Mirar a Marilyn Monroe, a Marilyn, produce varias cosas. No tarda uno en darse cuenta de cuánto cambiaron en muchos sentidos el mundo y su leyenda. La femineidad inmanente de Marilyn Monroe fue y es una creación, algo propio. La trajo consigo. No hacía falta fabricar el deseo ni la contemplación de los ojos celestes con ingenuidad nunca perdida, ni la pollera a tablas que el viento del subte le levanta, una de las imágenes más potentes desde los sesenta hasta hoy.
Ni siquiera el vestido (impresionante) y la canción para el Happy Birthday de John Kennedy sujeta a una relación recurrente -que la historia oficial no incluye pero una historia paralela sí- con el añadido de hipótesis conspirativas: quería más reconocimiento como persona integral y era alguien excesivamente cercana pero, y en el fondo, de otro palo. Nada que ver con la rubia tonta de su primer formateo, de sus primeras apariciones en la industria. Tonta, pero no tanto, a ver si nos entendemos. Con ella subió como un sol plateado al amanecer, mientras se probaban experiencias nucleares en el desierto de Nevada, mientras Nikita Khrushchev llevaba misiles atómicos a Cuba, a solo cuatro horas de los Estados Unidos. Nacieron el sello y la marca del sex symbol: allí estaba Marilyn Monroe.
Enamoró a la especie humana. Con todo lo que llevaba de pies a cabeza. Con talento también. Contó el gran John Huston, dirigida en La Jungla de Cemento: “No tenía ninguna técnica escénica. No, pero lo hacía de alguna manera como nadie podía hacerlo”. Es que, en un trabajo guardada entre sus parietales y su enredadera interior siempre quiso ser más y mejor. Algo que no abandonara la sensualidad única con el arte de actuar como los mejores sin separación, como una unidad: de lo contrario no podríamos volver a ver siempre Una Eva y dos Adanes, vaya a saber si no la mejor película que haya sido hecha, déjenme lugar a una pequeña arbitrariedad.
Es que, aunque el cine desde el inicio, ya con el mudo, atrajo a seres embriagantes a muchedumbres que se entregaban vírgenes de la novedad a todo tipo de emociones, cuando llegó Marilyn Monroe, tanto tiempo después, se produjo una transformación mundial. Esa niña de una madre enferma y recluida en un hospital psiquiátrico, sin que nunca pudiera saber quién fue el padre (sintió siempre un peso de orfandad y soledad que no iba a dejarla nunca). La estela de su paso mítico no ofrece más que precisiones que dudas. El doctor Greenman -psiquiatra del star system y alguien que tenía demasiadas cosas guardadas en manos de los jefes del negocio, los grandes estudios- fue quien la vio por última vez. Muerta y desnuda, los pies ennegrecidos, el frasco de pastillas para dormir a centímetros y casi vacía, la otra mano en el tubo del teléfono que no dejaba de repetir número equivocado.
Al volver -es decir en este caso con la subasta de Chiristie´s en Nueva York, donde se vendió en 4 minutos y 195 millones de dólares la serigrafía sobre foto que hizo el sumo sacerdote del arte pop, Andy Warhol- se convirtió en la obra más cara del siglo XX. Detrás de Mujeres de Argel (Picasso), Una Calavera (Jean-Michel Basquiat) y Desnudo Acostado (Amedeo Modigliani). Con precio y muy fuera de escala de Salvator Mundi, con un valor de 540 millones pagados por el príncipe Salman de Saudita aún con dudas acerca de si es auténtico o atribuido a Leonardo Da Vinci. El Marilyn de Warhol es de dos por cuatro y, lo vemos, el pelo amarillo, el maquillaje de los ojos muy azules, los labios se diría de un colorado bordó y fondo turquesa. Warhol había ensayado, perfeccionado: hay otras Marilyn previas, solo que cuando se mira la de Christie’s vemos arte, el símbolo de un cambio estético, sin excluir el hecho de que hay mucha plata dando vueltas por este pequeño planeta.
Triste, solitaria y final
Sabemos de su casamiento a los 16 con un señor Dougherty perdido en la biografía, amantes apolíneos y, en mayor cantidad, intelectuales. Le iban los escritores los pensadores. Lectora constante (existen poemas con el nombre de Marilyn con un aire de falsificación aunque no es seguro), tuvo mucho sentido del humor -el reconocido “duermo solo con dos gotas de Channel N° 5″- acompañado de un tironazo triste que no la dejaba tranquila y reconocía: “Soy de natural algo triste, no sé porqué. Pero puedo ser muy, muy alegre”.
Unió popularidades con el ídolo de béisbol Joey DiMaggio. Casamiento corto con algún arranque violento de celos (el aire caliente del subte y la pollera blanca con su ropa interior, violencia y the end). La película es La comezón del séptimo año, también con dirección de Billy Wilder, como en Una Eva y dos Adanes. La ropa de la escena, rodada en la calle, salió a remate por un precio de poca relevancia en el fetichismo de la memorabilia.
Al casarse con el dramaturgo Arthur Miller, tomó clases en el Actor´s Studio, acentuó su deseo de ser no solo la chica bomba del sueño americano, y a lo largo de cuatro años sostuvieron una relación que el autor apenas podía ocultar una subestimación vecina del deprecio: “Creía que me casaba con una mujer y no con una niña”, escribió en su diario personal. Marilyn lo leyó.
La hondura de la depresión aumentó. Pocos amigos, muchas anfetaminas y cápsulas para dormir mezcladas con Bloody Mary desde la mañana. La entrevista mientras caminan por la calle hecha por Truman Capote en Música para camaleones, resulta una conversación poco ”relatada” con tanta amistad, emoción y verdad que estremece. Capote buscaba no involucrarse en lo que contaba, distanciarse (el efecto A sangre fría). “Una escritura sencilla y límpida como un arroyo de montaña”.
Con seguridad, Capote sabía ya que Marilyn era incapaz de toda disciplina y método, que siempre llegaba tarde a todo, que era frágil y sutil .
Días después terminó para ella. Tenía 6.000 dólares en el banco y 36 años.
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