Publiqué en este medio los pasados años dos notas sobre Eva Perón, “En el altar de tu inmortalidad”, a propósito del aniversario de su paso a la eternidad y “En sus ojos la Patria de Perón”, sobre su renunciamiento a la vicepresidencia de la Nación. Hoy, un nuevo 7 de mayo en que releo zonas de su obra, me interesa compartir con el lector un tema que pareciera negado de antemano cuando de nuestra Jefa espiritual se trata: el referido a sus aportes al Pensamiento Nacional.
Porque a Eva Perón se la invoca mucho pero no se la lee, caso contrario no veríamos proliferar la falsificación de su pensamiento y acción en la historia de los argentinos como viene aconteciendo desde los años setenta al día de hoy: ya sea respecto a la construcción de un quimérico “evitismo” que la enemista y enfrenta con Perón, de quien ella acostumbraba afirmar: “Yo no he hecho nada, todo es Perón. Perón es la Patria, Perón es todo y todos nosotros estamos a distancia sideral del líder de la nacionalidad”, y a quien el General había otorgado una cuota de poder y protagonismo inexistente para las mujeres en el mundo entero, hasta su utilización como bandera del feminismo que no sólo Evita denostó en sus escritos sino que combatió a través de la defensa irrestricta de una férrea unidad con el varón frente al peligro que toda división artificial al interior del movimiento nacional significaba. Ni qué hablar de la inaceptable utilización que se hizo de su nombre para la promoción de la legalización del aborto de quien no sólo defendió la vida desde la concepción hasta la muerte natural (en conformidad con los Planes Quinquenales y la Constitución Nacional del año 1949) sino de quien murió siendo Hermana Franciscana de la Primer Orden, honor al que pocos laicos han accedido en la historia de la Iglesia.
Convengamos que esta tergiversación no es privativa de su figura sino que compete al propio Perón y su doctrina, lo que explica que un movimiento revolucionario como el Justicialista haya trocado en un partido más del arco liberal, sea en su expresión liberal o socialdemócrata. Y digo algo más: responde también a un presupuesto fuertemente asentado en la producción de sentido de la intelligentzia que continúa remachando que el Peronismo carece de consistencia en orden a las ideas. Mal que les pese a los intelectuales de la autodenigración, el Justicialismo postuló con la Comunidad Organizada un proyecto de civilización alternativo al capitalismo liberal y al comunismo soviético, que habían sumido al mundo en una crisis social, económica y moral sin precedentes, asentado en un programa de democracia social, participativa y humanista que reconocía y garantizaba derechos y obligaciones de la persona humana cuya realización se daba sólo en una comunidad liberada que amarraba su destino al del conjunto de la colectividad.
Por eso, el sujeto político del Justicialismo fue el pueblo libremente organizado y no el individuo aislado del modelo liberal o el Estado colectivista del comunista. Tanto es así, que la Comunidad Organizada continúa siendo el más alto nivel de conciencia y organización de nuestro pueblo en toda su historia porque es reconocimiento de la integralidad humana en una síntesis cabal e indivisible de fe y política. En este marco doctrinal deben pensarse los aportes de Evita al Pensamiento Nacional que son múltiples y exceden por mucho el espacio de esta nota. Por su importancia en la actualidad, voy a referirme en particular a su tesis sobre la identidad nacional.
Eva Perón observó con claridad que el colonialismo cultural se asentaba en dos grandes negaciones que habían obstruido la posibilidad de que el pueblo argentino tenga conciencia de sí mismo y de sus capacidades colectivas preparando así las condiciones de indefensión intelectual del país para darse una política nacional independiente: la herencia hispana y la pertenencia a Suramérica.
La reivindicación de la hispanidad es una insistencia en toda su obra. Décadas de colonialismo cultural probritánico sobre nuestra enseñanza, explica, signaron el entendimiento de la historia de la independencia argentina e suramericana como un acto de reclamación de supuestas libertades arrebatadas tras una “esclavitud” de tres siglos a que nos “sometió” la conquista española. En el artículo “Ante la proximidad del Día de la Raza” publicado en el diario Democracia el 6 de octubre de 1948, Evita rechaza de plano la leyenda negra argumentando que: “La leyenda negra con que la reforma se ingenió en denigrar la empresa más grande y más noble que conocen los siglos, como fueron el descubrimiento y la conquista, sólo tuvo validez en el mercado de los tontos o de los interesados”.
