El chantaje geopolítico de Turquía

El presidente turco Erdogan aseveró que no respaldará a Suecia y Finlandia para ingresar a la OTAN. El caso muestra las controversias que pueden suscitarse dentro de arquitecturas de seguridad multinacionales, donde no todo miembro comparte las mismas prioridades o intereses

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El presidente turco, Tayyip Erdogan (Murat Cetinmuhurdar/Presidential Press Office/Handout via REUTERS)
El presidente turco, Tayyip Erdogan (Murat Cetinmuhurdar/Presidential Press Office/Handout via REUTERS)

El 13 de mayo, el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, aseveró que no respaldará a Suecia y Finlandia en sus aplicaciones para ingresar a la OTAN. Teniendo presente que los miembros de la alianza atlántica deben aprobar a los candidatos por unanimidad, la postura de Erdogan le reporta a Turquía una influencia desproporcionada en la geopolítica occidental. El caso muestra las controversias que pueden suscitarse dentro de arquitecturas de seguridad multinacionales, donde no todo miembro comparte las mismas prioridades o intereses.

Si bien Erdogan les pidió a suecos y finlandeses no molestarse en tratar de convencerle, los expertos consultados por la prensa internacional sugieren que Turquía buscará capitalizar el embrollo y vender su voto caro. Según esta hipótesis, Ankara podría autorizar la expansión de la OTAN a cambio de beneficios estratégicos y asistencia económica. Si esto fuera cierto, Turquía se convertiría en un caso de estudio interesante para analistas y estrategas. Reflejaría cómo una potencia intermedia -ni muy fuerte ni débil- puede forzar la voluntad de actores más pesados.

Turquía reviste su posición mostrándose ofendida por agravios morales irresueltos. Ankara acusa a los países nórdicos y a sus aliados de apoyar terroristas kurdos que atentan contra la seguridad nacional turca. Por tanto, Turquía asevera que recompensar a Suecia y Finlandia con el escudo protector de la OTAN es un sin sentido. Turquía ya tiene fuertes disputas territoriales con Grecia, otro miembro de la alianza occidental, de modo que para sus líderes no es sensato ensanchar controversias gratuitamente.

Para crédito de Erdogan, dejando partidismos domésticos de lado, oficialistas y opositores comparten la misma aversión hacia los grupos kurdos que operan a ambos lados de la frontera turco-siria. Turquía considera que el proto-Estado kurdo en Siria, comúnmente referido como Rojava, es una articulación del Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK), también designado como terrorista por la comunidad internacional.

Sin embargo, la opinión extranjera difiere en cuanto al rol de las milicias kurdas sirias, sobre todo en virtud de su resistencia frente al Estado Islámico (ISIS). Pese a la lucha de las facciones de Rojava contra el yihadismo, Turquía se lanzó contra ellas, haciendo poca distinción entre radicales islámicos y nacionalistas kurdos. Con este accionar, Ankara se ganó problemas con Estados Unidos y el oprobio de Suecia y Finlandia. En 2019 estos últimos suspendieron la venta de armas a Turquía a modo de protesta por su campaña militar en Siria.

Por otro lado, para Erdogan la cuestión también es personal. Su Gobierno, crecientemente autocrático y represivo, carga contra los países liberales de Europa occidental por albergar a miembros del movimiento Gülen (Hizmet), supuestamente responsable por la intentona militar contra él en 2016. En este contexto, mientras Turquía denuncia que Suecia y Finlandia se rehúsan a extraditar a asilados acusados de golpistas, la Unión Europea (UE) presiona a Erdogan por el retroceso institucional y las violaciones a los derechos humanos en su país.

Dadas las circunstancias, la hipótesis del chantaje turco cobra sentido y relevancia. Poniendo el foco en otro lugar, cabe preguntarse hasta qué punto están Suecia y Finlandia dispuestas a llegar para cubrirse con el paraguas protector de la OTAN. Levantar sanciones y extraditar desdichados parecería un precio mínimo a pagar si no fuera porque estos países están sujetos a un alto grado de escrutinio ciudadano hacia sus gobernantes, acaso dificultando tales compromisos. Pero seguramente Turquía iría por mucho más.

