Cuando el observador curtido levantó la tacita y miró en la pantalla del teléfono el bofetazo que le daba con gran velocidad Moe Horwitz a Larry Fine, actores, ocurrió algo. Al recorrer los conflictos del día de nuestro país en divorcio político perpetuo, hizo un alto y dio paso al teléfono y a la acción de Los Tres Chiflados. Qué magnífico cachetazo, un desayuno con regalo. Segundos de extraña felicidad aportados por los Chiflados, con mucha diversión para una risa asalvajada, a lo bestia, ofrecía un período de una gran parte del entretenimiento catártico que el cine con seguridad forma integra. El observador se dijo que venía bien un reconocimiento junto a la cinefilia considerada de mayor altura o pompa. Elogio a un modo con menor intelectualismo y análisis académico. Algo no inventado ni salida del huevo pero sí el mejor de los hijos del humor que sostuvieron Curly y Shemp, dos de los hermanos, hasta la incorporación de Curly, el de mayor popularidad, aquel que bizqueaba como nadie, fruncía el hociquito como nadie, se daba golpes contra la pared como nadie.
Fueron integrantes del grupo de actores que alcanzó su apogeo en 1922 y quedó como una de las mayores filmografías con historias delirantes, embarulladas, graciosas, no sin una gota de poesía de poca monta: la de los perdedores. Se venía allí de una guerra, y las comedias (iban a ser 29 largos en blanco y negro y color, alguna obra chica) surgidos del puro vodevil, parientes lejanos de la revista porteña. Brooklyn y una familia judía ajustada con mucho sabor al ámbito imaginable -olores, gestos, tienditas, mesas de ajedrez en la vereda– produjeron a Los Tres Chiflados.
Hay que reconocer que pusieron un mojón, alegre y disparatado, tan hijo del slapping (¿payasadas, muecas, digamos?) como de una performance en un museo contemporáneo que tendría un éxito bárbaro.
No sería desacertado decir que Jerry Lewis -por agregar a los mismos visajes y herencia- hizo fama y fortuna con la herencia slapping. El observador curtido, dicho sea de paso, nunca metabolizó con facilidad cuando Lewis hacía sus personajes en la misma vertiente -mueca, sobre todo cuando Dean Martin cantaba (muy bien) y enamoraba a las chicas, su parte. Dejémoslo, en todo caso con modestia, pensó entonces el observador curtido, porque no era pretensión ni crítica: elogio justificado. Solo que Los Tres Chiflados crearon algo –lo intentaron otros un poquitín-, pero ahora, al abrirse un siglo con ellos, sus mamporros y piquetes de ojo con gracia y una agradable arbitrariedad de tirones de orejas, martillazos y sacudones, parece justo dar el mérito a esa irresistible y retorcida seducción.
El observador curtido apartó su tostada y entró en la era de Los Tres Chiflados. Ya habría tiempo para el thriller de John Connoly que esperaba su turno en el parque con buen sol. Era hora de los chiflados.
Deliciosos miserables.
Estados Unidos pasaba apreturas difíciles. Poco para el bolsillo, ropas gastadas y a la pesca de cualquier trabajito. Los chiflados pusieron el hombro al entretenimiento de masas, y quedaron, quedarán. Querían serlo. Buscaban el cine limpiador para lamer heridas. Quisieron ser actores, con la excepción de Curly, al que tuvieron que convencerlo para que se cortara el pelo, ejerciera su carota de goma y una sensibilidad transparente. Curly, estrella superior del mundo Chiflado, era tímido y retraído, pero aceptó hacerlo en lugar de Shemp, que había resuelto cortarse solito en su propio montaje y personaje. Golazo de Curly. El gordito eléctrico puso gestos como metamorfosis inmediatas y la estupefacción sin protestas frente a las maldades de Moe, el del flequillo, el que mandaba y ejecutaba tanto guiones como orejas estirados por su cólera su cólera absurda, motor y clave creadora de Los Tres Chiflados. El jefe bajito de los hermanos (1.60, el iracundo Moe) hizo de las golpizas un mecanismo de arte y gozo.
Nunca faltaron quienes consideraron a los Chiflados promotores de violencia y temieron que chicos y ya creciditos tuvieran la idea de meterse los ojos en el dedo con la velocidad de relámpago. Es que nunca faltan ganas de trabar y joder -disculpen- a todo aquello que lo pase bien y no le haga daño a nadie. Tampoco una historia clásica de Hollywood podía faltarles a esos gloriosos desfachatados: cuesta abajo en la rodada. Curly sufrió períodos de depresión y, ya alcohólico, murió sobre la barra de un café con dos jarras de cerveza con whisky. Hay que notar -pensó el observador curtido- en los momentos en que se tiraba al suelo para girar como un trompo y mover las piernas como un ancestro del breakdance, o bailar hacia atrás como iría a hacerlo Michael Jackson con Moonwalker algún día.
Poco a poco fueron apagándose sin fortuna ni dicha. Quedaron, pensó el observador curtido, como legado, para siempre. Siempre estarán a mano martillazos de goma para alguien poco grato. Pueden consultarlo en terapia.
Podría funcionar.
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