Feminista en falta: suegras y madrastras, esas arpías a las que les debemos tanto

Parece obvio, pero lo decimos poco: las madres políticas no siempre son malas, feas y brujas –que las hay las hay–, sino también inspiradoras, hermosas y protectoras. Y en un mundo en el que todavía a los hombres se les perdonan abandonos indecibles, a ellas se les exige no sólo abrazar a los propios, sino a los tuyos los míos y los nuestros

La icónica madrastra de Blancanieves, que llega al extremo de pedir que asesinen a la hija de su difunto marido y le traigan su corazón en un cofre. Cine para niños de 1937

Esta semana murió Bety, la mujer del papá de una de mis mejores amigas. Fue una relación que al principio les costó bastante, y es que las madrastras tienen muy mala prensa. Esa señora de la que se enamoró su padre, con todo lo que nos cuesta eso también a las hijas, más de veinte años más tarde no sólo era una mujer querida y admirada, sino una segunda abuela para su hijo. Mi amiga está destrozada y, a la vez, agradecida: sabe que mucho de su alegría, sus ganas, y su falta de prejuicios son la piedra fundamental sobre la que hoy se levanta su familia.

El año pasado, cuando perdí a mi madre, la persona que me sostuvo en su entierro fue Coca, la mamá de mis hermanos. Hasta ese día siempre había estado muy cerca, pero desde entonces, su presencia es constante. También pudo poner en palabras lo que tal vez por respeto nunca me había dicho antes: “Te quiero como a una hija”. Así es como me presenta ahora y así es como lo siento yo también. Gracias a Coca yo soy un poco menos huérfana.

Juli, otra de mis íntimas, tiene un vínculo parecido con el hijo del primer matrimonio de su marido, del que enviudó hace unos años. Ya es más grande y se fue a vivir afuera como tantos chicos de su generación, pero cada vez que vuelve elige quedarse en su casa, con ella y sus hermanos menores. También les gusta a los dos, medio en chiste, medio en serio, decir que ella es su madrastra, y es casi una manera de reivindicar ese vínculo.

Lo que quiero decir con esto es algo que ya sabemos, pero pasamos poco en limpio; las madrastras no siempre son malas, feas y brujas –que las hay las hay–, sino también inspiradoras, hermosas y protectoras. Y en un mundo en el que todavía a los hombres se les perdonan abandonos indecibles, a ellas se les exige no sólo abrazar a los propios, sino a los tuyos los míos y los nuestros. Y la mayoría lo hace más allá de la exigencia.

Pienso también en las suegras, y en cómo nos entrenan, sobre todo a las mujeres y desde que somos muy chicas, para no quererlas. Hasta el papa Francisco las mandó a callarse hace sólo unas semanas, no en el siglo pasado. Un señor que no tuvo ni tendrá en su vida un vínculo semejante se atreve a decirles que “tengan cuidado al expresarse” y desconoce, por cierto, las tareas de cuidado que tantas suegras –y madrastras– hacen gratis. Dice Bergoglio que con los nietos “ellas vuelven a vivir” y omite desde el principio que probablemente ya tengan una vida y que el premio de cuidar niños no es una obligación sino trabajo no pago. El también lo disfraza de amor.

La madrastra de Blancanieves y el cliché de la competencia con las hijas del esposo: una estigmatización que el cine enseña desde la infancia

Pero, sobre todo, aumenta el prejuicio: tenemos que cargarles a ellas, igual que a las madrastras, las fallas de nuestros novios, amantes y maridos. Si están ausentes, si no se hacen cargo, si tienen mal resuelto algún asunto de carácter: todo es culpa de la madre o de la mujer que está al lado del progenitor. La madrastra y la suegra, esas dos arpías; codiciosas, engañadoras, perversas, listas para dar el zarpazo y quedarse con lo que no es de ellas.

Las mujeres estamos entrenadas para detectar los errores de crianza –en los que aparentemente los padres nunca son tan importantes– y también para quitarle responsabilidades a los varones. Ellas permiten que el señor no cumpla con la cuota de alimentos o ellas unen; así de pérfidas o así de generosas (y así de pollerudos). No hay términos medios: así de injustas y severas somos también a veces entre nosotras.

En los cuentos de hadas, las madrastras son crueles. Se habla poco en cambio de los padres abandónicos: son esas mujeres horribles las que los convencen de perder a los niños en el bosque, como en Hansel y Gretel. Y en el bosque hay otras mujeres, todavía más horribles y listas para comérselos. Suegras, evidentemente.

Jane Fonda y Jennifer Lopez en La madre del novio, una comedia sobre la rivalidad que la sociedad le suele endilgar a la relación entre suegras y nueras. En inglés tenía un título más contundente ("Monster in law") y se recuerda por las cachetadas que se propinaban (Melissa Moseley @ New Line Cinema) (The Grosby Group)

Ahora que el parto no es la mayor causa de mortalidad femenina –hoy nos matan la diabetes y las isquemias–, y que el divorcio es ley en todo el mundo desarrollado, la figura de la madrastra ya no es una rareza en casi ninguna familia. Esas otras mujeres que abren las ventanas para que circule el aire en la casa del padre se convierten –en los casos más sensatos– en aliadas de las madres.

Es verdad que es difícil de aceptar al principio que haya otra figura maternal en la vida de nuestros hijos –otra que los peine a la mañana o que les haga un tecito cuando les duele la panza–, pero, al menos en la mayoría de las historias que conozco, el sentimiento que prima es el alivio porque va a haber alguien más para velar por ellos. Una de nosotras. Muchas de mis amigas hablan directamente con la segunda mujer de su ex para resolver las cosas prácticas, si los chicos tienen un cumpleaños a la salida del colegio o si hay que decidir quién corre para llevarlos al médico.

Y es que al final, lo que queda son todas esas alianzas tácitas –y tácticas– que hacemos las mujeres en el camino de la crianza: con nuestras madres, con las suegras y con las madrastras. Las tareas de cuidado son un espacio y un lugar común femenino que parecemos valorar sólo nosotras; así nos socializaron, y eso no cambió demasiado de Simone de Beauvoir a nuestros días. Los padres, incluso los de las nuevas generaciones, todavía necesitan muchas veces de juicios y hasta de escándalos para hacerse cargo de sus obligaciones. Y ni siquiera alcanza con eso.

Sino pregúntenle al trapero Paulo Londra y a tantos de los que la semana pasada lo apoyaron en las redes antes de que se cerrara el acuerdo en favor de la madre de sus dos hijas –una de 2 años, una de 2 meses, a la que vio apenas una vez en su vida–. A esa mujer sola y con dos bebas la gente la mandó a trabajar y la acusó de quererse hacer rica “sólo por engendrar”.

Siempre me acuerdo de lo que le decía Sofía, la señora bien a la que el marido dejaba con todos sus hijos en la película Roma (Alfonso Cuarón, 2018), a Cloe, su empleada doméstica –esa otra segunda madre de la que también hablamos poco– embarazada y abandonada por el novio: “No importa lo que te digan, las mujeres siempre estamos solas”. Mientras tratamos de cambiar la historia, sólo nos queda acompañarnos como ellas. Empezando por reivindicar a las madrastras y a las suegras, esas supuestas arpías a las que les debemos tanto.

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