Feminista en falta: Marilyn, la clandestinidad y el culo de Kim Kardashian

La influencer y el mayor símbolo sexual de todos los tiempos son, casi por oposición, íconos de su época, que comparten mucho más que las curvas y a las que separa, a la vez, un abismo mucho más ancho que sus caderas. ¿Cuánta violencia hay en el mensaje de esta Kim famélica y fajada frente al de aquella diva que vendía sensualidad y cantaba entre susurros a meses de la muerte?

Kim Kardashian sabe que comparte con Marilyn Monroe mucho más que la doble inicial y la figura curvosa, y también que lo que las separa es un abismo aún más grande que el ancho de sus caderas. Las dos son, casi por oposición, los íconos de la feminidad de su época. Si la rubia fue la apoteosis de sensualidad sutil y desbordante que cantaba entre susurros, pero deseaba ser reconocida por su intelecto y no por su aspecto físico; la morocha es el desparpajo grotesco que grita “quiéranme por mi culo” en un mundo que nos cargó un nuevo mandato, porque ahora también tenemos que dar mensajes a través de cada acto.

Marilyn cantandole feliz cumpleaños a Kennedy

MM vendía pura fantasía; apenas unas gotas de Chanel Nº5 para irse a la cama desnuda entre sábanas de seda blancas. Así fue como la encontraron muerta en su casa de Brentwood en agosto de 1962, sólo dos meses después de la fiesta de cumpleaños de John Fitzgerald Kennedy para la que usó el vestido de la discordia: el Jean-Louis nude bordado a mano con 6000 cristales que el Museo Ripley le prestó a KK en la gala del MET del lunes pasado, para horror de conservacionistas de trajes y activistas del body positive.

El suspiro del público cuando Marilyn le cantó el feliz cumpleaños al entonces presidente de los Estados Unidos quedó registrado en las cámaras igual que el momento en que los asistentes ayudaron a Kardashian a subirse la trusa que le comprimió el otro día las piernas y la cadera para amatambrarse feliz en la pieza histórica hoy valuada en más de US$10 millones con la que subió las escaleras del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.

Kim Kardashian poniéndose el vestido de Marilyn

Sabemos por sus cartas, diarios y poemas que, en cambio, esa noche, el mayor símbolo sexual de todos los tiempos no estaba contenta. Por el contrario: aunque se la viera radiante –y tonta, como marcaba el estereotipo–, era una mente atormentada por el espectro de la locura hereditaria, el dolor del abandono y el abuso, y la paradoja de la traición masculina y las inseguridades más profundas. ¡Ella, Marilyn, la mujer cuyo solo vestido sigue provocando los mismos suspiros sesenta años después de muerta! ¿Qué podíamos esperar el resto de las mortales, si ser deseable era eso, si evidentemente lo sigue siendo?

Marilyn soñaba que la partían al medio y adentro no había nada: en sus pesadillas estaba hueca por dentro. Ahora diseccionamos en las redes y en los medios de todo el mundo a su émula de este siglo –platinadísima para la ocasión– porque reconoce orgullosa que bajó siete kilos en tres semanas para entrar en su ropa, pero la diva también se mataba a dieta, como se la escucha contar con candidez en el documental de Netflix El misterio de Marilyn Monroe: Las cintas inéditas (2022).

Marilyn Monroe en la celebración del cumpleaños del presidente de EEUU John F. Kennedy en el Madison Square Garden. Allí, le cantó el 'feliz cumpleaños'

“Me dicen que tengo hábitos alimenticios bizarros, pero yo no lo creo –revela con esa voz siempre aniñada, vulnerable–. Pongo a calentar una taza de leche antes de ducharme a la mañana, y cuando salgo, le agrego dos huevos crudos, los bato con un tenedor, y los tomo mientras me visto”. A eso le sumaba sólo carnes magras, pastillas y zanahorias (“Debo ser mitad conejo”, dice después, como si se tratara de algo espontáneo, sin ningún esfuerzo).

