Combatir a Milei es no aprender de Milei

Es no comprender que no es su persona el problema, sino la incapacidad de la oposición para asumir su rol vital: representar a su electorado. Combatirlo es no comprender la dimensión del hartazgo que inunda las calles

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El diputado Javier Milei, en
El diputado Javier Milei, en su presentación en la Feria del Libro (REUTERS/Agustin Marcarian)

La leyenda cuenta que, cuando Marco Aurelio caminaba por las calles de Roma, una multitud se le acercaba al grito de: “¡Eres un Dios, eres un Dios!”. Hastiado, el entonces Emperador de Roma decidió contratar a un grupo reducido de ayudantes para que, cuando esta situación se repitiera, se acercasen a su oído a susurrarle: “Recuerda que solo eres un hombre”.

Durante las últimas décadas los políticos se han ido alejando estrepitosamente de las necesidades reales de la ciudadanía, para sólo fingir un acercamiento intuitivo y esporádico con meros fines electorales. Así, Javier Milei irrumpió en el esquema partidario como una especie de hombre que, si bien se presenta como quien todo lo puede, no deja de simbolizar al individuo común que desea castigar, con ansias, a aquellos que, además de considerarse dioses, han vivido como si lo fueran, pero a expensas del esfuerzo ajeno. Esto es, en síntesis, lo que el mismo Milei denomina “la casta”.

Cuando ingresé a trabajar (por 2 años) al Congreso de la Nación como asesor de la entonces diputada Nora Ginzburg, un empleado sindicalizado de la casa me recibió con una frase que me dejó perplejo: “Bienvenido al único club que le paga a la gente por ser socia”. Pasaron casi 15 años, y nada de todo ello ha cambiado. Ni los “ñoquis”, ni la vulgaridad, la mediocridad, ni mucho menos el oportunismo, que denigra la verdadera jerarquía que debiera poseer el tratamiento de la cosa pública.

Hoy más que nunca la política se ha convertido en el usufructo del inhábil. Son realmente pocos los que, ocupando cargos de relevancia institucional dentro del Estado, podrían conseguir por propio mérito un trabajo apenas bien remunerado en el sector privado. De generar riqueza, mejor ni hablar.

Guste o no, las candidaturas políticas se construyen actualmente en base a la idealización. La modernidad líquida nos ha empujado a eso. No importa ya quién es el candidato, sino lo que la gente supone qué es, lo que representa. Por ello, la irrupción de Javier Milei en la escena pública ha pateado el tablero al punto de convertirlo, de la noche a la mañana, en un posible Presidente. Que un político diga, a expensas de su propia reputación, lo que la mayoría de la población opina en bares y cenas familiares, se ha vuelto un acto revolucionario. En ese terreno, Milei esgrime la espada como ningún otro. Y, estimados, eso la gente lo valora.

Si en términos emocionales la empatía supone ponerse en el lugar del otro, para sentir como propio lo que el otro siente, en política la empatía significa decir lo que la gente piensa.

Pocos días atrás un importante funcionario del PRO me expresaba su indignación ante el crecimiento de popularidad de Milei. No fue el único. Los argumentos en unos y otros son más o menos los mismos: A Milei lo financia la casta, se rodea de la casta y trabaja para la casta. Una indignación que, a la vista de las últimas encuestas, suena más a preocupación que a rabia. Combatir el fenómeno Milei es no comprender que, en verdad, no es su persona el problema, sino la incapacidad de la oposición para asumir su rol vital: representar a su electorado.

Milei ha logrado capitalizar el hartazgo de una mayoría silenciosa que no sabe de arrojar piedras, pero sí de pagar impuestos. Una sociedad preocupantemente mansa que se ha acostumbrado a ser humillada por sus gobernantes, con la única esperanza de que aparezca una especie de mesías iluminado que dirija el éxodo hacia la libertad.

Milei logró interpelar a quienes quieren arrojar piedras, pero no se animan a hacerlo. La pregunta es si esas piedras, traducidas en votos, servirían para derrumbar lo poco de República que queda o, por el contrario, para construir los cimientos de una nueva era.

Nadie sabe a ciencia cierta si quien no es capaz de dominar su temperamento sí pueda ser capaz de gobernar un Estado. Lo que sí es sabido es que el fenómeno que envuelve a Milei va mucho más allá de su figura. Combatirlo a él es no comprender la dimensión del hartazgo que inunda las calles. La desesperación por vivir en orden y libertad.

En lo personal, en estas elecciones votaré al candidato que me diga que el país se construye trabajando, que el Estado no va a ponerme dinero en el bolsillo pero que tampoco me lo quitará indiscriminadamente. Al “políticamente incorrecto” que tenga las agallas de enfrentar la extorsión sindical, que deje de usar la palabra “gratis” para describir lo que es hacer caridad con el esfuerzo ajeno y, por el contrario, hable de administrar con austeridad los recursos que no le pertenecen. A quien se ubique en el rol de empleado y, como tal, esté dispuesto a rendir cuentas, aceptar la demanda de información y no peque de soberbia tiránica creyendo que su cargo transitorio representa privilegios sobre cualquier ciudadano.

Al que construya poder en base a gestión y no mediante enemigos imaginarios que segregan al pueblo haciéndole creer que lucha por un ideal, mientras otros roban en su nombre.

Al que diga que la salida es dolorosa, compleja y extensa, pero perdurable. Que las bases son las de Alberdi y no las que desde hace décadas nos mantienen en la esclavitud, la sumisión y la miseria.

A quien no se presente como el mesías, porque lo que nos saca del pozo son las ideas, y no las personas que se arrogan el poder irrestricto de ejecutarlas.

Ah, y por último, al que no me hable de corrupción, sino que pueda demostrar una fortuna o una miseria, igual da, hecha en base al esfuerzo y no a las prebendas.

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