El folleto que repartió el Municipio de Morón en un festival popular generó un remolino de polémica e indignación en un sector adicto a prohibir las drogas por imposición moral y desconocimiento en la materia. Como si las drogas no existieran, como si no fueran una atracción atávica inherente al ser, para ellos y ellas, los indignados, es mejor negar el problema, esconderlo en los pasillos de las villas, hablar de “guerra” y reaccionar acorde al sentido bélico de las palabras, que debatir con sensibilidad y profundidad sobre el tema, pensar colectivamente en nuevas alternativas para terminar -en serio- con el narcotráfico y abordar los problemas de salud que, eventualmente, pueden traer a las personas el mal uso o en exceso de sustancias.
Al igual que la actitud que tuvo el ministro Sergio Berni inmediatamente después de la tragedia de Puerta 8, cuando casi en cadena nacional pidió a los que compraron cocaína en ese barrio aquel fin de semana que no la tomen para evitar nuevas muertes, lo que intenta Morón, y que generó tanto estupor moralista, no es “invitar” a consumir sino bajar el riesgo y el daño que pueden ocasionar las drogas ilegalizadas más consumidas en Argentina: del casi nulo efecto negativo de la marihuana al peligro tóxico de la cocaína (y sus adulteraciones).
Lo que hizo Morón -a través de una ordenanza aprobada por unanimidad en su Concejo Deliberante- se llama política de reducción de daños y no es un invento del Intendente de ese Partido: lo hacen Suiza, Noruega, Canadá, España, Colombia, México, muchos estados de los Estados Unidos, Reino Unido, Portugal, Irán, Malasia, Vietnam y Nueva Zelanda, entre otros. Se trata de un intento mucho más sensato y humanizado de combatir los efectos nocivos de sustancias ilegalizadas que prohibir, perseguir y castigar a los usuarios, como se estila en Argentina desde al menos 1967 para acá, con diferentes matices de acuerdo al perfil de cada gobierno.
Desde que el ex presidente de EE.UU. Richard Nixon decretó la “guerra contra las drogas” en 1971 somos testigos de una derrota detrás de la otra en todo el mundo occidental a manos del narcotráfico, que extiende sus territorios de dominio (como ejemplo, la ciudad de Rosario) y regula el mercado de las drogas a gusto y sangre, no sin complicidad de algunos agentes de las fuerzas de seguridad y del Estado mismo, en principio por omisión, pero muy probablemente porque, como dice el sociólogo Juan Gabriel Tokatlián, los países prohibicionistas han creado burocracias monumentales atrapadas en la guerra contra las drogas. Y no pueden o no se animan a salir de ahí porque para eso hay que dar el debate. Y para dar el debate hay que formarse. Y luego exponerse. Y finalmente arriesgar. Pero a diferencia del refrán popular que invita a jugársela, en política parece que el que arriesga no gana (elecciones).
El gobierno nacional anterior, el de la administración Macri, hacía propaganda con el derribo de “búnkers”, como decidieron llamar a las casillas donde “soldaditos” de los transas barriales entregan bolsitas de diversas porquerías a cambio de dinero. Nadie volvió a esos barrios a detectar dónde construyeron un nuevo “búnker” después de que los funcionarios de turno se sacaran las fotos, subieran los videos a TikTok y se fueran. ¿Pero alguien puede creer que en esos barrios ya no se venden ni se consumen sustancias ilegalizadas? ¿Alguien puede creer que con esta forma de “luchar contra el narco” que tiene Argentina desde al menos 1989 para acá se mejoró algo en algún gobierno?
Las palabras entre comillas del párrafo anterior remarcan el lenguaje bélico que muchos gobiernos desde “la guerra” de Nixon decidieron aplicar para el tema drogas cuando, en realidad, es una cuestión de salud pública y derechos humanos. No es casual. Es una construcción de sentido que busca imponer una visión militarista contra el consumo de drogas y, como vemos cada día en nuestros barrios, no solo no ayudó a terminar con el problema sino que lo agravó. Eso, y la mención a “la droga” como si fuera una persona. Nadie “cae en la droga”; la droga no es una señora mala que corre a los jóvenes en las esquinas oscuras de los barrios. Las drogas son muchas, generan efectos diferentes y los problemas que ocasionan no son de las sustancias mismas sino de las personas, de sus dificultades emocionales, de sus circunstancias. Por eso se trata de un problema de salud.
Entonces los que pagan son los eslabones más débiles de la cadena narco, como los consumidores en todo el mundo (a quienes se los lleva al calabozo o al juzgado en vez de a salas con tratamientos médicos), las llamadas mulas, los camioneros, los vendedores de poca monta de los barrios pobres. Pero nunca o casi nunca pagan los pesos pesados. ¿Cuántos “capos” narco viste caer en Argentina? Al consumidor se le dice “vicioso”, “drogadicto” aunque no lo sea. Al que dejó de usar se le dice que está “limpio”. Al vendedor, “soldadito”, al jefe “capo”. Las palabras no se eligen al azar.