“Tontos” e “interesados” que fraguaron una política de la historia que agraviaba la verdad. Porque vale indagar, se pregunta, ¿pudieron los conquistadores españoles quitar a Suramérica libertades que no existían en nuestro suelo cuando Colón descubrió el nuevo Continente? Los argentinos no descendemos de indios, sino de conquistadores y de la fusión de éstos con aquellos. Como señala Evita con justeza: “América es la eternidad de España en el mundo de la civilización”, que nos transmitió la fe católica y un arquetipo cultural hispánico del conquistador y misionero vinculado a los valores del trabajo, el esfuerzo, la integración comunitaria y el sacrificio. Refiere entonces al carácter cristiano y popular de esta gesta: “La epopeya del descubrimiento y la conquista es, fundamentalmente, una epopeya popular. No sólo por sus hombres, que cortaron horizontes y abrieron a los siglos las puertas gigantescas de un nuevo hemisferio (…) sino por la cruz que venía a la par de la espada. Ésta era la herramienta del héroe aislado en el mundo agreste; aquélla, el signo de paz, de igualdad y de amor entre los fieros defensores de la fe y los conquistadores para el reino de Jesús más que para el reino de Fernando e Isabel”.
El movimiento de la Independencia no fue originariamente de carácter nacionalista, sino de carácter liberal. Allí sus frutos disgregantes respecto al territorio de la “patria grande” que fuimos y a la imposición de una cultura neocolonial que a la par de que negaba la hispanidad y sus valores ínsitos, sumía a cada una de nuestras “patrias chicas” en la dependencia estructural y la postración espiritual. Para Evita nuestro pueblo debía trabajar esforzadamente en la restauración de la hispanidad para ser merecedor de “inmortal herencia”, reaseguro de poder fortalecer su ser nacional: “Reeditemos su fe en Dios y en nuestros derechos a ser definitivamente libres, dueños y soberanos de nuestro propio destino, y las generaciones venideras, como nosotros ante ellos, nos honrarán porque supimos ser dignos de nuestros mayores y renunciar para la felicidad de nuestros descendientes. Éste es mi homenaje al día de la Raza, día del pueblo que nos dio el ser y que nos legó la espiritualidad. ¡Bendito sea!”.
Precisamente, la crítica al liberalismo es otra de las insistencias de sus escritos. Al respecto apunta: “Cuando al apelar a la confianza de las ideas liberales, nos encontramos con los vicios y deformaciones que derivan de regímenes del más crudo despotismo o con métodos de libertinaje detractor, no hay fuerza humana, con sensibilidad cristiana, que no repudie esas tendencias que degradan los atributos esenciales de la personalidad humana”. El reconocimiento de la identidad del pueblo argentino se ligaba asimismo a su arraigo continental. A una Europa hundida en el materialismo, Suramérica como “Continente de la Esperanza” venía a contraponerle la manifestación del espíritu y la síntesis de una vida integral organizada en valores para la creación de una comunidad social justa. En una alocución a las mujeres de los pueblos hermanos afirma: “En la vida universal, América simboliza el Continente de la Esperanza. Para los hombres y para los pueblos de empresa, esa esperanza representa la libertad suprema y la felicidad entre los hombres. Por eso, América, es el Continente de la justicia y de la paz. En nombre de estos principios sociales y cristianos, liberadores y fraternos de la justicia y de la paz, hablo a todas las mujeres americanas para llevarles el pensamiento y los saludos de las mujeres argentinas que sueñan y luchan, al igual que por el engrandecimiento de la Patria, por el afianzamiento americano y por la consolidación del bienestar universal”.
Al paso del avance de las políticas de integración regional que venía impulsando Perón, Evita se ocupa de convocar a las mujeres suramericanas a fusionar esfuerzos en pos de que el Continente pueda alzarse en el camino de recuperación de su estima y de su destino de grandeza: “Mujeres de América, compatriotas continentales: esto es un llamado a todas las mujeres americanas, para que se enrolen y trabajen por la afirmación de una doctrina que impulse hacia los principios por los que debe luchar la humanidad presente. (…) Hablar de la felicidad de nuestros pueblos de América es, en estos momentos, como hablar de la misma felicidad humana, desde que el mundo sabe ya, sin ninguna duda, que aquí, precisamente en América, está el último reducto del hombre y la última esperanza de los pueblos. (…) Trabajemos por la justicia que América reclama para el mundo, por la justicia que todos esperan ver llegar como fuerza liberadora de las múltiples cargas que acosan aún a la humanidad. Trabajemos por la justicia social para el trabajador del Continente”.
