En un excelente artículo en este medio, Federico Fahsbender describe el itinerario, ciertamente execrable, del término “marxismo cultural”. Recuperando sus orígenes nazis, persigue su evolución a lo largo del siglo XX y comienzos del actual, para mostrar que porta una peligrosa carga de violencia, paranoia y disparate. Una advertencia sobre el negro futuro que pende sobre la Argentina, de quedar en manos de Milei y sus acólitos, cuando a la exacerbada violencia verbal de la que ya hacen gala, puedan acoplar el manejo del Estado, su aparato propagandístico y su maquinaria armada. Nos interesa, en este texto, profundizar en la brecha abierta por Fahsbender, para mostrar que: 1) no hay que ir tan lejos para encontrar los orígenes de esa política rabiosa contra un enemigo inexistente; 2) los libertarios muestran, en todos lados, una extraña fascinación por los dictadores y el fascismo. Sobre el final, mostraremos que no es una vinculación anecdótica, sino que, por el contrario, es un desarrollo lógico contenido en la misma ontología liberal.
Dejemos asentado, antes de empezar, que esto pone sobre la mesa la enorme irresponsabilidad de un amplio sector del mundo comunicacional, que le ha dado a Milei&Company un desproporcionado lugar en los medios, pasando por alto exabruptos de grueso calibre que hubieran bastado para “cancelar” a más de uno. No solo eso: lo han beneficiado con entrevistas complacientes y le han permitido desplegar una serie de disparates evidentes (la “dolarización”, por ejemplo), como si fueran resultados de tesis doctorales de un mundo académico al que el personaje no pertenece.
Los hijos del Proceso Militar
La clase empresarial argentina, sobre todo aquella que se ubica en el pináculo de la pirámide capitalista local, se benefició enormemente del Proceso Militar. Primero, al poner en “orden” el mundo del trabajo, eliminando, como la llamó Ricardo Balbín, la “guerrilla fabril”. Con esa operación de limpieza sangrienta, logró imponer nuevas condiciones laborales marcadas por sus intereses. Miles de obreros desaparecidos fueron el combustible de la elevación de la tasa de ganancia de empresas hasta entonces obligadas a respetar otras condiciones. Después, el endeudamiento en dólares a costa del Estado, que les habilitó una intensa concentración y centralización del capital, gracias a la cual los privilegiados transformaron sus empresas en “grupos” y “mega” grupos abarcando los negocios más variados. Sin embargo, cuando el Proceso entró en crisis por su propia ineptitud y terminó cayendo por la presión de las masas, los empresarios miraron para otro lado, mientras sus socios de la víspera comenzaban a desfilar por los juzgados.
Los militares participantes de las atrocidades del Proceso sintieron esta súbita distancia como una traición. Hicieron el “trabajo sucio”, cuyas consecuencias contantes y sonantes para el empresariado local (argentino y extranjero) acabamos de repasar, y ahora eran señalados como asesinos y únicos responsables de algo que nadie, salvo ellos, habían querido. Ahora, nadie los conocía. Genaro Díaz Bessone, en su libro Guerra revolucionaria en la Argentina, sentó las bases para lo que sería la conclusión de los caídos en desgracia: desde el punto de vista de los militares procesistas, ellos habían ganado la guerra, pero los “guerrilleros” habían ganado la “posguerra”. Esa victoria era, básicamente, una victoria “cultural”. Las imprecaciones de Milei contra los “zurdos” y la “guerra” contra el “marxismo cultural” son herederas de esta lectura del pasado argentino, que es la reacción lógica ante la emergencia de un movimiento, el kirchnerismo, que se pretende extensión de aquella izquierda setentista con la que guarda una relación más ubicada en la fantasía que en la realidad.
El kirchnerismo es simplemente “capitalismo+pánico”, es decir, la expresión de un momento de la lucha de clases en la Argentina en que la burguesía local sintió que el mundo se movía bajo sus pies. En efecto, después de la gran avanzada menemista contra el trabajo, se vio obligada a retroceder en chancletas y dejar paso a profesionales del control de masas, Néstor y, sobre todo, Cristina. La tarea de ambos fue tan eficiente que la sociedad argentina se acaba de tragar dos súper ajustes completos (el de Macri y el de los Fernández) casi sin chistar. Es más, está a punto de, como diría Kafka, “sacarle el látigo al amo” y golpearse sola, en tanto le da cabida a un retorno del menemismo recargado. Extraña paradoja de la historia, Cristina puede (y, de hecho, lo hace) quejarse, en los mismos términos que los militares del Proceso, de un empresariado que, gracias a ella, no sólo salvó su cabeza, sino también enjugó “bonitas sumas”. Cuando Milei carga contra “la casta”, se olvida, no sólo que él mismo pertenece a ella, sino que puede gritar las barbaridades que se le ocurran gracias a esa tarea de desmovilización que, mal agradecidos, los empresarios no le reconocen a la Segunda Dama y el Primer Tuiteado.
Esa extraña fascinación…
Uno de los popes de la tradición libertaria, Ludwig Von Mises, en Liberalismo, declaraba con honestidad brutal:
“No se puede negar que el fascismo y movimientos similares que tienen como objetivo el establecimiento de dictaduras están llenos de las mejores intenciones y que su intervención ha salvado, por el momento, la civilización europea. El mérito que el fascismo ha ganado por sí mismo vivirá eternamente en la historia. Pero, aunque su política ha traído la salvación por el momento, no es del tipo que podría prometer un éxito continuado. El fascismo fue una improvisación de emergencia. Verlo como algo más sería un error fatal.”
