La notoria atención que está suscitando Javier Milei, diputado nacional por La Libertad Avanza, a causa de las declaraciones cruzadas de sectores que componen la coalición Juntos por el Cambio, está dando lugar a múltiples interpretaciones, y algunas comparaciones históricas. Una cantera generosa para analogías, comparaciones y profanaciones no siempre muy atinadas. Hace algunos días Alberto Benegas Lynch (h) propuso un paralelismo político-ideológico entre dos figuras separadas por más de un siglo, Leandro Alem y Javier Milei. La nota fue luego compartida por el propio dirigente libertario en la red social Twitter al grito de “¡VIVA LA LIBERTAD CARAJO!”. Allí se propone que ambos, supuestamente, compartirían una prístina inspiración en las ideas de un liberalismo clásico de carácter doctrinario. Es probable que, si no fuese por su cada vez más desembozada instalación en el centro de la escena pública, el candidato de una fuerza de extrema derecha que se ubicó claramente por debajo de la opción de la izquierda trotskista (el Frente de Izquierda y de los Trabajadores) en el mapa electoral del país no sería motivo de tanta deferencia.
Benegas Lynch está en todo su derecho de ensayar viajes de ida y vuelta al pasado sin que se le cobre peaje en su empresa de seducción de los herederos de Alem, pero en ese recorrido también pueden encontraste otros que respeten de forma más escrupulosa las señales de cada estación. No sólo porque demuestra una poco imaginativa concepción de cómo los actores históricos o del presente interactúan con las ideas de las cuales se reclaman herederos, sino por su discutible manipulación de los ejemplos y personajes del pasado para justificar tomas de posición en el presente. En nuestro país esa gambeta no representa nada nuevo bajo el sol: lo que sí es nuevo es el llamado “fenómeno Milei”, más cerca en sus ideas y estilo de las derechas radicales del siglo XXI que del liberalismo del primer líder de la UCR que clamaba por el “voto libre”.
Esta puede resultar una buena ocasión para aclarar algunas cuestiones relativas a este último y a la cultura política en la que el radicalismo originario abrevaba y contribuyó a dar forma. En el cambio del siglo XIX al XX la UCR protagonizó –junto con otras fuerzas– un proceso de democratización con su llegada al poder en 1916, sin por eso dejar de cultivar un estilo que puede definirse como nacional-popular (algunos preferirán llamarlo populista). Como lo expresó el historiador Roy Hora, es probable que estos usos políticos recientes de Alem –ícono del radicalismo con su barba blanca y su suicidio principista– los haya inaugurado el ex-presidente y dirigente del PRO, Mauricio Macri, cuando afirmó que “a los radicales que me vienen a ver les digo que es hora de agarrar el librito de Alem”.
Hora explicó de forma clara y sintética en qué consistía el liberalismo económico y político de los primeros radicales, de forma que aquí se irá por otro camino. Ya que Alem prácticamente no produjo textos y menos aún de densidad doctrinaria (sus escritos más conocidos son su “Testamento Político” de 1896 y un poema de juventud titulado “Sombras”), el “Robespierre de Balvanera” fue antes que nada un orador y agitador de encendidos discursos parlamentarios y callejeros. Algún tipo de comparación entre el pasado y el presente es entonces posible. Veamos.
Un problema principal del texto de Benegas Lynch es que la política –antes y ahora– está lejos de practicarse por sus protagonistas como si cargaran bajo sus brazos con manuales de teoría política y en sus intervenciones públicas reprodujeran conceptos de forma transparente. Existe siempre un contexto que condiciona lo que se piensa, se dice, se puede y conviene hacer. Sugerencia que podría evitar un garrochazo histórico que salve toda distancia de tiempo y de ideas al presentar a Alem y Milei como dos retoños idénticos de las ideas liberales en nuestro país.
El segundo problema de esa improbable operación es que ni aquella versión particular del liberalismo de la segunda mitad del siglo XIX en Argentina era lo que decían los libros doctrinarios de entonces ni Milei parece encarnar hoy la única y fidedigna representación de las ideas liberales. Éstas, entre otras cosas, sufrieron en diversos momentos del siglo XX inflexiones tan significativas que impedirían hablar sin más de “liberalismo” a secas como una tradición unívoca.
Finalmente, la imposible transparencia entre ideas y prácticas políticas que recorre la reflexión en cuestión debe advertir a la comparación propuesta que en política, como en el arte, la forma hace al contenido y esto vale para liberales clásicos, libertarios, populistas, anarquistas, nacionalistas o socialistas. Resulta imposible reivindicar un determinado corpus de ideas sin tener en cuenta que éstas siempre entran en tensión e interactúan con las prácticas mediante las cuales quienes las reivindican intentan llevarlas a cabo en el barro de la política.