Estos son los años en que se aboca a la conquista de lo que será la organización política de mujeres más importante de la región. A ellas ofrece un espejo donde mirarse y reconocerse, donde anudar su sentido de misión como un eslabón más de una larga cadena de sacrificio y grandeza, insisto, que hunde sus raíces en la religión católica y en el valor del trabajo legados por España y en la pertenencia a la espiritualidad suramericana. Asienta entonces una realidad negada hasta el día de hoy bajo el argumento tan reiterado de la “invisibilización” femenina: la mujer fue protagonista en todo el transcurso de la historia del país y del Continente aunque sus modos de actuar hayan sido en muchos casos menos visibles que los del varón: “Las mujeres hemos actuado siempre silenciosamente, alentando de continuo el corazón de nuestros compañeros. (…) No hay un solo pueblo, como tampoco un solo Estado, que no venere el recuerdo emocionado de alguna de las mujeres heroínas de América del pasado o del presente”. Recupera la fuerza moral de autoafirmación nacional que venía de antaño, en donde la acción de la mujer emergía en todas las manifestaciones de la cultura y de la política como guía de una nueva mentalidad: “Es como si América toda, en la femineidad de su nombre, hubiese deseado acompañar su destino con el concurso de las mujeres que refirmaron en la historia continental con provechosas enseñanzas y con ejemplos santificados, hasta donde llega el esfuerzo de la mujer en la lucha por el progreso humano. (…) Hay pues, en la historia continental, un lugar para cada mujer de América”.
En este rescate toma cabal distancia de las feministas argentinas atadas a los modos de concebir su propio rol venido de las usinas de pensamiento europeo o yanqui. Afirma al respecto: “Hasta entonces, por comodidad y rutina, todos habían seguido las huellas que marcaban los demás países (…) sólo se buscaban soluciones dentro de fórmulas postizas y aparentes, que importaban con la misma ligereza y falta absoluta de conciencia nacional, los partidos de derecha que se negaban a evolucionar y los partidos de izquierda, que buscaban en la evolución una forma de agitar conciencias laboriosas para aprovechar políticamente la lucha de clases e imponer una dictadura contraria al espíritu del pueblo, a las esperanzas de la nacionalidad y a la moral cristiana y argentina. Fue la obra de Perón (…) la que hizo posible que el país tomara en sus manos la orientación rectora de la tradición humanística, base insustituible y raíz imperecedera de toda libertad económica, soberanía política y justicialismo social”.
Al sustrato hispánico y suramericano medular en su tesis sobre la identidad nacional lo completa con la reivindicación de dos fechas fundantes de la argentinidad: la revolución de junio de 1943, a la que denomina “cuna del Justicialismo” y el 17 de octubre de 1945 como inicio de la revolución justicialista. Sin dudas, esta operación intelectual de ruptura radical con la tradición feminista y sufragista en el país, le permite elaborar una nueva concepción espiritual e ideológica para las mujeres argentinas. De la mano de Evita, finaliza el feminismo de imitación y comienza a erguirse orgullosa la mujer argentina y suramericana que junto al varón posee tradiciones culturales y políticas propias y originales.
El proyecto de Comunidad Organizada tendrá reservado un papel primordial para la mujer, no como “dominada” que se rebela vengativamente contra el varón como en el modelo del feminismo colonial, sino como auténtico ser integrado capaz de liberar a su Patria junto a su compañero. Centralmente porque Evita no anuda las batallas de las argentinas con peleas exclusivamente foráneas y tampoco hace tabula rasa con el pasado como resulta común en los planteos de corte con la tradición, a la que se desconoce o se niega, para empezar todo de nuevo sin tener dónde anclar la propia práctica política. Es por eso que su crítica al feminismo apunta a desnudar tres rasgos substanciales: refiere a teorías y prácticas extranjeras que motorizan la lucha entre sexos, discursivamente pelea por ocupar lugares y cargos, a la par de que niega la propia tradición y degrada a la mujer victimizándola en una historia donde se desconocen manifiestamente los logros de la mujer en nuestra historia.
En síntesis: Evita formula una nueva fe fundante para las mujeres argentinas. La mujer es reducto de vida y esperanza para una humanidad hundida en el materialismo más asolador y, en nuestro suelo, anticuerpo para frenar la degradación oligárquica de la vida comunitaria: “Son los valores morales los que se han quebrado en esta actualidad desastrosa: y no serán los hombres quienes los restituyan a su antiguo prestigio. . . y no serán tampoco las mujeres masculinizadas. No. ¡Serán otra vez las Madres!”. Orientadoras de la conciencia nacional porque educan al niño y forman al hombre. Son igualmente reaseguro de la unidad en un doble sentido: unidad del movimiento nacional justicialista y unidad propia del movimiento de mujeres respecto a su rol de predicadoras de la doctrina, compañeras del varón y protectoras del hogar. Para Evita y para la doctrina justicialista la mujer encarna las mejores cualidades de la persona humana: abnegación, trabajo, generosidad, humildad, servicio. Es un arquetipo con una fortaleza espiritual a prueba de toda avidez materialista e individualista.
No en balde, Evita elige el modelo de la Virgen María, madre de Dios hecho hombre a través del que la mujer recobra su dignidad como fundamento, guía y amparo de toda la humanidad: “Nuestro símbolo debería ser el de la madre de Cristo al pie la cruz”, escribe en La razón de mi vida. María es ejemplo del mayor acto del amor y la entrega, el intelecto del amor que para Evita sofrena la primacía de la pura razón mundana materialista y permite la armonía.
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