“Por mucho tiempo las drogas se han considerado sustancias que se deben evitar a toda costa y las personas que las usan han sido rechazadas por la sociedad, percibidas como antisociales, depravadas o desviadas. Los prejuicios y los miedos en torno a las drogas se expresan en un lenguaje estigmatizador, esa estigmatización lleva a discriminación social y leyes represivas, y la prohibición valida los miedos y prejuicios. Este círculo vicioso debe romperse”, escribió hace unos años la ex presidenta de Suiza Ruth Dreifuss.
Dreifuss integra la Comisión Global de Política de Drogas, un grupo de 25 ex presidentes, primeros ministros y diplomáticos del mundo que piden un cambio de paradigma en la lucha contra el narcotráfico y el fin de la persecución a los usuarios. Para ellos, el lenguaje y la forma en que se comunica es clave para terminar con la mirada punitivista que baja de la política a la opinión pública. En esa comisión están desde Kofi Annan hasta Mario Vargas Llosa, el ex presidente de Brasil Fernando Henrique Cardoso o el Nobel de Paz José Ramos Horta.
La política de reducción de daños surte efecto positivo en las sociedades donde se aplica. Nueva Zelanda votó el año pasado una ley que obliga al Estado a implementar este paradigma. Desde fomentar el uso de cigarrillo electrónico para bajar la tasa de mortalidad por tabaquismo a analizar pastillas en las fiestas electrónicas.
En Suiza, donde durante la década de los ‘70 tuvieron una epidemia de muertes por sobredosis de heroína, instalaron espacios dedicados especialmente para que los usuarios puedan inyectarse con una sustancia no adulterada, en un lugar seguro, con elementos higienizados y la supervisión de profesionales de la salud.
Entre 1991 y 2010, las muertes por sobredosis en ese país se redujeron en un 50 por ciento, las infecciones por VIH (por el uso de jeringas) cayeron 65 % y los nuevos consumidores de heroína bajaron 80 por ciento. El llamado “modelo de cuatro pilares” sobre el que se posiciona la política de drogas suiza (por prevención, tratamiento, reducción de daños y aplicación de la ley) es reconocido internacionalmente.
Portugal despenalizó el uso de drogas en 2001. Dejó de criminalizar a los usuarios y se dedicó a combatir el mercado ilegal, por un lado, y de acompañar a los que tenían problemas con el abuso de sustancias. Dejó de tratarlos como delincuentes, aplicó programas de atención sanitaria, sustituyó la heroína por la metadona en centros de consumo seguro y en pocos años realidad se modificó abruptamente.
Aunque el consumo en general de drogas ilegalizadas no bajó, en el caso de la heroína y la cocaína, dos de los más problemáticos, pasó de afectar al 1% de la población a el 0,3%. Las infecciones de VIH entre los consumidores cayó a la mitad y la población carcelaria por motivos relacionados con drogas pasó del 75% al 45%, según consignó la Agencia Piaget para el Desarrollo (Apdes).
Estados Unidos y Canadá sufren desde hace algunos años una pandemia con el uso de fentanilo, una droga de uso médico mucho más potente que la morfina, parecida a la que se usó para cortar la cocaína en la fatídica secuencia de Puerta 8 en el partido de Tres de Febrero. El Gobierno de Nueva York, por caso, lanzó una campaña de reducción de daños con información sobre las formas más seguras de consumir, por ejemplo, repartiendo apoyavasos en los bares de la ciudad como el que ilustra esta nota.
En Vancouver, Canadá, solo en 2017 murieron más de 1.400 personas por consumir fentanilo mezclado en otras drogas, compradas al mercado negro. Las autoridades de la ciudad terminaron aceptando que muchas personas no pueden dominar su adicción y que había que considerar el tema como una cuestión de salud pública y no criminal. Así que abrieron salas para inyectarse como en Suiza o Portugal y repartieron Naloxona, el antídoto para sobredosis de opioides, en todos los hospitales de la provincia de British Columbia.
El servicio de Salud Pública de Filadelfia, Estados Unidos, también compartió un folleto parecido al de Morón. “El estrés y la ansiedad de la pandemia han provocado un aumento del consumo de drogas como mecanismo de supervivencia. Aquí hay algunos consejos para mantenerse seguro mientras usa drogas”, decía el tuit y compartía casi el mismo mensaje que el distrito bonaerense: “Empezá despacio” que es otra forma de decir “tomá poquito”.
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