Con contadas excepciones, prácticamente todos los miembros europeos de la OTAN también son parte de la UE. Turquía es el único actor de peso que no es parte del bloque regional, y su ascensión viene obstruida hace largo rato. Esto se debe al sostenido retroceso de libertades civiles en dicho país, pero también a una creciente oposición conservadora. Políticos de derecha temen que, de abrirle las puertas de Europa, Turquía contribuya de alguna manera con la percibida islamización del continente.

A todo esto, el 9 de mayo el vicepresidente y jefe de exteriores del partido gobernante turco —el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP)— dijo que es crucial acelerar la ascensión turca a la UE. Este hombre de Erdogan, también parlamentario y antiguo ministro de Interior, dijo que la admisión de Turquía a la UE traería paz y estabilidad, permitiendo dirimir controversias de agenda común. Pese a los desafíos y resquemores, para Turquía acceder a la UE no es “ficción” sino más bien una “visión estratégica” de más alto nivel.

He aquí el precio que Occidente quizás tendría que pagar para agrandar la OTAN y disuadir hipotéticas futuras invasiones rusas.

Si el planteo resultara demasiado ambicioso, Erdogan también podría jugar otras cartas y apelar a concesiones más cortoplacistas por parte de Occidente, pero no por ello insignificantes. En un año Turquía celebrará elecciones que en teoría podrían poner fin al longevo mandato oficialista, y las cosas no marchan nada bien para el Gobierno. La economía turca está demolida por una inflación interanual de casi 70%. Echando leña al fuego, las autoridades debaten controles de precios y Erdogan interviene el banco central, contribuyendo a la inestabilidad financiera y la depreciación imparable de la lira.

Mientras que casi seis de cada diez turcos tienen dificultades para pagar las facturas de servicios públicos, el Gobierno recurre a la demagogia para inspirar unión frente a enemigos internos y externos. Además de lanzar una campaña de arrestos contra políticos opositores kurdos, el 18 de abril Ankara comenzó una ofensiva militar en el norte de Iraq para abatir militantes de dicha etnia. Con tales apremios domésticos en la ecuación, Erdogan necesita victorias y gestos de capitulación por parte de grandes adversarios.

Además de ayuda económica, Turquía podría exigir que Estados Unidos la rehabilite para participar del programa del caza F-35, uno de los más avanzados del mundo. Turquía viene exigiendo una indemnización estadounidense luego de que en 2019 el Pentágono le quitara el permiso para operar el avión y colaborar en su producción. Esta aspereza diplomática se debe a las inusitadas decisiones políticas de Erdogan. En un intento por quedar bien con Vladimir Putin, capaz de mermar los esfuerzos turcos en Siria, el mandamás mandó a comprar baterías antiaéreas rusas S-400 de última generación, pese a los compromisos turcos para con la OTAN.

Finalmente, si ningún chantaje con los socios occidentales funcionara, siempre quedará una opción rusa. Desde un punto de vista estratégico, más allá de que las ambiciones de Putin en Ucrania atentan contra los intereses de Turquía, esta última no puede permitirse antagonizar con la potencia que fuera y seguirá siendo su principal rival geopolítico. No menos importante, Turquía tiene una interdependencia asimétrica con Rusia. La primera necesita mucho más a la segunda, pues continúa dependiendo de sus exportaciones energéticas y alimenticias, su tecnología nuclear, y sus turistas.

Por ello, es concebible que los enviados de Erdogan salgan a exhibir la valía del veto turco en los pasillos del Kremlin. En su oposición a Suecia y Finlandia, la renovada intransigencia de Turquía para con sus socios de la OTAN podría ayudar a balancear el tablero europeo y facilitarles las cosas a los rusos. Si Ankara no logra conseguir un mejor trato con Washington o Bruselas, de seguro le pasará la cuenta a Moscú. Las garantías prestadas no serán gratuititas, y esto quedará implícita o explícitamente establecido en futuras reuniones bilaterales, sobre todo en vista del rol que pretende jugar Turquía como intermediadora en el conflicto ucraniano.

Sea cual fuera el resultado, el caso ilustra una muy relevante lección de alta política. Empoderadas por acuerdos y alianzas internacionales, las potencias intermedias pueden condicionar e incluso forzar el comportamiento de jugadores más grandes. La obstrucción de Turquía pondrá a prueba la resiliencia de la arquitectura defensiva atlántica, sobre todo si Occidente no logra integrar a Suecia y Finlandia a la OTAN de forma de iure.

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