proyectos colectivos. A su vez, las ideas suelen emanar de grandes concepciones o visiones de los fenómenos humanos, muchas veces en colisión unas con otras. Esos sistemas de ideas que, con sus respectivos voceros y narrativas, pugnan por ganar adherentes, configuran brechas entre los caminos que las sociedades pueden seguir. Cuando se agudizan, cuando las brechas entre esos sistemas de ideas se amplifican, llegando incluso a planteos maniqueos y con escasas chances de construir puntos en común, pueden configurarse grietas. Nuestra lectura es que hoy el mundo enfrenta un conjunto de grietas entre grandes sistemas de ideas para afrontar cuestiones de impacto en la civilización y de cuyo desenlace depende en buena medida la configuración del futuro.

Una de las grietas sucede entre el universalismo y el renovado nacionalismo. No es algo nuevo, pero agudizado por efectos asimétricos de la globalización avanzada y las limitaciones de la gobernanza mundial. Esta grieta separa a quienes defienden el avance del cosmopolitismo, a partir de la vigencia universal de los DDHH, las ventajas de la diversidad cultural vía tolerancia a la inmigración y la expansión del comercio como fuente de progreso global. Enfrente, crecen concepciones vernáculas y aldeanas que parecían superadas, amparadas en la supuesta necesidad de preservar identidades nacionales, culturas locales y actividades económicas protegidas. Buena parte del debate de la última campaña electoral de Francia (Macron – Le Pen) giró en torno a esta grieta de compleja resolución. Sobresale la valentía de Macron, asediado por los asuntos internos de una Francia convulsionada, recreando la defensa de una visión global y la Europa unida e integrada que tanto costó construir.

En segundo lugar, la histórica brecha entre cambio y permanencia adquiere dimensión de grieta en un mundo cada vez más sacudido por las fuerzas de la innovación basadas en ciencia, tecnología y riesgo empresarial. Ya no se trata de fenómenos concentrados en determinados sectores de la economía y la sociedad. Todas las realidades están expuestas a tensiones múltiples en virtud de la velocidad de las transformaciones que, en general, parecen tener un núcleo común: el avance exponencial de la digitalización y desmaterialización de los asuntos humanos. Pero claro, no se trata de un proceso lineal y uniforme, más bien tempestuoso, complejo, con distintas velocidades e impactos. Y ello refuerza el instinto ancestral de conservación. Se recrean voces vinculadas a la defensa de status quo, de los dominios conocidos, de las estabilidades en riesgo. Abrazar el cambio y la innovación permanente supone un cambio de mindset, mucho más difícil en personas u organizaciones peor equipadas para aceptar el devenir que atenta contra los estáticos códigos del siglo XX. Antifragilidad es el concepto de Nassim Taleb que mejor lo refleja: esa capacidad para salir fortalecidos del cambio y la aleatoriedad. Yuval Harari advierte de forma recurrente que será difícil afrontar con éxito el futuro sin aprender a reinventarnos cíclicamente como personas y organizaciones.

Otra grieta que se propaga por el mundo tiene que ver con la confrontación entre méritos y equidades como principios de organización social. El mérito es el correlato de la libertad, eje central de la filosofía liberal y motor de las economías capitalistas que se han impuesto en el mundo a fuerza de productividad y crecimiento. Sus beneficios son más que evidentes, pero en estos tiempos ya no es cuestionado sólo por voces de la izquierda igualitaria, sino por otras más cercanas al capitalismo. Suelen advertir que el mérito devenido en meritocracia puede esconder mecanismos de logros vía privilegios y ventajas heredadas más que construidos por los protagonistas del éxito. Se abre un debate necesario pero muy friccionado, pues suele chocar contra premisas y prejuicios ideológicos muy arraigados. Reconocer que las vías de ascenso social, tan virtuosas en la era industrial, se han ralentizado en estas primeras décadas del siglo XXI no debiera llevarnos a etiquetar dichos planteos como radicales o anticapitalistas, sino más bien habilitar el diseño de nuevas soluciones y estrategias sin caer en viejos errores. Sin embargo, recrudece la grieta entre defensores y detractores del mérito. Michel Sandel, desde Harvard, aviva este debate con su libro “La Tiranía del Mérito” y sus sugerencias de profundizar que hay detrás de ganadores y perdedores en las economías capitalistas actuales. La educación, transformada por nuevas tecnologías, pedagogías y modelos, es señalada como la gran encargada de resolver esta grieta.

