Marcela Ojeda dice que lo que sintió ese 11 de mayo de 2015 fue algo corpóreo, visceral. Algo que no le había pasado nunca antes: la bronca y el enojo en la sangre, de la incredulidad a la certeza de que había que decir basta. Chiara Páez tenía sólo catorce años y estaba embarazada. Hacía días que todo Rufino la buscaba cuando la encontraron muerta en el patio trasero de la casa de los abuelos de su novio de dieciséis. La había asesinado a golpes y la había enterrado ahí, se suponía que con la complicidad de su familia, a pocos metros de donde, ese mismo domingo, mientras un pueblo entero la buscaba, ellos comieron un asado como si una nena muerta en el jardín fuera un hecho de la naturaleza.
“Fue pensar ‘no puede ser, hay que parar esto’”, me dice ahora la periodista y cronista radial a quien entonces no conocía más que por Twitter, pero, desde ese momento y para siempre, tuve el orgullo de saberme unida. Marcela –igual que las periodistas y escritoras Florencia Etcheves, Hinde Pomeraniec, Valeria Sampedro, Ingrid Beck, Marina Abiuso y Soledad Vallejos, la abogada, comunicadora y también escritora Ana Correa, y la politóloga y guionista Micaela Libson– hoy es mi amiga y compañera en la causa más definitiva y transformadora con la que me comprometí en la vida, mi única militancia: el feminismo y la lucha contra la violencia machista. Su tuit nos cambió a todas –y al mundo entero– de un modo que ya no tiene vuelta atrás.
Ella dice que lo escribió apurada, sin fijarse en lo que hacía. Que cada vez que vuelve a verlo encuentra que está mal redactado y tiene errores de puntuación. Nada de eso importó para las miles de mujeres que nos sentimos interpeladas al leer en nuestros timelines: “Actrices, políticas, artistas, empresarias, referentes sociales… mujeres, todas, bah… ¿No vamos a hacer nada? NOS ESTÁN MATANDO”.
Lo transcribo y vuelvo a temblar de emoción y de impotencia. El femicidio de Chiara se sumaba al de todas esas mujeres y niñas descuartizadas, empaladas, quemadas, torturadas a diario. A las historias de cuerpos y vidas rotas que se habían vuelto un número más en la crónica policial: como no podían tenerlas, las mataban y las tiraban en descampados o en el patio de una casa –¡en bolsas de basura!– como si fueran cosas, como si sus vidas no hubieran valido nada.
En 2015, Florencia Etcheves era presentadora de un noticiero en la señal TN y fue la primera en responder. “Sentí que de alguna manera Marcela me estaba señalando con el dedo personalmente. En ese momento trabajaba como periodista y me estaba pasando algo que no me había pasado nunca: yo tengo muchísima memoria, es mi máximo capital, y siempre recordé cada caso y cada circunstancia, de los nombres y los apellidos de las víctimas, hasta los de sus mascotas; a qué se dedicaban y lo que les gustaba. Pero ese año, y en especial en el último tiempo antes del tuit de Marcela, me preocupaba cómo se me olvidaban los nombres de las víctimas y se me mezclaban los casos. Y no era que yo estaba con problemas de memoria, sino que las mujeres muertas eran demasiadas. Eso me venía repiqueteando en la cabeza”, cuenta a Infobae.
Ojeda –Ojefa, como la llamamos desde que le puso palabras al hartazgo de todas– dice que escribió como si tirara una botella al mar: “Ni siquiera estaba cubriendo la desaparición de Chiara, pero ese mediodía escuché que habían encontrado el cuerpo –otra vez una piba jovencísima– y lo tuiteé con esa adrenalina rarísima de cuando ves una situación violenta que te da ganas de llorar. No lo hice sabiendo que alguien lo iba a leer ni que iba a tener la repercusión que tuvo”.
Es que, como resume Ana Correa: “El tuit de Marcela logró sintetizar lo que muchas mujeres estábamos sintiendo. Todas necesitábamos encontrar una forma de gritarlo. Era imposible no sentirse interpelada por ese “¿No vamos a hacer nada? Nos están matando”. Fue muy movilizante ver que comenzaba a hacerse un lazo entre mujeres que no se conocían, que venían desde lugares diferentes, y se unieron espontáneamente para no permitir que todo siguiera como estaba. Me acuerdo que le mandé un mensaje privado a Ingrid, que era una de las pocas que conocía personalmente, y ni siquiera tanto, y le dije que tal vez podía aportar en la estrategia de comunicación, que era a lo que me dedicaba. Ahí me sumaron y empezó la vorágine que sigue hasta hoy”.
