Ojalá Alberto lea los dos primeros párrafos (aunque sé que no le va a importar)

El Presidente tiene toda la libertad de ejercer el derecho al ridículo, pero yo me pregunto: ¿es perverso o no está bien?

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Migrantes venezolanos llegan al pueblo de Colchane, en la frontera entre Chile y Bolivia, en una fotografía de archivo. EFE/ Lucas Aguayo Araos
Migrantes venezolanos llegan al pueblo de Colchane, en la frontera entre Chile y Bolivia, en una fotografía de archivo. EFE/ Lucas Aguayo Araos

Le bastó a este cronista con ir a buscar al aeropuerto de Ezeiza a un buen amigo. La espera en esos sitios suele ser amortiguada por conversaciones con extraños con los que apenas se comparte el deseo del paso ágil del tiempo y una oreja más flexible para escuchar historias que, si fuera por la razón que decide, no se sabrían.

Entonces, el relato en primera persona: “Llega ahora mi sobrina desde Venezuela. Tres días de viaje. Salió a pie de Caracas y tardó dos días para recorrer los casi 900 kilómetros hasta Táchira. Un rato a pie, un rato a dedo y a la altura de Barinas, con un ´coyote´ al que le pagó en dólares para que la subiese a un camión repleto de compatriotas que se quieren ir. Me cuenta la niña que vio cómo mamás y papás dejan a sus hijos en algunas ciudades en una especie de hospicios de Unicef que los van a dar en adopción. O donde pueden. Es que no soportan cargar con los críos en sus brazos o los niños no dan más de caminar. ¿Me entiende? Es como una guerra. Por puro instinto de supervivencia, los padres abandonan a sus hijos pensando que será mejor que los adopte alguien y alguna vez volver a verlos y para que ellos puedan salir por la frontera. Luego, viene saltar ilegales hacia Colombia. Y, por fin, como mi sobrina con la plata que le mandamos, un pasaje de avión que los lleva hasta Panamá, pasa por Brasil, luego Paraguay y en un rato en Buenos Aires. Tres días largos, señor”.

En la sala de arribos del aeropuerto internacional, esta mujer venezolana seguía contándole a los que se acercan por la espera tragedias, no hay otro modo de decirlo, de desplazados de su país. Me retiré impactado por la imagen de una mamá dejando a su hijo de pocos años en brazos de una organización internacional esperando que sobreviva y que pueda verlo en el futuro incierto mientras un alerta de mi celular me recordaba que al día siguiente habría un zoom con una organización cubana LGTBIQ+ que sigue denunciando las “internaciones” de homosexuales en “Instituciones” estatales a más de persecuciones a la comunidad Trans.

Alberto Fernández tiene toda la libertad de ejercer su derecho al ridículo. Es más, siendo el ridículo según la RAE algo “que provoca risa o burla por resultar, grotesco, vulgar y extravagante o que es escaso, menor, pequeño”, me atrevo a decirle al abogado presidente que el artículo 19 de la Constitución le da derecho a ampararse en la acciones privadas que no perjudiquen a un tercero. Puede tocar la guitarrita en un acto o asistir a una clase de acuagym con las ropas de la primera magistratura nacional porque el ridículo es constitucional. Lo que no puede, o al menos no debería, es embarcar a la nación que representa en la senda de los países dictatoriales o autocráticos.

Resulta sencillo adjetivar sus canciones desentonadas de Lito Nebbia. No vale la pena. Es imprescindible poner todas las energías ciudadanas para reclamarle qué significa esto de “No me callo más” defendiendo a la Nicaragua con presidente electo y sus opositores presos, a la Cuba de Díaz Canel que encarcela disidentes u homosexuales o a la Venezuela que impone a las madres abandonar a sus niños como la sobrina de esa mujer que contaba la dictadura en su país. Esto no es ridículo. Es perverso o propio de alguien que no está bien.

¿No es hora de preguntarse si Alberto Fernández está ubicado en tiempo y espacio proponiendo una contra cumbre de las Américas a la que ni se suma el mexicano López Obrador?

¿Está bien el presidente que se sigue enfadando cuando se le pregunta sobre la fiesta de Olivos y al día de hoy no ofreció ni disculpas ni una reparación razonable por violar la ley que él mismo pensó en decreto ni un argumento para rechazar una vacuna hoy y aceptarla en 8 meses por decreto sin justificar?

¿Está bien el presidente que pide un crédito porque luego de trabajar de abogado, lobbista, funcionario y demás no pudo ahorrar 6 o 7 mil dólares para pagar esa caricatura de sentencia pergeñada por el fiscal Fernando Dominguez y homologada por el juez Lino Mirabelli sin ponerse colorados?

¿Está bien el presidente que se ampara en la caricatura de sentencia que dice que, cuando sopló las velitas Fabiola él no estaba trabajando de presidente pero, mirá vos, hacía la fiesta en la quinta presidencial a la que sólo se accede por ser presidente?

¿Está bien el presidente que dijo blanco de su mentora vice, negro luego, blanco de vuelta y ahora grita negro sin inmutarse mientras el país mira de cerca una inflación de tres dígitos y una inseguridad imparable?

Los “está bien” podrían ser eternos teniendo en cuenta que su autor milita en la corriente de decir no lo que desea el que escucha, sino lo que él mismo fantasea o imagina con verba diletante.

Caerle por la guitarrita es hacerle precio a sus dislates. Si alguien pudiera, sería bueno que, al menos, lo asomara a Ezeiza y lo hiciera escuchar en el hall de espera las historias de una tía que habla de países sin libertad con las que el guitarrista se alía.

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