Las encuestas señalan a la inflación como el problema número uno en la Argentina y convierten su eliminación en un objetivo político apetecible. La (errónea) idea colectiva es que los salarios son bajos porque la inflación es alta. Ergo, si la inflación se eliminara, el salario real aumentaría, la demanda interna también y volvería el crecimiento inclusivo. Ésta es la promesa implícita de la Dolarización o de una nueva Convertibilidad: un éxito rápido en el frente inflacionario que permita volver a crecer sin ajuste previo y sin necesidad de reformas estructurales políticamente incorrectas.
Este anómalo y facilista diagnóstico argentino está equivocado: los salarios son bajos porque el valor de la productividad de los trabajadores que el sector privado emplearía, es tan o más baja. Y porque el sector público no puede pagar más sin aumentar su déficit.
Los salarios reales son necesariamente bajos como consecuencia de los costos e ineficiencias groseras ocasionadas por el cierre de la economía; por la legislación laboral; por la falta de una educación adecuada; por las regulaciones estatales; por la excesiva presión tributaria que reduce el incentivo a invertir y aumentar al empleo formal, por el sobreempleo improductivo del Estado; por la inseguridad jurídica, como principales, pero no únicas razones.
Los salarios son bajos porque el valor de la productividad de los trabajadores que el sector privado emplearía, es tan o más baja
La mala noticia adicional es que las remuneraciones públicas (salarios, jubilaciones, AUH, planes sociales) deberán seguir perdiendo frente a la inflación para llegar al equilibrio fiscal necesario para no emitir y hacer sostenible cualquier intento estabilizador. Pero esto alcanzaría sólo para eliminar la inflación.
Para volver a crecer haría falta una caída adicional de las remuneraciones públicas que permita empezar a bajar los impuestos distorsivos y así regenerar los incentivos para la inversión privada y el empleo formal.
La siguiente mala noticia es que el ajuste y reequilibrio del sector público no debería ser una política de emergencia, sino permanente. No habrá lugar para revertir el ajuste de las remuneraciones para ganar la siguiente elección, sin el costo de volver a abortar un incipiente proceso virtuoso de estabilización y crecimiento sostenible.
Condición necesaria
El proceso de crecimiento privado requiere para sostenerse en el tiempo, baja de la presión tributaria y reformas estructurales substanciales. Si estas se realizan, el crecimiento privado permitiría aumentar la recaudación y ese aumento debería por años destinarse a bajar tasas y eliminar impuestos hasta normalizar la presión tributaria.
El fruto del ajuste se vería por el lado de un crecimiento del empleo privado, que absorbería gradualmente el exceso de empleo público y los planes sociales, liberando partidas de sueldos para aumentar gradualmente las remuneraciones de los empleados públicos productivos y de los jubilados que aportaron. Hay un sendero virtuoso posible, en donde el salario real aumente gradual y genuinamente por crecimiento de la actividad privada productiva, manteniendo los equilibrios fiscales mientras el gasto público y la presión tributaria bajan a niveles más normales.
Pero ese proceso tomará años. No se puede pretender que la inversión productiva del sector privado vuelva rápidamente; o que de la noche a la mañana la educación argentina prepare adecuadamente a los jóvenes para el trabajo.
La posibilidad de acelerar los tiempos del círculo virtuoso dependerá críticamente de que se realicen rápidamente las reformas estructurales, principalmente la apertura de la economía (que nos abra la oportunidad de acceder a los mercados mundiales), la reforma laboral, la reforma educativa, el ajuste estructural del sector público y la reforma del régimen federal y su principal instrumento, la coparticipación federal de impuestos.
Hay un sendero virtuoso posible, en donde el salario real aumente gradual y genuinamente por crecimiento de la actividad privada productiva
Aun haciéndose rápidamente, las reformas estructurales tomarán tiempo en rendir sus frutos, no menos de dos períodos presidenciales para producir efectos notorios. Pero si las reformas estructurales no se hacen o se hacen tibiamente, el círculo virtuoso no se materializará y el desgaste político nos devolverá a las manos del populismo de izquierda.
Las referencias históricas
Terminar con la inflación usando un atajo indoloro ha sido una pretensión histórica de políticos y economistas.
Desde el reinicio de la democracia, el primer antecedente fue el del Plan Austral en 1985, cuando se intentó un manejo coordinado de las principales variables macroeconómicas (salarios, tipo de cambio, precios y tarifas públicas) procurando evitar la caída del salario real y la recesión durante el proceso de estabilización. Ganar las elecciones de medio término de octubre de 1985 era la urgencia política de turno. El intento del Austral fue parar la inflación con controles de cambio y de precios, no sacrificando el salario. Así los desbalances fiscales y monetarios no se solucionaron y consecuentemente se terminó en la hiperinflación de 1989.
La esperanza de los economistas heterodoxos era que una estabilización exitosa le daría al gobierno capital político para encarar -inmediatamente después del congelamiento inicial- los ajustes fiscales y monetarios necesarios para hacer sostenible la estabilización. Pero la realidad del comportamiento político fue la opuesta. En palabras de José Luis Machinea, “tan pronto como el peligro de inflación desapareció, mucha gente adentro y afuera del gobierno empezó a pensar que la inflación era un problema superado, y a demandar una reactivación rápida y un aumento del salario real.”
