Primera escena. El Gobierno anuncia la impresión de nuevos billetes porque al Presidente le parece mal que el lugar de los próceres haya sido ocupado por ballenas. Eso ocurre en un momento en que el billete de mayor denominación alcanza, apenas, para comprar un kilo de queso, y no de los caros. Cuando se imprimió por primera vez podía servir para comprar casi sesenta dólares. Ahora equivale a cinco. Ya que cambian el diseño, es una buena oportunidad para actualizar su valor. Pero el Gobierno no lo hace. El periodista Jairo Straccia le pregunta al Presidente por qué no aprovecharon para imprimir billetes de cinco o diez mil pesos. El Presidente se enoja y levanta la voz, irritado. Explica que el mundo ha cambiado, que la guerra ha generado un proceso inflacionario tremendo, pero no aclara por qué no sale el de diez mil. El mismo periodista le pregunta lo mismo, una semana después, a Miguel Pesce, el presidente del Banco Central. Pesce explica que no lo hacen para estimular “el comercio electrónico” -un argumento que el Presidente no había aportado- y se ofende cuando le marcan el sinsentido.
¿Por qué será que personas tan importantes e inteligentes no decidieron algo tan obvio como imprimir billetes de mayor valor? Tal vez la explicación la haya dado el mismo Presidente, cuando presentó los billetes donde “entra San Martín y sale una ballena”. Un billete es algo muy importante porque pasa por nuestras manos varias veces al día, eso dijo. Y por eso las figuras que se deben imprimir son las de San Martín y Evita, así las recordamos tanto como podemos. Por la misma razón, mejor que no circulen billetes de diez mil porque varias veces al día nos recordarían la inflación. El problema es que hay otras vías más directas por las que cada día, cuando sacamos un billete, percibimos el aumento de precios.
Parece una comedia con toques psicodélicos. No tiene mayor importancia si un billete es cuadrado, redondo o romboide, si lleva la imagen de Maradona, Litto Nebbia, el Duki o Moria Casán. Un billete es una herramienta cada vez menos útil en la vida cotidiana. Pero si se imprimen nuevos, mejor que sirvan para comprar cosas. La salida obvia era decir: “Tenés razón. No sé por qué no se nos ocurrió. En pocos meses, estarán los de diez mil”.
La inflación complica la vida de todos y nubla el entendimiento de personas inteligentes.
Pero no solo por esta pavada.
Segunda escena. En estos tiempos tan raros, los precios suben en todas partes. Eso podría ser una excusa para la Argentina si no fuera porque nuestra inflación es casi la más alta del planeta y porque el empujón que le ha dado la guerra se montó sobre un problema previo muy serio. En ese contexto, sería poco serio esperar que baje abruptamente y tal vez sea, además, contraproducente intentarlo. Pero, en cualquier caso, sería mejor que el Gobierno no agrave el panorama.
En el comienzo de esta semana, renunció a su cargo el secretario de Comercio Interior, Roberto Feletti, un hombre clave en el equipo que debería pelear cada día contra los aumentos de precios. En su carta de renuncia advirtió que el Gobierno no estaba haciendo lo que corresponde para dar la pelea contra la inflación. En los días previos a su renuncia había sostenido que era necesario implementar retenciones. Sobre el mismo tema, el Presidente explicó que es el mecanismo que permitiría desacoplar los precios locales del violento aumento que se ha producido en el mercado internacional: o sea, ¡le dio la razón al funcionario renunciado! Pero, al rato, su ministro de Agricultura aclaró que “de ninguna manera” se enviaría una ley al Congreso.
El Presidente, después de esa desmentida insistió en que sería necesario aplicar retenciones pero que no envía una ley al Congreso porque sería rechazada. Por lo tanto, hay que entender que según la perspectiva presidencial, la principal herramienta contra la inflación no será aplicada. En el momento posterior a la renuncia, la Secretaría de Comercio Interior se trasladó del Ministerio de Desarrollo al de Economía. O sea que en estos 30 meses del Gobierno parece que funcionó en el lugar equivocado. O ahora. Quién sabe.
