El gran Michel Foucault nos recuerda que en la Edad Media el litigio judicial era solo una manera de hacer circular los bienes. Ello explica ya desde ese momento que “los más poderosos procuraron controlar los litigios judiciales, impidiendo que se desenvolviesen espontáneamente entre los individuos, hecho que implicó la concentración de las armas y el poder judicial, que se formaba en esa época, en manos de los mismo individuos.
De allí se explica que esos intereses económicos y de poder configurador de la sociedad debían impedir un poder judicial autónomo: “como el pleito judicial aseguraba la circulación de bienes, el derecho de ordenar y controlar el pleito judicial, por ser un medio de acumular riquezas, fue confiscado por los mas ricos y poderosos”.
Ese proceso ha sido no sólo evidente sino que forma parte del contexto en el que se fue configurando la fábrica de sistemas judiciales para todo el mundo (aunque en los países desarrollados se han dado, en ocasiones, caminos de reforma judicial contra evolutivos y que han hecho nacer la esperanza de sistemas judiciales destinados a fortalecer el estado de derecho y no a destruirlo).
Como lo dice nuevamente Foucault: “La acumulación de riqueza, el poder de las armas y la constitución del poder judicial en manos de unos pocos es un único proceso que se fortaleció en la alta Edad Media y alcanzó su madurez con la formación de la primera gran monarquía medieval, en la segunda mitad del siglo XII”.
En esa época aparece una figura (sin precedentes en el derecho romano), el procurador, al decir de Foucault: “Este curioso personaje….se presentará como representante del soberano, del rey o del señor”. Este procurador, desplaza en algún sentido a la víctima, la idea sería: si alguien cometido un delito no sólo afecta a la víctima sino también al soberano que dictó las leyes, y de ese modo, el poder político se apodera de los procedimientos judiciales.
Ese es el contexto en el cual fueron naciendo las bases de nuestro sistema judicial: las ideas de estado de derecho, independencia judicial, defensa del ciudadano de a pie, del débil frente al poderoso no parece que tengan mucho protagonismo en el ADN de nuestros modelos judiciales. Ello, claro se notó en el tránsito transoceánico propio de la construcción institucional de nuestro país.
Que el poder judicial de nuestros país es el menos democrático, en su configuración, de los poderes del Estado es una afirmación que no debiera calificarse de caprichosa. No nos referimos sólo a que usa un lenguaje (forense) incomprensible para las personas, en el marco de sentencias de extensiones imposibles de leer por el “justiciable”, no hablamos sólo de que sus funcionarios ejecutan sus actividades en lugares físicos y barrios en los cuales normalmente los ciudadanos no desarrollan sus vidas prácticas (piénsese en Comodoro Py), tampoco nos vamos a referir a que visten con formalismos casi en desuso, ni que que han interpretado que “independencia judicial” es equivalente a “independencia de la gente”, ni a que el máximo Tribunal casi nunca se acuerda de intervenir cuando están en juego garantías esenciales para el estado de derecho, etc. No. Nos referimos a algo, todavía, más grave. Veamos.
En 1930 José Félix Uriburu, en el marco de un golpe de estado y de la ruptura del sistema institucional democrático y del estado de derecho derroca a Hipólito Yrigoyen. Uriburu, en el marco de ese gobierno de facto, disolvió el Congreso Nacional y la vida parlamentaria. Pero no disolvió el Poder Judicial (ni siquiera para poner jueces adictos al golpe). Uriburu debió creer que no era necesario. Y tenía razón: la Corte Suprema de la Nación rápidamente reconoció al dictador como Presidente “legítimo”, aunque “provisional” y, adicionalmente, generó una vergonzosa acordada -tristemente célebre- en la que hizo nacer una doctrina legitimadora de los “gobiernos de facto” -para decirlo de modo sencillo y comprensible-.
Algo parecido sucedió con los siguientes golpes de estado y las siguientes integraciones del sistema judicial. Los jueces, fiscales, defensores, gran parte de los funcionarios judiciales, que deben ser los últimos guardianes del estado de derecho y del modelo republicano, se han levantado temprano, en las primeras horas hábiles, luego de gravísimas y sangrientas interrupciones del sistema institucional, y han ido a cumplir sus funciones como si nada hubiera pasado.
¿Qué hubiera pasado si todos los integrantes del Poder Judicial en su conjunto, viendo que sus funciones eran desnaturalizadas por el propio imperio de la destrucción institucional, no hubieran asistido ni ese día ni los consecutivos a legitimar ese orden totalitario?
¿O los jueces han creído que son más indispensables que los legisladores o los funcionarios elegidos popular y democráticamente? No cabe duda: el sistema judicial debe ser reformado, debe ser repensado y debe encontrar los caminos de la reconstrucción ética.
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