La gran paradoja de la educación actual

Nuestros alumnos salen de la escuela con menos curiosidad y menos creatividad que cuando ingresan

Más que seguir pidiéndoles que repitan contenido, debemos preparar a nuestros alumnos para generar valor agregado a lo que sea que decidan hacer (Foto NA)

Los chicos nacen con una motivación natural. ¿Qué niño no abría los cajones y daba vuelta las carteras de pequeño? Todos nacemos curiosos. Y después, un día, vamos al colegio. “Sentate derecho y prestá atención”. A algunas personas les sigue costando entender que los chicos aprenden más cuando se involucran cognitiva y emocionalmente.

Cuentan en el libro Disney U que Walt Disney sabía que un supervisor no podía gritarle a un empleado en la oficina y después pedirle que saliera a sonreírles a los visitantes de su parque como si nada hubiera pasado. Como docentes, ¿podemos generar un aula con miedo, en la que penalizamos el error o hacemos sentir mal a los alumnos, y luego pedirles que desarrollen toda su creatividad o que se arriesguen a hacer preguntas o a cometer errores?

Pensar es complicado. No podemos pensar si creemos que alguien nos va a poner en ridículo o simplemente no le interesa escuchar lo que decimos. Tampoco podemos pensar si creemos que tal vez otros son más inteligentes y podrían contestar algo mejor o cuestionarnos porque no están de acuerdo con nosotros. ¡Hay que animar a nuestros alumnos a pensar! Por eso, debemos hablar de aulas sanas, con ausencia de amenaza. Aulas en donde nadie pueda interferir con el aprendizaje de un compañero y en donde hayan oportunidades significativas para pensar.

Activamos cognitiva y emocionalmente a nuestros alumnos proporcionándoles la seguridad emocional que necesitan. Un espacio de aprendizaje inseguro genera barreras que afectan el aprendizaje. Cuando el aula no es un lugar sano, se rompe el compromiso de los alumnos con el proceso de aprendizaje.

La creatividad no es una habilidad innata. Se entrena. Implica descubrir, jugar, generar nuevas ideas, mejorar las ideas que ya existen, relacionar cosas. Es conectar cosas, hacer surgir una idea nueva; es el medio que nos permite solucionar un problema. En un mundo en el que muchos buscan encasillarse, la clave está en enseñarles a nuestros alumnos a encontrar las diferencias.

Históricamente, se le ha atribuido a la educación la responsabilidad de formar para el mundo del trabajo. Pero ¿cómo se vislumbra este escenario en la actualidad? Hoy, muchas empresas –entre otras, gigantes como Google– valoran más la curiosidad que el alto coeficiente intelectual de sus empleados. Por lo tanto, más que seguir pidiéndoles que repitan contenido, debemos preparar a nuestros alumnos para generar valor agregado a lo que sea que decidan hacer. La capacidad de innovar, de resolver problemas y de pensar de maneras creativas es hoy más importante que recordar datos. Esto no significa que no trabajemos con el contenido –que es muy importante–, pero nuestros alumnos necesitarán de nuevas habilidades y de mucha motivación para enfrentar el futuro.

Debemos asumir que muchas carreras tradicionales van a desaparecer y que la habilidad de reinventarse va a ser cada vez más importante. La motivación será clave para poder mantenerse a flote en un mundo tan cambiante. Mantenerse curiosos, abiertos a diferentes perspectivas y a distintos puntos de vista y oportunidades, y estar dispuestos a los cambios, ser perseverantes y asumir riesgos resultarán los requisitos básicos del mundo dinámico, interconectado y versátil que los recibirá.

Cada uno de nuestros alumnos tendrá que aprender a aprender por sí mismo y a crearse oportunidades para sí. Y si bien no va a haber lugar para que todos se conviertan en un Spielberg, un Steve Jobs o un Elon Musk, con la motivación adecuada y un ambiente propicio, cada uno será capaz de poner su sello a lo que haga.

Pensemos en una reunión de trabajo, en la que un directivo pide ideas. Alguien dice “a mí se me ocurre tal cosa” y alguien responde: “Eso ya lo intentamos y no funcionó”. Otro dice “eso es muy caro”, otro contesta “no lo veo posible”. ¿Qué pasa entonces? Se acaban las ideas. Después de todo, seguramente alguien va a objetarnos. Como docentes, podemos transformar la educación e implementar nuevos programas, pero si el clima general en la institución pone barreras, si no nos sentimos empoderados o no nos permitimos poner en práctica ideas nuevas, todo seguirá igual: no se probará nada nuevo ni se tomarán riesgos y perderemos una gran oportunidad para cambiar la manera de enseñar.

El pensamiento divergente y el pensamiento convergente

El pensamiento convergente es la habilidad de llegar a una respuesta de manera lógica. Por ejemplo, si nos preguntamos para qué sirve un paraguas, hay una respuesta lógica: para protegerse de la lluvia. Por lo general, este tipo de pensamiento encuentra una única solución a los problemas.