Es sabida la íntima conexión entre la Escuela de Chicago, y su mentor, Milton Friedman, y el pinochetismo. Los “libertarios” chilenos se anotan entre los defensores del dictador trasandino, al punto que uno de sus principales representantes, con mucha prensa en la Argentina, Axel Kayser, tuvo que ser “retado” en público por Mario Vargas Llosa, cuando intentó defender la idea de que hay dictaduras “buenas”, la de Pinochet entre ellas. Pero no hay que ir tan lejos. Carlos Maslatón relata un episodio que involucra a un prócer local, Alberto Benegas Lynch. El episodio, una defensa del Proceso, es suficientemente escandaloso como para que Maslatón acuse a Benegas Lynch de “fascista”. Se olvida, cuarenta años después, que su nuevo líder, Milei, tiene como acompañantes a reivindicadores de la Dictadura, como el hijo del general Bussi.
En efecto, la adopción por parte de Milei del balance militar del Proceso no es extraña, habida cuenta de su vínculo político con el general Bussi, hace tiempo ya, y con su hijo hoy. Este último episodio, dicho sea de paso, ha detonado una crisis con el Partido Libertario de Tucumán, que le reprocha a su “líder” el pactar con una expresión directa de la “casta”. Los vínculos con defensores de la perspectiva procesista del grupo “libertario” no se limitan a esto, por supuesto, pero para muestra basta un botón.
Esta tentación por movimientos políticos y dirigentes que se arrinconan en la ultraderecha fascistoide, debería llamar la atención de gente que se acerca a Milei en su carácter autoproclamado de defensor de la “libertad”. Sin embargo, para cualquiera que quiera entender esta “extraña” relación, debiera quedar claro que hay un vínculo mucho más profundo que esta casuística.
Una ontología de derivaciones fascistoides
En el estudio de la historia de la teoría económica, hay un problema que se conoce por el nombre del fundador de la escuela “clásica” de economía, aquella que, con Ricardo y Marx, defiende la teoría laboral del valor. En efecto, el “problema Smith” se encuentra en el núcleo de la reflexión del filósofo escocés y obliga a preguntar: ¿cuál es la ontología de Adam Smith? Es decir, ¿cómo concibe la “naturaleza” humana? En La riqueza de las naciones, Smith nos describe al agente económico como un átomo aislado que solo se vincula externamente con sus congéneres, a través del mercado, con el objeto de satisfacer su interés egoísta. Este es el momento smithiano que el mundo “libertario” levanta como propio. Sin embargo, en Teoría de los sentimientos morales, el mismo Smith reivindica la perspectiva opuesta: existe una fuerza que mantiene cohesionada a la sociedad, la simpatía. Por la simpatía, nos ponemos felices por la felicidad ajena y participamos de ella. Dicho de otro modo, el individuo egoísta se transforma ahora en un ser social.
Cuál es la “verdadera” posición de Smith, ha llevado bastante tinta al papel. Se puede elegir una u otra, o tratar de congeniar ambas. No obstante, lo más fructífero parece ser otra perspectiva, una que acepte que hay aquí una contradicción, una vacilación del pensamiento que, en última instancia, corresponde a una contradicción de la realidad misma. En efecto, lo que Smith está exponiendo no es nada más que la característica propia de la sociedad capitalista: que los seres humanos somos seres sociales, que nos necesitamos porque la producción de la vida es un hecho social, pero, en la sociedad capitalista, la apropiación de los resultados es privada, es decir, debemos enfrentarnos en el mercado como individuos, como seres egoístas, como enemigos. La única solución a tal contradicción es eliminar la apropiación privada de los resultados de la producción social. No es la que tienen los empresarios en la cabeza.
Sin embargo, hay momentos en la vida de las sociedades capitalistas en que esta solución se pone sobre la mesa. Se llama, a esos momentos, crisis orgánica. De repente, todo lo que conocemos está en cuestión. Ese es el momento en que los ganadores del mercado, siguiendo su interés, prefieren enfatizar el lugar de la apropiación privada frente a la producción social. O sea, recostarse sobre el egoísmo antes que sobre la simpatía. Eso lleva, necesariamente, a la ruptura de las relaciones sociales. Es bastante común, en estas situaciones, que personajes como Milei logren convencer a los que van a sufrir esa ruptura, a los que van a pagar las consecuencias de esa ruptura, de que ella es el pasaje a la felicidad. Tarde o temprano, esos entusiastas destructores se dan cuenta de que son los destinados a la destrucción y, por lo tanto, se sienten traicionados. En ese punto, su rebeldía requiere represión. Tanto más violenta cuanto más ilusoria fue la promesa. Ese es el camino del fascismo. Muchos liberales, al percibir el sentido del camino que han comenzado andar, se frenan e incluso tratan de desandarlo. Los “libertarios”, ejecutando una lógica rigurosa, parecen ser los más dispuestos a seguirlo hasta el final. Es peligroso que los medios no perciban estas tensiones. Es menester recordar a la prensa que se dice “liberal”, entonces, que no es bueno incubar huevos de serpiente.
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