Ingrid es Ingrid Beck, fundadora de la revista Barcelona, y dice, como las demás, que hacía tiempo “estaba juntando una sensación de impotencia por la serie de femicidios que venían ocurriendo. De hecho, había participado de una lectura en la Biblioteca Nacional por el tema y ya lo tenía en la cabeza, como dando vueltas”. También la hoy periodista de Infobae Hinde Pomeraniec y Soledad Vallejos –que había sido subeditora de Las 12, el suplemento de género de Página 12– habían estado ahí.
“En ese momento era colaboradora de La Nación, y Twitter era para mí como una redacción –dice Hinde–. Y me acuerdo perfectamente que al tuit de Marcela lo vi en el momento en que lo subió, no es que me encontré con eso más tarde. Yo venía trabajando temas de mujeres, había participado con mi hija de esa lectura en la Biblioteca, muy cerca de Adriana Chomnalez, la mamá de Lola, que era mi vecina y fue junto a otros familiares”.
Soledad llevaba en 2015 diecisiete años escribiendo sobre género en el diario. “Ese día venía de dar clases y había parado a almorzar cuando vi el tuit de Marcela en el Ipad. Era una agenda con la que ya me sentía comprometida. Había estado en la lectura que se había hecho con el nombre Ni Una Menos –una frase impuesta en México por la poeta y activista Susana Chávez Castillo, asesinada por denunciar los crímenes contra las mujeres en su país: “Ni una mujer menos, ni una muerta más”– y siempre me había parecido que lo peor que puede haber es el ghetto. Y lo que pasaba con estos temas era eso: estaba bueno que se discutieran, servía para reflexionar y construir agendas particulares, pero si sólo hablás dentro de un grupo que comparte los mismos valores y no duda sobre eso, no sirve para cambiar nada. Yo vi que esto era una posibilidad de ampliar, de escalarlo, conté ahí mismo en Twitter lo que se había hecho en marzo en la Biblioteca con la idea de tomar eso y hacerlo más grande”.
Era lo que queríamos todas. Que fuera masivo, aunque no imaginábamos cuánto. “Se me ocurre mujeres referentes grosas convocando a mega marcha. No sé si sirve, pero visibiliza”, escribió Florencia, y sumó: “Encabezada por víctimas y mujeres referentes, todas de negro. Cuando digo todas, es desde Moria (Casán) a (Victoria) Donda. Todas”. Y esa fue la particularidad del #NiUnaMenos desde su origen, que todavía puede verse en el hilo de Twitter de aquel día: fue absolutamente transversal. Incluso desde su nombre: buscábamos trabajar sobre lo construido; el movimiento de mujeres tenía una historia y esa historia tenía que estar presente.
Ni a la mujeres que convocamos a la movilización al Congreso del 3 de junio de 2015 –una fecha antojadiza, calculada para tener al menos tres semanas de organización y también para que cayera un día en que no tuviéramos cierre en las redacciones y sí alguien que pudiera cuidar en casa a nuestros hijos– ni las miles que llenaron ese día las plazas de todo el país pensábamos igual sobre otras cuestiones, pero estábamos unidas en el dolor y la necesidad de hacer. En el país de la grieta ideológica, lo heterogéneo de aquel grupo fortaleció la causa: estábamos y estamos juntas porque somos mujeres.
Micaela Libson también llevaba años trabajando temas de género desde lo académico, pero el tuit de Marcela la atravesó desde lo personal: “Yo había tenido una experiencia muy fuerte en mi vida con el padre de mi hijo y entonces algo de lo que ella decía ahí obviamente me llamó la atención ni bien lo vi. Al toque lo retuiteé, seguí el hilo y muy rápido empezamos a hablar de cómo íbamos a hacer para marcar ese ‘Basta’ a algo que estaba –y en un punto sigue– naturalizado, que es que se pueda maltratar a las mujeres. #NiUnaMenos fue una bisagra porque matar es un límite obvio, físico”.
“El tuit de Marce llegó como una interpelación directa en medio de la bronca y la impotencia –dice Valeria Sampedro, periodista de TN–. Claro que vamos a hacer algo, hagámoslo ya mismo, pensé; no podíamos esperar. Y creo que ese ímpetu arrebatado nos hizo dar aquel primer paso fundamental. No estaba la especulación de cuántas seríamos, queríamos salir igual a la calle a gritar ‘Basta’. Por eso la urgencia por poner fecha, lugar; era ‘hagámoslo ahora’, antes de que nos acostumbremos a las muertas, antes de que nos aplaste la desidia del Estado y de la agenda informativa donde un choque es capaz de ganarle espacio a la golpiza de otra mujer”.
