La crisis alimentaria, detonante de una crisis de conjunto

Al escenario planteado por la invasión de Rusia a Ucrania, se suma el dislocamiento climático

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Ucrania era antes de la
Ucrania era antes de la guerra uno de los principales exportadores mundiales de cereales (REUTERS/Valentyn Ogirenko)

La irrupción de una crisis alimentaria mundial ha dejado de ser una presunción. En el corazón de Europa, la carestía de alimentos ha desatado penurias impensables. En Londres, han crecido los robos “hormiga” en los supermercados, por parte de jubilados o desocupados que no pueden comprar los alimentos esenciales. La crisis podría alcanzar contornos desesperantes en Egipto y en el África subsahariana, que dependen de la importación de cereales rusos y ucranianos. Se está creando un escenario similar al que precedió a la ‘primavera árabe’ de 2011, cuando la crisis alimentaria desencadenó rebeliones populares y revoluciones.

Rusia y Ucrania representan en conjunto el 30% del mercado mundial de trigo y lideran la colocación de otros productos como la semilla de girasol. Rusia es, además, el principal productor de fertilizantes. Por otra parte, insumos claves para su producción –como el nitrato de amonio- han sido derivados para la fabricación de explosivos. Existen 26 países en el mundo que dependen de las importaciones rusas o ucranianas para más del 50% de su abastecimiento de cereales.

Al escenario planteado por la invasión, se suma el dislocamiento climático. Sus causas -al igual que las de la guerra- nada tienen de “naturales”: la India, otro importante productor mundial de trigo, acaba de cerrar sus exportaciones, después de haber perdido parte de su cosecha por una inédita ola de calor que se atribuye al calentamiento global. Por similares razones, los cultivos fueron afectados en otras partes del mundo.

La crisis de oferta generada por “la guerra y el mal clima” es el detonante de una crisis de conjunto. El deterioro de las condiciones nutricionales de la humanidad se viene arrastrando desde el último lustro, y tuvo un punto alto durante la pandemia. Entre 2014 y 2020, la población mundial desnutrida pasó de 600 a 800 millones, retrocediendo a los niveles de quince años atrás. Ello ocurrió en un período de marcada expansión de la oferta de granos. El salto en los índices de desnutrición y hambre fue notorio bajo la pandemia. Eso significa que en el período en el que se desembolsaron cifras gigantescas para el rescate de las corporaciones capitalistas, millones de personas fueron libradas a la miseria social y la inanición.

En las últimas décadas, ha tenido lugar una marcada “internacionalización” en la producción de alimentos. Ese proceso significó, por un lado, la concentración en la oferta y comercialización de cereales en un puñado de países y corporaciones capitalistas; y por el otro, la liquidación de producciones locales que autosustentaban a diversos países. Según informó recientemente The Economist, “las cuatro quintas partes de la población vive en países que son importadores netos de alimentos”. Las grandes firmas exportadoras se encuentran ligadas, por vínculos societarios o financieros, a las corporaciones químicas que proveen pesticidas, fertilizantes o semillas modificadas. No solo Argentina ha sido una plaza fuerte de esta internacionalización: hasta hace pocos meses, el establishment mundial elogiaba la incorporación de Rusia a la globalización agrícola, la cual se atribuía a la “clarividencia geopolítica del presidente Putin”. En verdad, era la consecuencia de la privatización masiva de tierras, tanto en Rusia como en Ucrania, en favor de grandes corporaciones. Por lo tanto, la guerra actual ha sacado del mercado a un gran competidor de las empresas agrarias norteamericanas.

Bajo la égida de las corporaciones cerealeras internacionales, el comercio mundial de granos se ha convertido en otro filón del capital financiero. La “banca en las sombras” es una importante accionista de las principales cerealeras. Durante la pandemia, la especulación con contratos de futuro de compra-venta de cereales resultó una de las operaciones más jugosas para sus protagonistas, a costa de fuertes movimientos en los precios de los granos. La mayor parte de las “ganancias inesperadas” ha quedado en los cofres de los ‘traders’, no de los productores.

La guerra ha dado lugar a una fuerte acumulación de stocks por parte de las mayores potencias. El alza todavía mayor de los precios actuales no es una especulación – es una certeza. El manejo de los inventarios, y con ello de los precios de los granos, se ha convertido en otro beneficio bélico. Cargill, Dreyfus o Bunge juegan sus “juegos de guerra”, a costa de las hambrunas mundiales.

La existencia de una penuria de oferta por la guerra, las inclemencias climáticas o las pestes (Covid), pareciera equiparar a la actual crisis alimentaria con las hambrunas de la antigüedad, que emergían por la incapacidad de la organización social vigente para gobernar el medio natural en su provecho. Pero la actual penuria no se debe a un insuficiente desarrollo de las fuerzas productivas, sino a una disputa bélica por su control. Los expertos de la FAO conjeturan acerca de un “cambio de dieta” en las poblaciones que serían asoladas por la hambruna, para suplir la carencia de cereales. Es bueno recordar entonces que la caída de la mortalidad que tuvo lugar en el siglo XVIII-en las vísperas de la revolución industrial- es atribuida a la incorporación del trigo a la dieta de la población obrera inglesa. Tres siglos después, el régimen social que revolucionó las fuerzas productivas retrocede a la inanición, a la nutrición insuficiente y, con seguridad, a nuevas pandemias.

La OTAN y el Departamento de Estado responsabilizan a Putin por el cierre de la exportación de la cosecha de Ucrania, pero ni mencionan la prohibición de las exportaciones de Rusia, a partir de las sanciones de la OTAN. Washington ha calificado de “promesas vacías” la oferta de Putin de desbloquear puertos ucranianos a cambio del levantamiento de esas sanciones. En Argentina, los voceros del capital agroexportador y el mismo Alberto Fernández presentan al panorama lacerante de la crisis alimentaria como una “oportunidad”, sin el menor interés por el impacto en el consumo interno.

La lucha contra el hambre debe ser, en primer lugar, la lucha contra la guerra imperialista, o sea contra los gobiernos de la OTAN y contra Putin, el de la restauración del capitalismo en Rusia. Pero debe ser también una lucha contra las corporaciones que acaparan los cereales, mediante la inmediata incautación de los inventarios acumulados y la formación de un fondo alimentario mundial único, bajo el control de obreros y agricultores.

Asistimos, en definitiva, a una lucha internacional entre el mundo del trabajo y el capital, por donde se deben resolver todas las cuestiones planteadas por la decadencia del capitalismo, por las guerras y por la amenaza a las libertades.

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