Y otra cosa: Marilyn, como ahora Kardashian –que en cambio parece fuerte y poderosa hasta en las peores circunstancias, cuando habla de la enfermedad mental del padre de sus hijos, cuando se divorcia–, también se fajaba entera, sólo que a ella no la veíamos hacerlo.

Y esa es tal vez la diferencia más grande entre las dos, porque en las últimas seis décadas han cambiado muchas cosas, y muchas mujeres aprendimos –al revés que Marilyn, con mucho esfuerzo– a aceptar y querer (o acaso a odiar menos) a nuestros cuerpos, pero a la mayoría todavía nos cuesta mucho dejar atrás las dietas bizarras; las tenemos tan internalizadas como a veces a la misoginia.

John F. Kennedy (de espaldas a cámara) junto a la actriz Marilyn Monroe

Mis amigas, las de mi madre, las de mi hermana y las de mi hijo adolescente, es decir, al menos cuatro generaciones diferentes, sabemos lo que es ayunar durante días e incluso semanas por una fiesta importante, con la salvedad de que eso siempre fue un secreto entre mujeres, que se pasaba de generación en generación, justamente. La primera vez que usé una trusa fue para un quince y me la compró mi abuela: yo pesaba 45 kilos, y si bien siempre fui del club de las Kardashian, es difícil que la necesitara, ¿quién realmente necesita eso?

Los varones cis no podrían darse una idea de lo que significa meterse en un par de esas medias como las que usaba Susana, nuestra Marilyn vernácula –”para los jamones, que te achatan la panza y te levantan la cola”–: a la hora te falta el aire como a una dama antigua con corset y miriñaque. Somos legiones en el mundo las que las hemos usado y también las que nos hartamos. Y, sin embargo, Kim vende hace años su ropa interior reductora hasta para la playa: fajada y a la vista; “Sufro, pero me gusta”, parece decir, mientras se contonea por la red carpet. A su manera, ella también vende una fantasía: que someterse a todos esos padecimientos es algo que disfruta.

Crédito: Instagram @kimkardashian

No quiero banalizar, pero también es difícil no ver el hilo que une todas las violencias y todos los secretos. La realidad puede ser cada vez más horrible para las mujeres del mundo pese a todo lo andado; basta con imaginar lo que podría provocar la anulación del fallo que protege el derecho al aborto en los Estados Unidos: un retroceso masivo a la clandestinidad. Kardashian, sin siquiera proponérselo, liviana, frívola, groseramente, saca a la faja del clóset y vuelve a hacer historia; todavía no tengo claro si para bien o para mal. Y es que no normaliza nada que no esté normalizado, ¡si hacen dietas y se fajan chiquitas de quince años! Lo que hace KK es otra cosa, que es pasarlo en limpio.

Las mujeres todavía queremos ser la mártir que se atiborra de pastillas esperando que la rescaten, ¡todavía queremos ser Marilyn! Ese es el vestido en el que queremos entrar, y encima nos queda chico. Esa también es nuestra Gilead y por eso Kim es un ícono: la crueldad estética para nosotras sigue siendo la norma y no se va a terminar por partir un nuevo símbolo al medio ni por repudiar su mensaje distorsionado sobre los estándares corporales.

En todo caso, el mensaje está más claro que nunca: es el de esa mujer fajada feliz y famélica que no tiene empacho en contar que lloró de alegría porque le entró el vestido de sus sueños y se perdió la fiesta porque volvió a su cuarto de hotel a darse un atracón de donuts y pizzas. La que comparte su dieta bizarra con todo el planeta y se vuelve una cualquiera de las que la miramos por Instagram; porque aunque ahora se use menos decirlo en público, la obsesión por la propia imagen –mucho más que por la ajena–, todavía nos perturba hasta límites infinitos.

Al final, el culo es el mensaje. Entonces es difícil que no se nos llene al menos un poquito eso mismo de preguntas cuando vemos a la copia de Monroe contener la respiración en la alfombra roja. Porque con ella, aunque nos de bronca o nos parezca otro retroceso, tal vez por una vez, como canta Shakira, las caderas no mientan.

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