Ahora recuerda como en flashes el chat –que primero fueron mensajes directos por Twitter y después un grupo de Whatsapp que se mantiene hiperactivo hasta hoy– “ardiendo todo el día con esas pibas intensas como yo que eran madres pulpo, colegas a las que en algunos casos ni conocía hasta entonces y por las que sentía una empatía repentina. Y es que estaba eufórica y enojada y, de pronto, empecé a sentir que podíamos hacer algo. Una mecha encendida que se convirtió en carteles, un documento, la plaza, la seguridad de la plaza, que las policías fueran mujeres, aquel ‘¿Alguien tiene un contacto para gestionar el escenario?’, ‘Chicas, el sonido tiene que ser más potente’, ‘Chicas, esto va a ser grande’”.
La periodista Marina Abiuso llevaba diez años en la editorial Perfil y acababa de sumarse a la señal TN, donde hoy es editora de Género, cuando leyó el llamado a la acción de Marcela. Su primera tarea fue recopilar los dibujos que pedimos a reconocidos ilustradores de todos los colores –de Maitena a Liniers, pasando por El Niño Rodríguez, Bernardo Erlich, Rep y Tute–. Tampoco lo sabíamos aún, pero esas imágenes junto a la gráfica de la diseñadora Carolina Marcucci –parte esencial de aquella primera movilización– iban a reproducirse en miles de remeras, banderas y pins. “Mi sensación de que eso iba a ser más grande de lo que teníamos previsto apareció cuando gente a la que no le había dicho nada sobre la marcha me empezó a decir espontáneamente que iba a ir –cuenta Marina–. Me acuerdo que nos habían prometido que el cartel de #NiUnaMenos se iba a mostrar en un programa de televisión muy popular, y cuando efectivamente eso pasó, pensé: ‘Okey, esto está andando”.
El programa era Showmatch y los que levantaron primero el cartel fueron Marcelo Tinelli y Flor de la Ve. Era un mensaje escrito a mano, con marcador, sobre una hoja oficio. Todavía no estaban impresos los blancos y violetas que iban a colmar la plaza. La estrategia de comunicación era simple: famosos y figuras de todas las disciplinas sosteniendo públicamente el cartel con la consigna y el llamado a la movilización. “Yo advertí que lo que estábamos haciendo ya no era algo nuestro y de algunas más cuando empezaron las discusiones internas en relación hasta dónde llegar con el cartel –recuerda Hinde–. Porque nosotras queríamos ir a todos lados, pero para otras había límites, como que Tinelli hubiera cortado polleritas. Un límite que dejó de serlo porque dijimos: ‘Ninguna de las ex mujeres lo putea por maltratador ni nada de eso, ¿por qué no en su programa si es el más visto y van hasta los políticos a presentar sus campañas? Y me dí cuenta en lo de mi depiladora, a la que voy hace treinta y pico de años. Ella sabía que yo estaba en esto y me pidió si no tenía el cartelito que había visto en lo de Mirtha Legrand”.
Aquello era imparable: la revolución había llegado al primetime; era mainstream. Ahora hablar de femicidios y de violencia machista es algo natural, como lo era hasta entonces que las víctimas –y sus familiares– estuvieran solas contra un sistema que las culpabilizaba y las exponía mientras duraba el morbo, para olvidarlas sin Justicia en la mayoría de los casos. Pero en esos veintitrés días previos a la concentración en el Congreso, el reclamo viral #NiUnaMenos: Basta de femicidios junto al dato escalofriante de una mujer muerta por violencia machista cada 30 horas fue repetido por todos los medios: estaba en la televisión, en los diarios, en la radio.
“Hasta ese momento no había un registro oficial de femicidios, no existía el registro de la Corte Suprema, estaban los índices de las organizaciones no gubernamentales, pero el Estado no tenía un número para decir: ‘las muertas son tantas’. Y cualquier cosa que provoque una muerte diaria debiera generar alerta, pero los femicidios eran –y son todavía– parte de lo que pasa, de lo que se asume que ocurre como si no fuera un problema factible de ser solucionado. Ni siquiera estaba claro que esta era una cuestión pública, social, y no personal”, dice Marina.
