La edición 46° de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires acaba de cerrar sus puertas. Sin lugar a dudas, será recordada como “la Feria de la vuelta”, “la Feria del retorno”, “la Feria de los múltiples reencuentros” luego de dos años de ausencia debido a la pandemia del Coronavirus. Pero, clausurada la misma, levantados sus stands y con la vista puesta ya en la próxima, se vuelve indispensable intentar repasar algunas de las cosas que ocurrieron en estos días feriales restaurados, no solo a modo de balance sino, fundamentalmente, con el fin de hincarle algo más el diente a la reflexión acerca de qué está ocurriendo y –sobre todo- qué podrá ocurrir en los próximos años con este evento a la luz de los procesos críticos por los que está atravesando su protagonista excluyente: eso que desde hace centurias llamamos “libro”.
El público, otra vez
La reciente edición de la Feria ha confirmado –aunque con algunos cambios significativos dignos de ser atendidos- el sólido y fiel vínculo que desde hace más de cuatro décadas la liga con su público. En efecto, el algo más de un millón de visitantes que cosechó esta nueva edición y que mantiene la cifra habitual de concurrentes, vuelve a confirmar el compromiso y, por qué no, el afecto que siente el público argentino para con esta que siempre fue para los editores su “fiesta” mayor.
Más allá de las acertadas políticas de promoción dirigidas a ciertos públicos específicos desde antes incluso de su apertura, quedó claro que aquella ligazón entre visitantes y evento gozaba, al menos en este aspecto, de buena salud. En el caso particular de esta edición, tal vez debiera repararse en la amplia proporción de público adolescente y juvenil que transitó sus pasillos y desbordó por momentos sus stands y algunas de las presentaciones en las que este segmento se sintió convocado.
Más allá de este dato y frente a la habitual afluencia masiva de público, siempre quedará la ambigüedad –cada vez más relativizada sin embargo por el perfil que en estos tiempos y no solo en nuestro país han tomado las expresiones culturales de masa- en torno al status efectivamente lector de sus concurrentes. O, incluso, del real efecto de “semillero lector” que la misma efectivamente generaría entre aquellos visitantes no-lectores luego de que hayan abandonado el recinto. En relación con este punto, sigue quedando pendiente para los investigadores especializados sondear de modo sistemático en las arcanas subjetividades de los amantes de este masivo hecho cultural con el fin de conocer más profundamente por qué andariveles circulan algunas de sus prácticas y patrones de consumos culturales. Por un lado y a modo de hipótesis, podría conjeturarse en qué medida asistir a la Feria del Libro no es también ser protagonista de un práctica inmersiva en la que, al igual que el visitante de la vecina muestra de Van Gogh, este experimenta, cada vez más, una inmersión en una experiencia preponderantemente sensorial, en este caso, el de la atmósfera del libro y de sus variados epifenómenos, muchas veces no precisamente librescos. Por el otro y a modo de punta de ovillo de una reflexión más abarcativa, podría ser de utilidad discutir aquella idea de quien también fuera uno los focos de atracción que tuvo la Feria este año, el escritor Mario Vargas Llosa. El Premio Nobel de Literatura, a la hora de dar cuenta de una “civilización del espectáculo” postula, de un modo crítico, claro, “…la de un mundo donde el primer lugar de la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal” (Vargas Llosa, Mario. “La civilización del espectáculo”, p. 33).
La política, otra vez
Del mismo modo, la presente edición de la Feria se ha vuelto a confirmar –tal como venía ocurriendo desde hace años-, como un escenario privilegiado para la exposición política en algunas de las formas que viene asumiendo en estos tiempos. Así, y una vez más, su acto inaugural volvió a ser el epicentro de otra ambigüedad: la de la mutua potenciación que dicha puesta en escena genera entre los organizadores y la prensa. Como en anteriores oportunidades (y tal como sucede en otros eventos homólogos a este, como por ejemplo la Exposición Rural, el Coloquio de Idea o la entrega de los premios televisivos), resulta difícil definir cuál de aquellos términos es el definitorio para que el acto de apertura de la Feria siga convirtiéndose en un hecho más político que uno cultural.