Feletti, por su parte, fue designado en ese cargo clave en octubre, luego de la derrota del Gobierno en las elecciones primarias, porque la Vicepresidenta entendía que ese lugar no era ocupado con la energía que requería. Pero, al mismo tiempo, era resistido por el resto del Gobierno, a punto tal que no le permitieron asumir con Debera Giorgi, a quien imaginaba como su principal colaboradora. En los primeros días de su gestión Feletti anunció, casi como una medida revolucionaria, un congelamiento de 1400 productos que no se produjo. Luego, reemplazó el congelamiento por un ambicioso plan de Precios Cuidados que no se cumplió en la dimensión propuesta. En el medio, se abrazó y se sacó una foto con Fernanda Vallejos, una diputada que había insultado en términos muy ofensivos al Presidente. Cada tanto, despotricaba contra el Gobierno por radio. Seis meses duró esa aventura fallida.
Se supone que para enfrentar un problema grave debe haber equipos de personas técnicamente preparadas, que coincidan en el enfoque básico, que sepan procesar sus diferencias. El método de abordaje, en este caso, es muy alternativo, por decirlo de alguna manera.
Tercera escena. Hace dos semanas, durante un extenso reportaje con María O’Donnell, el ministro de Economía, Martín Guzmán, realizó un diagnóstico terminante:
--”Uno se pregunta en qué país del mundo ha funcionado, para encauzar un sendero de desarrollo con inclusión social, tener subsidios energéticos por 3 o 4 puntos del Producto”,
--”¿En qué país del mundo funciona que haya déficits persistentes financiados por una moneda que la gente, por la inflación, empieza a dejar de querer?”.
Desde hace dos años, Guzmán es ministro de Economía en un sistema que, precisamente, se caracteriza por altos subsidios y altos niveles de gasto público. O sea, el mismo Guzmán dijo que la gestión de Guzmán no va a funcionar.
Naturalmente, Guzmán tiene todo el derecho a argumentar que eso no es su culpa, que no pudo corregir esos detalles por la así llamada “dinámica de la coalición gobernante”. Pero la discusión acerca de quién tiene la culpa de un fracaso es posterior a la existencia de ese fracaso.
En los próximos días van subir las tarifas de gas y electricidad. Pero eso no reducirá significativamente los subsidios, que seguirán aumentando por varias razones, una de ellas es que el Gobierno no se atreve a remarcar las tarifas ni siquiera al ritmo de la inflación: “la dinámica de la coalición gobernante” aconseja no hacerlo. Entonces, el ministro de Economía deberá seguir haciendo lo que puede en un contexto que, según él mismo, es inviable.
Hace un año, Guzmán quiso poner su gente en la Secretaría de Energía, que depende jerárquicamente de él. Pero le hicieron saber que no le correspondía y que ese reducto clave seguiría ocupado por un comando rebelde. Un año después, luego de gastar un montón de plata en subsidios que él mismo definió como “prorricos”, Guzmán logró que se aumentaran las tarifas, pero menos de lo que pretendía. Lo curioso es que la célula rebelde sigue en su lugar, agazapada, esperando las nuevas batallas: son funcionarios que no hacen lo que les parece que hay que hacer, ni lo que sus superiores creen que deben hacer. Están ahí. ¿Qué podría salir mal?
Más allá del extraño método con que se enfrenta a la inflación, aparece allí otro problema. En diciembre del año pasado, con números mejores que los actuales, hubo largos cortes de luz porque el sistema no resistió el calor. Durante los últimos seis meses la inflación aceleró pero el valor de las tarifas no se modificó. ¿Qué pasará cuando vuelva el calor? ¿Se habrá invertido lo suficiente en un contexto peor que el anterior?