“Recuerdo el mensaje de (la ex jueza de la Corte Elena) Highton de Nolasco como si fuera una película. Todavía lo vivo como una película en el sentido de la rapidez y de todo lo que pasón en tan poco tiempo. El día de la marcha, cuando llegué a casa, yo entré y me largué a llorar. Desconsoladamente. Porque sentí el final de lo que se había armado y el dolor de todas esas madres, de las familias de las víctimas”, dice Micaela.
El video con la autocrítica de quien entonces era la única mujer –y la última hasta hoy– en el máximo tribunal se difundió un día antes de la movilización: “Esto debe terminar –decía–. Esto realmente muestra la necesidad que existe de que las autoridades del Estado den respuesta. Nunca es suficiente. [...] Hay que hacer un mea culpa, indudablemente se necesita capacitación, concientización en los jueces, en el personal judicial y en la población en general”.
Y Highton no era la única. Como apunta Marce: “De pronto todos querían su foto con el cartel, hasta los candidatos presidenciales. El tema se había metido en la agenda de la campaña. Eso era inédito. Para Ingrid, las sensaciones eran muchas, y se superponían: “Una era que estábamos haciendo algo que iba a ser grande, pero sin dimensión –creo que por suerte– de lo que iba a ocurrir. Otra, la del trabajo enorme que llevaba unir voluntades, llegar a consensos políticos, que era algo que implicaba mucho tiempo, mucho desgaste y poner en la cabeza y el cuerpo para tratar de generar acuerdos entre las que lo organizábamos y también entre los distintos actores sociales para que entendieron que no era una movilización opositora ni oficialista. También recuerdo mucho el trabajo de escritura del documento, la revisión y todas las discusiones entre nosotras, que eran súper intensas, como si los referentes del mainstream estaban aprovechando para hacer pinkwashing –un lavado de imagen con la cuestión de género–, o cómo encarar el tema de la masividad”.
Florencia dice que era “un aluvión, una adrenalina permanente”. Recuerda que eran “prácticamente las 24 horas en contacto con un grupo de mujeres que terminaron convirtiéndose en amigas, donde cada una tiraba ideas todo el tiempo. Y después se sumaron a esas ideas más mujeres de otro grupo que ya había estado haciendo acciones y actividades para visibilizar los femicidios y la violencia machista, y era sentir todo el tiempo que estábamos haciendo algo que podía llegar a ser importante, que algo se estaba gestando. Y ver que a cada persona que le contábamos esta idea de juntarnos y marchar, decía: ‘Yo voy’. Yo me preguntaba hasta qué punto sería un microclima o algo mucho más grande. Y me respondí esa pregunta recién ese 3 de junio en la plaza, porque nos habíamos dividido las tareas y a mí me había tocado estar en el escenario, y hubo un momento en que alguien me dijo: ‘Date vuelta’. Y cuando vi lo que estaba sucediendo a la altura de Callao, a mi se me aflojaron las rodillas”.
Hinde contagia la misma emoción: “Ver llegar a todas esas mujeres de los barrios que venían en grupos con sus vecinas sosteniendo la foto de las hermanas, de las hijas, de las madres… Nosotras habíamos armado un corralito especial para los familiares convocados, pero no esperábamos que la plaza se llenara de imágenes de víctimas hasta entonces anónimas. Y entonces sentimos la complicidad maravillosa del ‘No estamos solas’”.
“Estábamos todas gritando juntas ‘No queremos más violencia, vamos a luchar por nuestros derechos’ –suma Ana–. Y a mí me pasó algo que es común a muchas de las que fueron a esa marcha: sentí la convicción profunda de que nunca más íbamos a estar solas con nuestros reclamos. Que el dolor ya no iba a ser motivo de vergüenza sino el combustible para cambiar algo”.
En el escenario montado sobre la Plaza de los Dos Congresos ese 3 de junio, Erica Rivas, Juan Minujin y Maitena Burundarena leyeron ante las 350.000 personas presentes cada uno un fragmento del documento consensuado por todas: “Tenemos que decir ‘Basta’. El problema es de todos y de todas. La solución hay que construirla en conjunto. [...] El femicidio es la forma más extrema de esa violencia y atraviesa todas las clases sociales, credos e ideologías. Pero la palabra femicidio es además una categoría política, es la palabra que denuncia el modo en que la sociedad vuelve natural algo que no lo es: la violencia machista. Y la violencia machista es un tema de derechos humanos”.