Si en nuestra agitada Argentina decimonónica hubo “liberales nacionalistas” (como Bartolomé Mitre) y “liberales autonomistas” (como su rival Adolfo Alsina), con un mayor apego a las autonomías provinciales, al filo del 1900 también existían liberales como Leandro Alem que combinaron ese ideario con concepciones republicanas a partir de “virtudes” que incluían apelar a las armas. A diferencia de lo que se propone en ciertas teorías políticas, los liberales realmente existentes no le escapaban al conflicto y lo atizaban. Los liberal-republicanos como Alem podían actuar como desestabilizadores y sus adversarios de la década de 1890 –los también liberales gobernantes del Partido Autonomista Nacional (PAN)– decían buscar el orden y la pacificación por la fuerza de la ley, en nombre de la misma Constitución Nacional que Alem y la UCR aseguraban defender.
Con cierto esfuerzo, el tono chirriante de Milei puede pensarse en un registro similar al de Alem en el contexto de la crisis de 1890. El jefe de la “revolución del Parque” generó la movilización de distintos sectores de la sociedad, con mítines regulares seguidos por cientos o miles de personas en ciudades como Buenos Aires, Mendoza o Rosario. Pero Alem actuó en las circunstancias excepcionales de un país incendiado, con una crisis económica sin precedentes y una inestabilidad política que incluyó varios alzamientos armados cívico-militares nacionales y provinciales. Aquel los encabezó o instigó, ya que consideraba que “la patria está en peligro” y ese diagnóstico justificaba su “regeneración” y la apelación a la violencia armada conocida como “revolución”.
En cambio, Milei se proyecta en un país que, a inicios del siglo XXI, sufre problemas estructurales –socioeconómicos e institucionales– pero cuya democracia, pese a todo, goza de vitalidad y buena salud. Sobre todo si se la compara con sus homólogas de la región, mucho más inestables. Lo que Milei parece capitalizar, al igual que sus admirados Jair Bolsonaro en Brasil y José Antonio Kast en Chile (sentimiento que parece ser recíproco), es la imagen de partidos y coaliciones dominantes coyunturalmente divididas y/o desorientadas. Todo ello en una situación interna y externa compleja y con unas élites económicas que parecen dispuestas a oír su canto de sirena una vez probadas otras recetas más moderadas en relación con sus intereses.
Por su parte, como buen liberal-republicano en una era de políticos formados en el derecho y las humanidades clásicas y modernas, Alem intervino en tiempos de un rico debate cívico en el marco del surgimiento de distintos partidos políticos, una prensa periódica activa, en casos, escrita por destacados dirigentes, intelectuales y académicos. Pero no actuaba solo en ese contexto, como no lo hace ningún político. Estaba rodeado por un grupo de notable calidad política e intelectual, como el abogado librepensador Francisco Barroetaveña, el poeta y docente Joaquín Castellanos, el historiador Adolfo Saldías o el más joven Lisandro de la Torre, con nombres y pesos propios.
En otras palabras, reducir y personalizar los procesos políticos y los climas de ideas a unos pocos enunciadores solitarios no contribuye a comprender fenómenos históricos mucho más complejos. Ayuda, antes bien, a una concepción de la política que piensa en líderes iluminados llamados a salvar el país mediante una subyugante voluntad individual. Así, se dejan de lado los más que nunca necesarios proyectos de mediana y larga duración, que requieren indefectiblemente grandes acuerdos dentro de sanas diferencias ideológicas y partidarias. Por eso, un mesianismo algo paranoico y poco dado a los compromisos sí parece ser un punto en común entre el barbudo radical y el despeinado libertario (he aquí un posible punto en común como signo de identificación de sus estéticas políticas).
Alem perteneció desde la década de 1870 hasta la de 1890 a las dirigencias políticas que consolidaron a la república, pero en medio de resonantes conflictos. Fue sucesivamente, después de foguearse en las lides porteñas, diputado por la provincia de Buenos Aires, diputado y senador nacional por la Unión Cívica y la UCR. Por su participación de los planes revolucionarios sufrió prisiones 1892 y en 1893/1894 junto a sus más íntimos colaboradores, cuando intentó un fallido alzamiento nacional cívico-militar en el que se lo vivó presidente de la nación (lo que hubiera sido, para nuestra sana institucionalidad democrática, una presidencia de facto). Tal vez este recorrido amerite que para los libertarios de La Libertad Avanza de inicios del siglo XXI Alem pueda ser considerado parte de la mentada “casta política” de entonces.
