Roosevelt y la Corte Suprema de Justicia

Ninguna iniciativa del popular presidente tuvo tanta adversidad como cuando intentó ”licuar” a uno de los poderes del Estado

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Franklin D. Roosevelt
Franklin D. Roosevelt

Mucho se ha escrito sobre uno de los principales mandatarios de los Estados Unidos. En esta ocasión, solo se recordará que fue elegido para ocupar el Despacho Oval en cuatro oportunidades consecutivas desde el 4 de marzo de 1933 hasta el 12 de abril de 1945, falleciendo en el ejercicio de sus funciones, imponiéndose destacar que fue el único gobernante quien excepcionara al saludable legado de Washington -elogiado e imitado por Jefferson– quien, al culminar el segundo período, dio un ejemplo de civismo al abdicar de un tercer mandato esperando su retorno a los brazos del Padre lejos de la vía pública.

Su ambicioso programa conocido como “New Deal“ tendía a chocar con la visión conservadora de los otrora integrantes de la Corte Americana, quienes observaban como demasiado progresista el itinerario presidencial.

Luego de ser reelegido para un segundo mandato, en 1936, por un apabullante 61% de los votos, intentó darle un giro a la conflictiva relación con el Máximo Tribunal. En febrero de 1937 se propuso ampliar el número de miembros de la Corte aprovechando cierta calígine jurídica que ofrecía el artículo II en cuanto no especificaba el número de integrantes y, en definitiva, se permitía designar hasta seis magistrados con lo cual se tornaría laxo cualquier reparo.

Nos recuerdan los profesores de la Universidad de Harvard Steven Levistky y Daniel Ziblatt en su obra Como mueren las democracias que llamativamente, pese a la popularidad del Presidente – a quien lejos se está de adjudicarle el rótulo de autócrata, pues supo manejarse dentro de los límites y controles de la Constitución - éste encontró la oposición más férrea que jamás había tenido durante su mandato: ninguna otra iniciativa suya tuvo tanta adversidad como su idea de " licuar” a uno de los poderes del Estado.

No solo se opusieron los republicanos; la prensa, los abogados, los jueces y hasta los miembros del partido demócrata se mostraron adversos a los deseos presidenciales; al cabo de pocos meses, se le colocó una lápida a la propuesta siendo liquidada por un Congreso con mayoría oficial el que impidió una penetración inapropiada en la cabeza del Poder Judicial.

En La Revancha de los poderosos Moisés Naim pone de relieve que, en la actualidad, los autócratas en ciernes que aspiran hacerse con el poder absoluto necesitan un método fiable para sortear los controles; vaciar de contenido o colocar sobre la bruma oscura los límites forma parte de un programa tendiente a imponer la voluntad del mandatario sobre los órganos contiguos.

El carácter omnímodo del poder consiste en una inmunidad absoluta. Jacques Derrida propone la versión de autoinmunidad la cual se transforma en la panoplia habilitante de la aplicación de la ley como recurso diferencial. De este modo, el castigo solo alcanza a los segmentos periféricos y decae al pretender colocar bajo su fusta la admonición de los delitos de poder.

Es imprescindible para conservar la anatomía y fisiología de los sistemas democráticos articular tranquilizadores límites al poder; resulta prudente en este tramo recoger las palabras de Byung – Chul Han quien, su ensayo “Sobre el poder” acude, a su vez, a la enseñanzas de Hannah Arendt para quien éste surge no solo de la capacidad que tienen los hombres para actuar sino, también, para conectarse con los demás y conducirse de acuerdo con ellos; el fenómeno fundamental del poder es la instrumentación de una voluntad común en comunicación orientada al entendimiento.

Como he dicho por este mismo medio, es necesario alejarse del candelero de la luz fatua que propaga permanecer al margen de la ley; es ineludible convivir con instituciones fuertes e independientes atadas, como Ulises, al mástil de la legalidad. El debate sobre la vigencia del Estado de Derecho no se canaliza, al menos en hogaño, entre derecha o izquierda; como alfa y omega de la cuestión, la dialéctica se circunscribe al ancho campo – con fronteras definidas – que enfrenta al sistema populista, que avasalla derechos, con su adversario, que propicia un mosaico republicano e institucional colocando valladares.

Por ello, creo que toda acometida que se lleve a cabo contra los poderes del Estado en cualquier tiempo y espacio geográfico – en el caso, contra la cabeza de un Poder Judicial– es nociva para la construcción de una sociedad democrática.-

Las instituciones deben estar por encima de los hombres y unidas como hermanas siamesas que han de vivir separadas pero que volverán a juntarse espalda contra espalda. Fueron los propios hombres quienes delinearon a las primeras no solo para organizar de manera más apropiada su vida social sino, también, para prevenirse de la concentración y abuso del poder.

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