En cuarto lugar, la grieta vinculada al contrapunto entre sustentabilidad y crecimiento económico. Crecen las evidencias científicas acerca del deterioro al que hemos sometido al Planeta Tierra a partir de prácticas poco amigables con el medio ambiente, especialmente en actividades productivas, de construcción y de transporte. Y la creciente conciencia de ello alimenta el diseño y exploración de lo que se conoce como modelos de “nuevas economías”, basadas en el triple impacto positivo que pueden tener las empresas. Pero también crece la certeza de que la Humanidad va en esa dirección mucho más lento de lo que la gravedad del tema requiere. Es que la brecha se hace grieta cuando se trata de cambiar sistemas de producción y organización urbana en su totalidad, y ya no solo incorporar la sustentabilidad como capa añadida al paradigma existente. ¿Cómo seguir creciendo, sosteniendo consumo y empleos si hay que acelerar la marcha hacia economías verdes de forma sistémica? ¿Cuánto estamos dispuestos a arriesgar y/o sacrificar para amplificar las posibilidades de las generaciones futuras? Entre movimientos verdes que se renuevan, líderes negacionistas y activistas radicales que erosionan el debate, emergen faros como el de Carlota Pérez y su propuesta de economías verdes, globales, digitales e inclusivas como modelos más alcanzables que nunca gracias a los activos de la revolución científico tecnológica en marcha.

Finalmente, la grieta entre los nuevos actores y narrativas del optimismo y el pesimismo. Es la grieta que separa las voces de la esperanza y del abatimiento. Las de utopías con distopías. Las que se aferran a las capacidades ilimitadas de supervivencia y reconversión de la Humanidad frente a las que advierten que esta vez puede ser distinto y que hemos cruzado ya un umbral que nos aleja de las posibilidades de dirigir los acontecimientos futuros. No es una grieta menor, no es sólo una expresión de reductos intelectuales y académicos. Es una grieta que se cuela en la vida cotidiana, se refleja en las actitudes de personas y en las estrategias de las organizaciones. Es una grieta que define posturas distintas para comprender y afrontar los grandes problemas del presente. Mientras el optimismo concibe al futuro en términos de oportunidades, mirando a las amenazas como problemas que podremos resolver gracias al encuentro entre humanidades y tecnologías, el pesimismo construye diques, derrama posturas defensivas, propaga los miedos y se enreda en lógicas de profecías autocumplidas, pues al pensar que todo será peor, los esfuerzos creativos y de gestión se tornan escuálidos. Encuestas y relevamientos dan cuenta de un crecimiento del pesimismo en las sociedades. El futuro parece haber perdido brillo. Pero mientras tanto, héroes discretos siguen empujando el mundo hacia adelante en todas las latitudes y disciplinas. Necesitamos nuevas narrativas del optimismo responsable para vencer esta grieta que tanto nos afecta.

Pueden existir otras, sin dudas. A nuestro criterio, estas cinco grietas explican y definen en gran medida lo que se juega la Humanidad para recrear el progreso colectivo en los próximos años. ¿Cómo se encauzan y resuelven estas grietas? Quizás la llave sea lo que el escritor Carlos Granés define como la recuperación del centro político, es decir esas expresiones de la política que escapan a extremos, a las soluciones fáciles, conspiraciones e intolerancias. El centro político es un espacio de matices dentro de un esfuerzo común de sensatez para comprender los problemas sociales y tender puentes allí donde el riesgo de polarización es evidente. Los líderes del centro político no se presentan como redentores para refundar o recrear sociedades, se asumen como timoneles de conversaciones y negociaciones complejas buscando acordar hojas de ruta que permitan propósitos en común. No buscan unanimidades, ni ser la expresión de la voz unívoca del pueblo. Son arquitectos de caminos en común dentro de la diversidad.

Como bien expresa Jeffrey Sachs en su libro reciente “Las Edades de la Globalización”, es en los últimos 200 años que la Humanidad logró liberarse de la barbarie, pobreza y hambre omnipresentes. Y ello fue gracias a las fuerzas del progreso: cooperación, comercio, urbanización, producción, organización de instituciones. En buena medida, construcciones de liderazgos equilibrados alejados de los extremos. Haber llegado hasta acá es la mejor garantía de que podemos y debemos contener la amenaza creciente de fundamentalismos de todo tipo, reconstruir el centro político con diversidad de matices y superar las grietas globales que erosionan la civilización.

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