Pero su trayectoria revela otra cuestión. Si ni siquiera Alberdi, “padre de la Constitución”, fue absolutamente coherente con sus ideas (es sabido que en el decisivo año 1880 osciló entre celebrar la consolidación de la república centralista y lamentar la “omnipotencia del Estado”), tampoco Alem escapó a un cambio de sus concepciones: férreo autonomista bonaerense en 1880, desde 1890 hasta su muerte se abocó a nacionalizar la política partidaria desde la Unión Cívica y la UCR. Si ninguna de estas figuras se mantuvo idéntica a sí misma a lo largo del tiempo, igualmente factible es que no se sepa hacia dónde derivará el principista Milei, como cualquier político práctico. Esta evidencia histórica no condena ni mucho menos sus aspiraciones futuras, pero sí debería llamar a vaticinios más matizados de sus promotores, en vista del escaso éxito del malogrado Alem.
Paradójicamente para la comparación interesada, Alem, que tuvo sus exabruptos, no practicaba la política de la antipolítica con la que pretenden seducir el “Peluca” y sus seguidores. Se asentaba en una cultura política consolidada a la que ciertamente agregó desde la UCR condimentos particulares que actualmente se consideran propios de una identidad nacional-popular, luego desarrollada con Hipólito Yrigoyen (pese a las diferencias entre tío y sobrino): liderazgo carismático, asociación de la propia causa política a una causa nacional, agitación popular y discursos dicotómicos entre el Bien y el Mal.
Como emergente de un clima global de renovada demagogia sin los encantos de la retórica bien argumentada ni la irónica serenidad de antiguos izquierdistas, centristas y derechistas, las convicciones espetadas por Milei –con exabruptos de mal gusto, como cuando llamó al jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires “zurdo de mierda”– no parecen hacer justicia a los buenos motivos y formas de los liberales clásicos con que se lo asocia. Esto no está ni bien ni mal en sí mismo: va en gustos y estilos. Pero debemos lidiar con ello si de lo que se trata es de mejorar una ya largamente degradada conversación democrática. Si “la rebeldía se volvió de derechas”, como dice Pablo Stefanoni, el uso de la historia político-ideológica que hace Benegas Lynch en su texto parece un pobre intento por dotar de arraigo en identidades políticas y tradiciones intelectuales más o menos prestigiosas a la vociferante retórica del cultor de la “escuela austríaca” de economía. Milei sigue la Biblia libertaria, mimado por la opinión empresaria y su voz es propagada de forma omnipresente en las redes sociales y por medios que hasta hace poco lo miraban con ojo avizor.
En estos y otros aspectos, Milei parece ser más afortunado que Alem, pese a que cuando se las ha visto con contendientes cara a cara sus convicciones doctrinarias de manual parecen haber hecho agua a la hora de completar algo de esa ética con la de la responsabilidad. Está en contra, por ejemplo, de un derecho libérrimo de las mujeres como la interrupción voluntaria del embarazo y ¿apoya o no las ayudas sociales para las clases populares de un país con la mitad de su población en la pobreza? Dos cuestiones centrales de la agenda pública argentina que además de una biblia requieren conciencia y trabajo.
A Alem se le achacaba ser un líder que sabía inspirar y movilizar más que dirigir y organizar, como le espetaban sus adversarios y se lamentaron dirigentes de su círculo íntimo. La UCR vio la luz y se hizo conocida en la década de 1890, pero triunfó y llegó al poder un cuarto de siglo después, mediante una serie de reorganizaciones partidarias que demandaron una labor paciente de construcción desde abajo y diálogos desde arriba con miembros de las elites políticas de la agonizante república oligárquica.
Más éxito que el liberal Alem tuvieron los “liberales reformistas” de inicios del siglo XX, como Joaquín V. González, que definieron y motorizaron políticas estatales de largo aliento sobre educación pública y protección de las condiciones de vida de los trabajadores. Esos eran otros liberales que no por eso eran traidores a sus doctrinas, sino que las actualizaron según los desafíos de una sociedad moderna siempre dinámica conflictiva. Y en consonancia incluso (para sorpresa u horror de Benegas Lynch y de Milei) con dirigentes e intelectuales socialistas, por izquierda, y con católicos sociales, por derecha. Cuestiones importantes para comprender la democracia argentina de inicios del siglo XX. Así se hacía y todavía se hace política, sin un manual bajo el brazo, con convicciones, pero también con responsabilidad individual y colectiva.
Tal vez toda la puesta en escena a la que nos estamos (mal)acostumbrando y la aparatosa aparición en noticieros y cortos de redes sociales sea el verdadero signo de nuestros tiempos, pero ciertamente no es la copia fiel de un pasado que ya no es. El presente está abierto y, para bien o para mal, es mucho más incierto.
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