Cuarta escena. En el corazón del debate sobre la inflación se ubica la evolución del gasto público. No es un invento de la ortodoxia. El propio ministro lo ha dicho. Se supone que ese asunto, entonces, es de máxima importancia y debe ser gestionado con precisión. Sin embargo, esta semana el presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa, uno de los líderes de la coalición gobernante le reclamó en público al ministro de Economía que apurara la actualización del piso al impuesto a las Ganancias. El ministro resistió unos días. Massa insistió por carta, otro de los métodos novedosos que la “dinámica de la coalición” le ha aportado al país. El Presidente entonces le ordenó al ministro que acatara el reclamo de Massa. El ministro obedeció. Así, apareció un nuevo costo fiscal, en tiempos que no eran los planificados por el Palacio de Hacienda. Y quedó, una vez más, en evidencia un sistema de poder en el cual, como en el caso de las tarifas, los subsidios y tantos otros temas, la opinión del ministro de Economía queda subordinada a infinitos tejes y manejes, equilibrios y desequilibrios de poder en el equipo gobernante. Al día siguiente de lograr su objetivo, Massa apareció en público con Sergio Berni, quien a su vez acababa de tratar de “borracho” al Presidente.
El mundo entero está sacudido en estos meses por un proceso inflacionario del que no se tenía registro desde la crisis del petróleo de 1973. Tal vez sea aún más profundo que eso. En ese contexto, economistas de los más variados enfoques políticos empiezan a advertir riesgos serios de una escalada. Personas tan distintas entre sí como Marina Dal Poggeto, Miguel Angel Broda, Fernando Navajas o Emanuel Alvarez Agis manifestaron su preocupación de que los precios puedan duplicarse en un año. Lo que les preocupa no son solamente los desequilibrios macroeconómicos sino el impulso extra que la pelea política puede darle a la dinámica actual.
Sergio Massa puede pelear por algo justo para un sector de la clase media. Pero todos pelean por algo justo: los trabajadores, los formadores de precios, los beneficiarios de planes sociales, los dueños de las prepagas, los exportadores. Perder es injusto y nadie quiere perder. Pero si nadie pierde todo se acelera. Y si el Gobierno procede como procede, en lugar de articular algo que se entienda, y le dice que sí a todo lo que es justo, las cosas, como dijo Feletti, se pueden poner feas.
Hay entonces dos miradas sobre lo que ocurrirá en los próximos meses. Una de ellas sostiene que tal vez la inflación se desacelere un poco respecto de los peores momentos del año pero se estabilice en niveles superiores al 4 por ciento mensual, con lo cual el aumento anual superaría el 70 por ciento, con riesgo de escalada si el acercamiento del Gobierno sigue siendo caótico. La otra mirada es la que defienden los funcionarios cada vez que opinan. Estamos mal pero vamos bien, lo peor ya pasó, ya llega el segundo semestre, en pocos meses se verán los resultados del programa económico. El problema es que el Gobierno ya pronosticó demasiado: el propio Guzmán calculó 33 por ciento para 2021, cuando fue del 53, y 48 para el 2022, cuando será 65 en el mejor de los casos.
Quinta escena: Esta semana, Joaquín Morales Solá le preguntó al ex presidente Mauricio Macri, que quiere volver a la Casa Rosada, cuáles eran las causas de la inflación. Una sola, Joaquín. Eso dijo Macri. “Gastar más de lo que tenemos”. Si gastamos menos de lo que tenemos, todo se resuelve. Así, el ex presidente, cuyos equipos pueden volver al poder en poco tiempo, ha definido en un solo párrafo un debate mundial de décadas. “Una sola causa, Joaquín”.
Macri, como se sabe, es una autoridad en la materia. En 2015, había sostenido que la inflación era un problema sencillo de resolver. Durante su mandato, la duplicó.
Esta historia, como se puede percibir, continuará.
Que no panda el cúnico.
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