En medio del largo discurso que pronunció Cristina Kirchner en Resistencia, hubo un instante revelador, luminoso, uno de esos momentos donde irrumpe la verdad con una fuerza inesperada. La Vicepresidenta explicaba, con la intensidad de siempre, la manera en que un Gobierno debe intervenir en la puja distributiva para frenar la inflación. En ese contexto, incluyó un ejemplo que, por venir de ella, y por las consecuencias que tiene, será difícil de olvidar. Dijo Cristina: “Ustedes recuerdan que tuvimos una devaluación en enero de 2014 y la inflación se nos fue a 38. Pero al año siguiente la bajamos a 24 o 25″. El problema de ese ejemplo es que en ese año, el 2014, la inflación oficial, que informó su propio Gobierno, había sido del 23 por ciento y no del 38, ¡15 puntos menos de lo que Cristina reconoce ahora! ¿Cómo se explica esa diferencia? Muy sencillo: el Gobierno de Cristina Kirchner, durante largos ocho años, mintió, mes a mes sobre la inflación. Hasta ahora, solo faltaba que ella lo admitiera.
Ese reconocimiento expone a la Vicepresidenta de manera descarnada. Quien pudo mentir durante tanto tiempo, e incluso denunciar ante la Justicia a las personas que intentaban corregir esa mentira, ¿por qué diría la verdad sobre cualquier cosa? Pero ese es un problema de segundo orden frente a otro, mucho más inquietante. En el discurso que pronunció en Resistencia, CFK explicó como nunca antes sus diferencias económicas con el gobierno que integra. Es posible que sus planteos sean criteriosos o que ella esté muy equivocada. Si ocurriera lo primero, la solución sería sencilla: solo se trataría de que el Gobierno cambie el rumbo y ponga a la gente de Cristina a gobernar. Pero, si sucediera lo segundo, si ella estuviera equivocada, el dilema para Alberto Fernández es tremendo: hace lo que Cristina quiere y paga el enorme costo de aplicar un enfoque fallido, o no lo hace y debe enfrentar un conflicto muy desestabilizador.
Este problema se puede percibir con claridad en la manera en que Kirchner enfoca el asunto de la inflación. En esa notable frase sobre la evolución de los precios entre el 2014 y el 2015, la Vicepresidenta dice: “Al año siguiente la bajamos a 24, 25″. Es un recorte que omite lo central. Lo que en realidad ocurrió con la inflación desde que Cristina asumió en 2007 hasta que se fue en 2015, fue muy grave. En 2006, antes de que ella asumiera, los precios en la Argentina habían subido un 9,8 por ciento. Pocos años después, como reconoce Cristina, habían trepado casi un cuarenta por ciento. En la mayor parte de ese período, el dólar y las tarifas estaban planchados. En casi ningún lugar del mundo ocurrió semejante barbaridad.
La mala praxis tuvo consecuencias muy serias para el país. La más importante de ellas es que regresó la inercia inflacionaria. Esa patología había sido erradicada en los años noventa mediante la convertibilidad. No había vuelto ni siquiera luego de la trágica ruptura de ese régimen. En 2002 el valor del dólar se multiplicó por tres y la inflación subió solo el 40 por ciento. Y en 2003, ¡bajó al 3 por ciento! Tuvo que llegar Cristina Kirchner para que el hábito de la remarcación se reinstalara. Como se sabe, una vez que vuelve, es muy complicado deshacerse de él.
Lo que parece una discusión histórica tiene efectos determinantes sobre el presente. Porque, contra toda evidencia, ella cree que efectivamente triunfó contra la inflación gracias a la administración de la puja distributiva y entonces recomienda medidas similares a las que causaron el problema. Ningún economista serio, del palo teórico que sea, cree que la inflación puede derrotarse mientras se estimula la demanda. Cristina reclama, una y otra vez, que se haga eso, ya sea por medio del aumento del gasto o de los salarios. Es lo que hizo cuando era Presidenta con los resultados conocidos.
En ese sentido, el conflicto es irresoluble. Los equipos del Gobierno creen que con las recetas de Cristina, los resultados serán los mismos en condiciones mucho más delicadas. Entonces, si no las aplican porque son incorrectas, chocan contra su furia. Y si las aplican, chocan contra la realidad, los precios vuelven a subir y vuelven a chocar, por otra vía, con su furia.
No hay salida visible.
A medida que pasan las horas, la situación se hace más explosiva porque lo que ocurre con la inflación, se multiplica hasta el infinito en la discusión sobre las tarifas. Durante los años de Cristina Kirchner, las tarifas se mantuvieron prácticamente congeladas. Eso tuvo efectos a varias bandas. La Argentina perdió el superávit fiscal por efecto del crecimiento de los subsidios, que en su mayoría beneficiaban a familias pudientes. Perdió el superávit comercial, porque subió el consumo de energía barata, se redujo la inversión, y todo eso impulsó la importación de energía. Por la misma razón, se perdió la soberanía energética y volvió la restricción externa. Se regaló energía en un país sin energía y dólares en un país sin dólares. Se multiplicaron, además, los cortes de luz. Los principales problemas macroeconómicos nacieron en aquellos años. Pero Cristina no lo piensa así: cree que fue un proceso solamente virtuoso. Y quiere repetirlo. Por eso, las tarifas han vuelto a estar tan atrasadas.
El Gobierno ya ha llamado a audiencia pública sobre aumento de tarifas para la próxima semana. Algunos días después debería aumentarlas. Esa decisión puede ser tomada por el Presidente de la Nación pero, para ponerla en práctica, debe ser refrendada por la titular del Enre, Soledad Manín, que responde al sector de la Vicepresidenta. En un gobierno con una cadena de mandos razonable, Manín debería obedecer la decisión presidencial o renunciar. En este contexto, puede que no ocurra ni una cosa ni la otra. En ese caso, Fernández deberá despedirla, con lo cual chocará con su vicepresidenta, o no aplicar los aumentos, con lo cual volverá a chocar con la realidad, que incluye ahora un compromiso con el Fondo Monetario Internacional. Otra vez, el fantasma del default.
Se acerca otro de esos momentos en los que Fernández deberá decidir si es un Presidente o mucho menos que un Presidente. Son las reglas. Nadie lo obligó a entrar en este laberinto donde cada enorme desafío es pequeño al lado del siguiente.
En el medio de este derrotero, es muy llamativo el revoleo de números con que el cristinismo justifica sus planteos. El martes pasado, Andrés Larroque, argumentó:
-Guzmán eliminó el cuarto IFE, a fines del 2020, con el argumento de que no quería que subiera el dólar. ¿Y qué pasó con el dólar?
María O’Donnell, la periodista que lo entrevistaba, le respondió:
-No subió.
Larroque lanzó una risotada:
-¡Pero estaba a doscientos! ¡Así cualquiera!
Se trata de una intervención disparatada. En esos meses, el dólar no sólo no subió sino que bajó abruptamente.
Los números le daban la razón a Guzmán.
Pero, justamente, allí radica el drama del Frente de Todos, y por lo tanto del país.
De un lado hay una vicepresidente poderosa, agresiva, enojada, y -además- equivocada, cuyo cerebro navega entre el autoelogio, la victimización, el desprecio por los demás y un universo de números y percepciones rarísimas. No se le puede obedecer porque sus números están mal. Pero tampoco desobedecer porque el ruido es tan grande que desestabiliza al Gobierno.
Y del otro lado: ¿habrá algo del otro lado?
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