La directora de Latinobarómetro, Marta Lagos, en la presentación del último estudio de esta institución afirmaba: “Uno de cada dos latinoamericanos quiere que alguien venga a solucionar sus problemas. No importa si vas por encima de la Ley”. Y calificó el momento que vive la región como un “momento pre-explosivo”, caracterizado por una democracia tradicional en decadencia, ante la cual, el populismo radical se erige como su principal amenaza.
Según muestra el último estudio que han publicado, el apoyo a la democracia viene cayendo de manera acentuada, pasando del 63%, en 2010, a un 49% en 2020. Y no sólo eso, la indiferencia en relación con el tipo de régimen (democrático o no democrático) también ha aumentado significativamente en los últimos años, sumando 11 puntos porcentuales desde 2010.
La democracia está herida. Y este no es un fenómeno regional, sino que es la manifestación de una tendencia mundial que el politólogo Larry Diamond llama “recesión democrática” y que Anne Applebaum describe en su libro Twilight of Democracy.
En el caso de Latinoamérica, esta fatiga democrática se produce, además, cuando las instituciones políticas están alcanzando los mínimos históricos de confianza por parte de la ciudadanía, y en un contexto social y económico delicado, que puede verse agravado de acuerdo con las recientes proyecciones de CEPAL y FMI, que advierten sobre una desaceleración del crecimiento y un deterioro del mercado laboral. Factores como la guerra en Ucrania, el aumento de la inflación, las condiciones financieras más estrictas, la desaceleración económica de los principales socios comerciales y un potencial incremento del descontento social derivado de todo lo anterior, solo vaticinan mayores problemas y una materialización creciente de la disgregación.
A la tensión por este escenario, se suma la necesidad de obtener respuestas rápidas y efectivas que solucionen los problemas reales del día a día. El desencanto y la desesperanza dan paso a la incertidumbre y al miedo por unas condiciones de vida que se intuyen mucho peor. Y de ahí a la rabia que lleva a la acción impulsiva hay un paso.
La ciudadanía sale a las calles porque confía más en la movilización que en la intermediación de los actores políticos tradicionales. Además, nueve de cada diez latinoamericanos manifiesta desconfiar del prójimo, según un informe del BID. No hay confianza en las soluciones colectivas y comunitarias. Por eso, la política democrática sufre para canalizar temores, esperanzas y urgencias.
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han señala que, para defender y construir democracias estables y liderazgos sólidos es necesario procurar determinados niveles de estabilidad y sostenibilidad social, entendida como previsibilidad sobre el futuro económico, tanto personal como comunitario. Pero no solo eso. También se trata de valores y convicciones. De ideales comunes y narrativas compartidas, que nutran la esfera pública y le den un sentido de trascendencia.
En su libro, Infocracia, el filósofo habla de esos rituales sociales que, en otros tiempos, funcionaron como vehículo y vínculo que mantenían unidas a las sociedades. Rituales que trascendían lo personal e individual para centrarse en lo común, en lo comunitario. “La verdad, a diferencia de la información, tiene una fuerza centrípeta que mantiene unida a la sociedad”, destaca.
¿Es posible todavía canalizar esta energía para repensar y fortalecer los valores de la democracia? ¿Existe un camino por el cual los actores tradicionales de la política puedan transitar, acompañando a la ciudadanía, desde modelos de liderazgo empáticos, efectivos y facilitadores que replanteen sus responsabilidades como agentes incuestionables al servicio de lo público? ¿Puede haber un punto de confluencia en el que encontrarse para reconstruir los puentes de la confianza que nos lleven a un futuro cierto?
Hablamos de ofrecer una visión y de establecer un ritual compartido que recupere, de algún modo, ese efecto social aglutinante que implica, motiva e ilusiona. Una suerte de herramienta de inmunización ante los populismos radicales.
Se trata de explorar conjuntamente todas las vías posibles que permitan desactivar el detonador que, de manera implacable, va restando tiempo al momento en que todo, definitivamente, puede saltar por los aires. Momento pre-explosivo, afirman los expertos. Y el relato compartido supone escuchar, señalar un camino, organizar la ruta, definir las acciones y compromisos, cohesionar y generar energía movilizadora con capacidad de transformar y, quizá, de recuperar esa confianza perdida.
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