La asignación (y por primera vez habiendo mediado un pago de honorarios para ello) de la responsabilidad de las palabras iniciales a una figura como la del escritor Guillermo Saccomano, así como el tono y contenido del discurso pronunciado (además, desconcertantemente provocador para la propia corporación editorial) volvieron a confirmar que ese escenario continúa convirtiéndose, como otras tantas veces, en una de las principales noticias de la sección Política o de las mismas portadas de los diarios.
Del mismo modo (aunque como expresión diametralmente opuesta de la grieta que nos asiste) y casi sobre el cierre, pudo constatarse –tal como ocurre todos los años desde tantos- el nivel de atracción en el público que la presentación del libro de uno de los políticos con mayores expectativas del momento suscitó.
Sea mediante un discurso acusatorio de los editores en tanto explotadores al servicio del gran capital o el denuesto de la Feria como un evento puramente comercial (palabras más; palabras menos, las de Saccomano), sea a través de la presentación de un diputado con pretensiones presidenciales saltando y gritando de modo desaforado ante sus seguidores preponderantemente jóvenes, esta edición expresó, también, la ratificación no solo de su condición de transparente vidriera desde donde observar algunas de las prácticas que vienen siendo moneda corriente en las diferentes expresiones del arco político. Junto a esta otra ratificación, a los editores y a los profesionales de la cultura nos deja también la necesidad de reflexionar en torno al status mismo de este evento en tanto uno cultural.
El libro, todavía
Repuesto para los editores el siempre saludable ritual que la Feria impone desde 1975 y con él la posibilidad de volver más cercana y palpable la relación de sus autores y sus objetos con sus reales o potenciales lectores, la serenidad de las puertas cerradas del recinto debiera habilitar un nuevo tiempo para reflexionar en profundidad sobre el significado del libro hoy y, de modo más profundo, sobre los vínculos entre el público y este artefacto que supo ocupar, hasta no hace muchas décadas, un lugar central en el universo de la cultura. Tal como afirman Bhaskar y Phillips, “desde finales del siglo XIX en adelante, las sucesivas innovaciones tecnológicas han dado lugar a nuevos medios de comunicación, que han competido con el libro como elementos funcionales del ecosistema general de la comunicación y el entretenimiento, y lo han hecho con un coste posiblemente más bajo, […] los libros ya no son ni los únicos ni incluso los más poderosos mecanismos de comunicación para un público amplio” (Bhaskar, M. y A. Phillips. “Fundamentos de libro y la edición. Manual para este siglo XXI”, p. 17).
Si hoy nadie duda de la radical transformación que viene evidenciando el libro y, de su mano, la industria editorial (que la pandemia ha venido sin lugar a dudas a potenciar de modo exponencial), pues tal vez sea el tiempo de repensar y por qué no postular el modo en que el libro se pone en escena y cómo, desde ella, “dialoga” con su público. Si hay consenso pleno en relación con que en nuestros días las transformaciones en los modos de producción, puesta en circulación y consumo de los bienes culturales ha dado lugar también en el caso del libro a una fórmula híbrida entre los modos analógicos del pasado y los de una virtualidad presente que desconoce aún sus configuraciones futuras, tal vez estemos frente a un tiempo en que se vuelva crucial preguntarse acerca de la viabilidad de un formato ferial que da más cuenta de ese pasado que de la hibridez que caracteriza al presente. Algo de esto nos fue advertido por Manuel Gil, quien a la luz de la pandemia y con la intención -raras veces recogida entre los editores- de contribuir a reflexionar y conceptualizar acerca de sus propias prácticas, cuestionó la idea de que “si una feria no genera emociones, el público deja de asistir” (Gil, Manuel. “El impacto del Covid-19 en el mundo del libro Características de una crisis no convencional”).
Entonces, como en aquel tiempo en que se hablaba de la muerte del libro, Umberto Eco sigue echando luz con su pregunta “¿esto matará eso?” Se trata, más bien, de animarse a definir un poco más cómo sería aquel “esto”.