El 16 de diciembre del año pasado, la Corte Suprema de Justicia de la Nación declaró la inconstitucionalidad de los artículos de la Ley 26.080 que fijaban la composición del Consejo de la Magistratura de la Nación y ordenó que hasta tanto el Congreso dicte otra norma que respete el equilibro exigido por la Constitución Nacional, recobrará plena vigencia lo establecido en la ley N° 24.397 (con su modificación dispuesta por la ley N° 24.939).
En efecto, vencido el plazo de 120 días otorgado por el Tribunal, la discusión pública se ha concentrado en la estructura del Consejo de la Magistratura de aquí en más, la legitimidad de sus decisiones y el proceso que se avecina vinculado a las posibilidades de una nueva regulación.
Va de suyo que el rigor de las tensiones descansa, en última instancia, en las funciones que cumple este órgano constitucional, sobre todo en los procesos de selección y remoción de jueces y juezas. Por eso, no es para nada despreciable el nivel de deliberación provocado y el interés suscitado en torno a una institución que, en términos generales, sólo es destinataria de observaciones en los pasillos del universo jurídico.
Revisar las personas y los procedimientos a través de los que ejerce sus funciones el Consejo de la Magistratura debe, necesariamente, implicar una pregunta más atrevida y movilizante: aquella referida a cuál es la integración deseable de un sistema de justicia para la democracia.
En ese sentido, es preciso articular y sincerar una perspectiva amplia, que tome en cuenta lo determinante que resulta la variable del “quién” en la tarea de “hacer” justicia –si es que esto es posible-. Se trata, en definitiva, de cambiar la gramática de la discusión, superando las disputas centradas exclusivamente en la cuestión de qué es debido, o dicho de otro modo, cuál es el contenido acertado de las decisiones judiciales, y comenzar a pensar también en quiénes son los sujetos que las toman o inciden en ellas.
Nancy Fraser, aunque no dirigiendo su reflexión estrictamente al Poder Judicial, señala que, desde su punto de vista, el significado más general de justicia es la paridad de participación. Desde su óptica, superar la injusticia significa desmantelar los obstáculos institucionalizados que impiden a algunos participar a la par con otros, como socios con pleno derecho a la interacción social.
De este modo, frecuentemente se piensa a la paridad como un asunto propio de la representación política o se entiende que los problemas relativos a los grados de participación en la toma de decisiones implican específicamente a las actividades legislativas o ejecutivas. Pero, mucho más trabajoso es lograr –en la arena teórica y, más aún, en los hechos- que estos temas penetren las anquilosadas paredes de los tribunales.
Ninguna novedad supone afirmar que las sentencias judiciales, como continentes de interpretaciones y argumentaciones, encarnan una continuidad de la subjetividad de sus emisores. Esto es, una prolongación de historias, de angustias, de carencias, de incompletudes, que exceden los límites de un cuerpo y se proyectan sobre muchos otros, en ocasiones sobre realmente muchos, muchos otros. Y son cuerpos sexuados, cuerpos con pieles diversas, cuerpos de la riqueza o de la pobreza, cuerpos del mercado, cuerpos que desean, cuerpos que reprimen. En pocas palabras, como ningún otro, no son cuerpos neutros.
No obstante esta detección, nos asalta un dato cuya obviedad no excusa su omisión: los cuerpos de la justicia poco tienen que ver con los de quienes la soportan.
El último informe publicado por la Oficina de la Mujer de la Corte Suprema de Justicia de la Nación da cuenta que, en todo el servicio de justicia argentino, las mujeres ocupan sólo el 31% de los cargos más altos de los Poderes Judiciales (Ministras, Procuradoras Generales, Defensoras Generales). Por su parte, existe un 45% de mujeres que actúan en calidad de magistradas, procuradoras, fiscalas y defensoras. Mientras que, en el ámbito del funcionariado y del personal administrativo representan la mayoría (61%). Esta situación reviste especial gravedad en relación con la ausencia de mujeres en el máximo tribunal del país, desde la renuncia de Elena Highton de Nolasco.
Si bien no hay datos disponibles que desnuden el panorama de manera completa, a conclusiones similares a las del género arribaríamos si la variable de análisis fuese el origen socioeconómico o racial, la pertenencia a una comunidad indígena, la discapacidad. Es decir, la justicia la hacen los varones, blancos, de clase media-alta, detentadores de una edad asimilada a la “buena” experiencia y nacidos en ciertos sitios (privilegiados).
Lo anterior no pretende olvidar al buen número de mujeres que trabajan por una justicia feminista, contra todos los pronósticos y cargando con los estereotipos que persisten enraizados en cada centímetro de su trayectoria profesional. Tampoco significa un ejercicio amnésico respecto de las personas que, aun rompiendo con el modelo hegemónico se han hecho camino y procuran detonar, poco a poco, las estructuras conservadoras. Pero, el patrón al que nos referimos sigue siendo el que manda y eso tampoco permite distracciones.
Ahora bien, ¿por qué la justicia debería estar hecha por otros cuerpos?
Beatriz Kohen resume algunos argumentos que, aunque los vincula a la necesidad de que más mujeres accedan a cargos de poder en la justicia, son trasladables a otros a quienes históricamente se les niega esa posibilidad. En primer lugar, están aquellas razones relacionadas con la participación igualitaria y la legitimidad democrática, es decir, en una sociedad que se sustente en los principios de igualdad y democracia, la participación de colectivos excluidos en la justicia aparece como una cuestión de principios. Por otro lado, hay motivos para defender la idea que la justicia debe reflejar la diversidad existente en la sociedad. Esta pauta otorga valor a la diversidad y realiza el llamado “principio de todos los afectados”.
La inclusión de las voces de los diferentes y excluidos resulta ventajosa para el sistema en general. Kenneth Karst sostiene que en sociedades multiculturales y de clase, los jueces y los justiciables son “aculturados” en ambientes dispares y, por lo tanto, habitan comunidades de sentido plurales. De esta manera, los jueces, en general varones, blancos, de clase media-alta, tendrán una visión del mundo bastante disímil de la de los justiciables, quienes con frecuencia son pobres, mujeres, o miembros de otros grupos étnicos o raciales. En consecuencia, la diversidad en el plano de los antecedentes y la experiencia de vida de los jueces enriquece el sistema de justicia y aporta visiones y perspectivas que rompen con las instaladas, así como también permite el desarrollo de actitudes más comprensivas.
Así como ninguna persona llega a ser abogada, y no precisamente por su capacidad para serlo, ningún abogado o abogada llega a ser juez o jueza. El lugar de la justicia, el “quién” de la justicia es dominio de algunos cuerpos, de no todos los cuerpos, y los sentidos que sobre ellos se inscriben custodian las letras de las decisiones que toman.
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