El pensamiento divergente consiste en llegar a diversas respuestas de manera creativa o innovadora, por ejemplo: para qué sirve un paraguas. Para llenarlo de tierra y convertirlo en una maceta, para alcanzar algo que no alcanzamos, etcétera.

El pensamiento convergente y el pensamiento divergente son partes diferentes de un mismo proceso: nos ayudan a desarrollar ideas y a ver qué queremos hacer con ellas. Ambos constituyen el elemento fundamental de la resolución de problemas de forma creativa. El pensamiento divergente es el que nos permite ver las cosas de diversas maneras y encontrar diferentes soluciones.

Imaginemos esta situación: somos dueños de un edificio de oficinas y los que alquilan se quejan porque el ascensor es muy lento. Y es verdad, el ascensor es viejo y lento, y la gente demora en subir o bajar. Es un problema que tenemos que resolver porque los inquilinos amenazan con no renovar sus contratos de alquiler por culpa del ascensor. Para sacarnos el problema de encima lo más rápido posible, pensamos en cambiarle el motor al ascensor o comprar uno nuevo (pensamiento convergente: si la gente se queja porque el ascensor es lento, la única solución es cambiarlo).

Sin embargo, hay otras soluciones que podrían funcionar si reformuláramos el problema, es decir, si lo viéramos desde otro ángulo. Por ejemplo, podríamos poner espejos en el ascensor. ¿Espejos? Sí, la gente pierde la noción del tiempo cuando se distrae. El espejo no hace más rápido al ascensor, pero reformula el problema: la espera es frustrante. Esa es en realidad la causa del problema y de las quejas: lo que irrita a la gente es tener que esperar. Si la espera es frustrante, la solución podría ser simplemente que la espera se sienta menos. Poner un espejo, música, una pantalla con fotos, videos o incluso datos de interés hará que se pierda la noción del tiempo y se olvide la demora. La idea detrás de esto es poner el foco en donde está el verdadero problema.

Por lo general, la escuela se focaliza más en el pensamiento convergente. El docente hace una pregunta y espera que los alumnos respondan al unísono. Si queremos adultos creativos, pero que también pueda pensar de manera crítica, necesitaremos desarrollar ambos tipos de pensamiento en los alumnos.

El pensamiento divergente favorecerá no solo la creatividad, sino también la autonomía de pensamiento, el pensamiento no convencional, la apertura de pensamiento, la empatía, el poder de adaptación, la flexibilidad, entre otras habilidades, porque colabora con el proceso creativo.

El pensamiento convergente, por su parte, favorecerá el análisis, el razonamiento y la lógica.

Algunas personas son muy buenas para analizar problemas y tomar decisiones. Sin embargo, por lo general la escuela no nos preparara demasiado en pensar nuevas ideas, nuevas opciones y en generar el clima propicio para que pensar nuevas propuestas sea seguro, sin el temor de la mirada crítica de los demás.

Además de trabajar con una cultura de pensamiento en las aulas, en donde se valore el pensamiento, haya tiempo para pensar, abunden las oportunidades significativas para hacerlo, se modele el buen pensamiento y se trabajen con productos del pensamiento (organizadores gráficos, rutinas de pensamiento, etc), necesitamos dejar de menospreciar a las mal llamadas “materias relleno”. Incorporar el arte en la educación es fundamental. Esto no significa solo una hora de arte por semana, significa hacerlo de manera interdisciplinaria.

Con la música no buscamos hacer músicos. Con el arte no buscamos formar artistas. La educación artística es para todos, porque un buen programa de arte promueve la creatividad, la innovación, la concentración, la resolución de problemas, la coordinación, la atención y la autodisciplina, y muchas otras habilidades. Habilidades que tienen el potencial de cambiar vidas.

Nuestros alumnos ya no son solo consumidores de contenido, ahora son prosumidores, es decir que producen los contenidos. Si se les permitiera, podrían entregar trabajos más complejos, como si se desempeñaran en un estudio audiovisual.

Y un concepto clave en educación: aprender del error. ¡Podemos aprender mucho de los fracasos! Debemos permitirles a nuestros alumnos equivocarse con optimismo. ¡Están aprendiendo!

El problema es que, si seguimos poniendo a los alumnos en una cubetera de hielo, todos haciendo lo mismo, al mismo tiempo y de la misma manera, como en una línea de ensamble, el desarrollo de la creatividad seguirá en un stand-by. Debemos dejar atrás la idea de que el contenido es lo único importante. Necesitamos ofrecerles a nuestros alumnos oportunidades para que desarrollen aquellas habilidades que los van a empoderar y los empujarán a querer aprender siempre, aún mucho después de salir de nuestras aulas.

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