La frase final, leída por los tres oradores al unísono todavía conmueve hasta las lágrimas: “#NiUnaMenos es un grito colectivo, es meterse donde antes se miraba para otro lado, es revisar las propias prácticas, es empezar a mirarnos de otro modo unos a otras, es un compromiso social para construir un nuevo ‘Nunca Más’. No queremos más mujeres muertas por femicidios. Queremos a cada una de las mujeres vivas. A Todas. Ni Una Menos”.
Era cierto. Esa tarde fue un nuevo Nunca Más y nos cambió en lo personal y como sociedad. Algunas de las que estaban ahí se sintieron feministas por primera vez, otras se dieron cuenta de que ya lo eran sin saberlo y sólo les faltaba marco teórico, la mayoría sentimos que nos estábamos convirtiendo también, y de manera irrenunciable, en activistas. Soledad lo dice muy claro: “Fue sentir que éramos parte de algo mucho más grande que nosotras. Porque lo que pasó con #NiUnaMenos fue un evento único que sucedió porque había algo en el aire. Nosotras no inventamos nada: lo que tuvimos fue la sensibilidad de leer y ayudar a encauzar y hacer puente entre dos mundos que no se tocaban que eran lo mainstream y los feminismos, que hasta muy poco antes no era un valor, porque las mujeres repetían aquello de ‘Soy femenina no feminista’. Y nosotras fuimos parte de eso”.
A modo de balance, Ana apunta algo parecido: “Creo que lo más impresionante fue la marea que se generó en el movimiento para dejar de callarnos, una marea que llegó a todo el mundo y se sigue replicando. La propia Angela Davis dijo en la convocatoria a la Women’s March de 2017 que se habían inspirado en la marcha de #NiUnaMenos. Y a nivel local, logramos darnos cuenta del poder que tenían nuestras voces. Reclamos que venían hace años empezaron a concretarse, como el registro de femicidios, la ley que crea el cuerpo de abogadas y abogadas para víctimas de violencia de género, y la propia legalización del aborto, unos años después, con movilizaciones y acciones de incidencia”.
¿Todavía falta? Claro que sí. “Tenemos muy buenas leyes que no se traducen en políticas concretas. Denunciar sigue siendo más un problema que una solución para las víctimas de violencia de género. La marea de las mujeres hizo que se crearan muchas oficinas de Género y que se incorporaran protocolos contra la violencia, pero si la decisión y el poder siguen sólo en manos de varones con rasgos patriarcales, las oficinas de género terminan siendo nuestras nuevas cocinas”, agrega Correa.
Hinde marca un avance muy concreto que ahora parece menor, pero fue fundamental: “Que los femicidios hayan salido de las páginas de Policiales para estar en Sociedad es un cambio brutal, no sólo metaperiodístico, como lo podemos ver desde los medios: es un cambio radical en términos de concepción que ya no sean un caso más de policiales, sino algo que tiene que ver con la sociedad y con la cultura de una sociedad. Y hay otro más que tiene que ver con cómo criamos a los chicos, a las nuevas generaciones, lo que aprenden en la escuela. Hoy son mis hijos, incluso mis hijos varones, los que me enseñan a mí a ser feminista”.
Marcela dice que no deja de hacerse la misma pregunta, y otra vez, es una pregunta que nos repetimos todas: “¿Sirvió de algo aquel #NiUnaMenos si hoy tenemos que decir que el año pasado mataron a 231 mujeres y 20 pibes quedaron huérfanos? ¿Sirvió de algo?”. Y la primera respuesta se le viene a la cabeza “en caliente”, como suelen atravesarla las injucticias a ella, es que no. “No sirve de una mierda, no sirvió que hayamos salido a la calle –dice–. Pero después te pones a analizarlo más profundamente y ya no es lo mismo, hay otro humor social, no es el mismo que antes del 3 de junio del 2015. Las violencias hacia las mujeres, incluso las más imperceptibles, las más cotidianas, se empezaron a decir en voz alta. Antes estaban silenciadas”.
“Nosotras buscábamos un recuadrito en las tapas de los diarios del día siguiente, y nos ganamos las portadas de todos los diarios del país y hasta del mundo –dice Vale–. Y yo, que tiendo a ser crítica con todo, en esto siento que todavía estamos en pleno proceso de cambio y por más ansiosas que nos pongamos, por más urgente que sea nuestra causa, por más que levantemos banderas porque no queremos Ni Una Menos, sino ser cada vez más en la lucha, sólo podremos tomar dimensión real de nuestra conquista en unos años. Falta una enormidad, es cierto, pero no podemos dejar de ver el camino y estar orgullosas de haber sido parte en este tiempo histórico que nos tocó vivir”.
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