El segundo ejemplo es el de la Convertibilidad. El punto de partida en marzo de 1991 era distinto. El salario real había bajado mucho con las crisis hiperinflacionarias previas y su nivel era probablemente el adecuado después de 20 años de caída del ingreso per cápita. En este caso el problema no era, como en el Austral, evitar una mayor caída del salario. El ajuste ya estaba hecho. Pero se aumentó el salario real por decisión política con la excusa de que era necesario ganar apoyo para realizar las reformas estructurales.
Las remuneraciones en el sector público más que se duplicaron en dólares entre 1991 y 1995. Consecuentemente el Estado volvió a sus déficit fiscales, esta vez financiado con endeudamiento externo; y la tasa de desempleo subió al 17%. Con tipo de cambio fijo, ya no se pudo reducir el salario real y recuperar la competitividad privada.
En la Convertibilidad, con tipo de cambio fijo, no se pudo reducir el salario real y recuperar la competitividad privada
Finalmente, todo colapsó en 2001 cuando el endeudamiento externo no pudo seguir financiando los desequilibrios públicos y privados.
Argentina tuvo la oportunidad de entrar al círculo virtuoso por crecimiento de su sector privado más competitivo, pero la desperdició con un populismo salarial electoralista y reformas estructurales tibias e insuficientes.
El intento más reciente de ajuste indoloro fue la experiencia gradualista de Cambiemos. La herencia en diciembre 2015 era muy grave, con un salario real excesivamente alto y correspondientemente, un déficit fiscal de 7% del PBI, con atraso cambiario y falta de competitividad. Se ganó la elección sin denunciar esa herencia y con la intención de mantener o aumentar el salario real, una condición considerada como necesaria para consolidar el poder parlamentario en 2017. La promesa fue controlar la inflación con la aparente ortodoxia del “inflation targeting”, mientras las convenciones colectivas públicas y privadas acordaban aumentos salariales superiores al objetivo inflacionario. Mientras tanto, el endeudamiento externo financiaba el enorme déficit fiscal.
¿Reformas estructurales?: Ausentes. ¿Populismo asistencialista?: Mayor que durante el kirchnerismo. Como en el 2001, el programa colapsó en abril de 2018 cuando se corta el financiamiento externo. Cambiemos no cambió nada medular en materia económica y fueron cuatro años perdidos para revertir la decadencia argentina.
La conclusión entonces es que el populismo salarial está también en los genes de la oposición. En el caso de los empresarios, responde a sus intereses orientados a defender el mercado interno. En el caso de los políticos republicanos, responde a su mayoritario perfil social demócrata. Valoran la estabilidad monetaria, pero como instrumento para aumentar el salario real y consolidar el poder político. La economía es el títere por manipular, no la restricción a respetar.
Valoran la estabilidad monetaria, pero como instrumento para aumentar el salario real y consolidar el poder político
Han demostrado que no tienen conciencia que, sin una caída del salario suficiente para restaurar los equilibrios fiscales y externos, cualquier éxito en bajar la inflación durará tanto como la decisión de los acreedores externos de seguir prestando. Ciertamente, una estabilización acompañada con equilibrio fiscal logrado en base a impuestazos y sin reformas estructurales sustantivas, podría tener un éxito más prolongado en bajar la inflación. Pero tampoco tienen conciencia que fracasará en lograr un crecimiento que revierta la decadencia.
El carro delante del caballo
El hecho que una nueva Convertibilidad o una Dolarización sean el primer tema de la agenda económica en discusión es el mejor indicador que se está volviendo a intentar el atajo indoloro; que se vuelve a poner el carro delante del caballo. La estabilidad, el crecimiento y un aumento sostenible del ingreso per cápita requerirán una serie de profundas reformas fiscales y estructurales, políticamente incorrectas (por ahora) y de lenta maduración.
El único camino para que esas reformas se hagan en democracia es ganar las elecciones con una plataforma económica y política que plebiscite las reformas fiscales y estructurales; que no haga promesas incoherentes o incumplibles; que convenza al electorado que esas reformas son imprescindibles; avise que los frutos se verán después de un proceso prolongado; y deje la dolarización o una nueva convertibilidad para cuando las reformas duras estén encaminadas.
Hacer lo opuesto sería no hablar de ajuste durante la campaña y una vez ganadas las elecciones, encarar una política de shock (pues el gradualismo quedó desprestigiado) cuyo centro sea una reforma monetaria (dolarización o nueva convertibilidad), hacer un “último” default de la deuda, fijar las remuneraciones en dólares en niveles políticamente correctos y anunciar la mera intención de consensuar reformas estructurales. Sería un nuevo ejercicio de gatopardismo: hacer un shock que sea aparentemente un gran cambio para no cambiar nada substantivo.
Si este fuera el camino elegido, en 2024 se repetirán fallidas experiencias previas. Tan pronto como la inflación se controle con una nueva Convertibilidad o una Dolarización, se pensará que los problemas económicos han sido superados, la demanda inmediata será por aumentos de salarios y reactivación; y la oportunidad política para hacer reformas estructurales se habrá esfumado.
¿Repetiremos la historia o esta vez será diferente?
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