En el último Censo Nacional de 2010, se reportaron 1.960.676 hogares regidos por contratos de alquiler. Hoy se estima que 8 millones de personas alquilan, número que se duplicó en los últimos veinte años y que, en el caso de la Ciudad de Buenos Aires, ya supera al tercio de su población. Estos hogares destinan aproximadamente el 40% de sus ingresos para cubrir los gastos de alquiler (llegando al 66% en empleados de menor trayectoria laboral). Según los resultados de una encuesta que hicieron el CELS y el IDAES de la Universidad Nacional de San Martín en el AMBA, durante el ASPO, el 66,6% de los hogares inquilinos tuvo menos ingresos y el 42,3% tiene deudas de alquiler.
Más allá de esos datos, no hay registro alguno que pueda determinar con certeza la cantidad de locadores que existen ni los valores con los cuales se celebran los contratos. A pesar de que la Ley N° 27.551 estableció la obligatoriedad del registro de los contratos de alquiler, la norma fue escasamente aplicada y nulamente controlada, por lo que casi la totalidad de los contratos de alquiler se firman en negro.
Hasta el año 2020, alquilar una vivienda implicaba serias dificultades: aumentos por encima de las paritarias laborales y prácticas abusivas (y en algunos casos ilícitas), como el cobro de comisiones excesivas o ilegales, actos de discriminación en la solicitud de garantías o actualizaciones en el valor del alquiler sujetas a voluntad del propietario, entre otras. Además, el plazo mínimo legal de contrato de alquiler para vivienda era de sólo dos años, lo cual obligaba a los hogares inquilinos a enfrentar situaciones de incertidumbre en cada renovación.
Por eso, la Ley N° 27.551, aprobada hace dos años, significó un avance para casi 3 millones de hogares cuya vivienda depende del alquiler. Se logró ampliar derechos básicos de acceso y permanencia, como la incorporación de sistemas de garantía alternativas, la ampliación del contrato a tres años, el sistema de aviso de renovación con antelación de tres meses y la simplificación de ejecución de reparaciones. Además, se avanzó en la regulación de la actualización del precio (que hasta el presente estaba formalmente prohibido) y el registro de contratos de alquiler en AFIP para que el Estado pueda saber quién y cómo se alquila en la Argentina y, en base a esa información, elaborar políticas públicas efectivas para hacer que esa forma de acceso a la vivienda se desarrolle de un modo adecuado.
Pese a estos avances en materia legislativa, sin ningún órgano de control que regule su implementación, la respuesta del mercado inmobiliario fue una profecía autocumplida: la aplicación de los artículos más favorables a inquilinos e inquilinas fue casi nula, se redujo la oferta de alquileres, aumentaron desmedidamente los precios y todo ello fue asociado en forma lineal con la nueva ley de alquileres, que fue blanco de una fuerte campaña mediática y política.
Fundamentalmente, las críticas desde el sector inmobiliario se orientaron a la duración de los contratos y la frecuencia de los aumentos. Sobre el primer punto, las y los propietarios siguen teniendo herramientas legales para recuperar su propiedad en caso de morosidad. En caso que sea un buen inquilino o inquilina, el o la propietaria preferirá un contrato más largo. La principal resistencia sobre este punto la tienen las inmobiliarias, que ven afectados sus ingresos por la reducción de contratos de renovación de locación, por los que cobran comisión.
Respecto al segundo punto, cabe recordar que hasta 2020 estaba prohibido indexar los alquileres (Ley N° 25.561). El índice que se establece en la ley da mayor previsibilidad a arrendadores y arrendatarios, ya que asegura que el alquiler acompañe la inflación y los salarios, respectivamente. Sin embargo, las inmobiliarias no utilizaron el índice para ajustar los contratos nuevos y, por el contrario, establecieron un aumento especulativo muy por encima de la inflación. Esto repercutió fuertemente en los precios iniciales y, por lo tanto, en los sucesivos aumentos. Si el índice fuera bien implementado, lejos de generar un impacto negativo en la curva de precios, serviría para progresivamente estabilizarlos.
Por otra parte, el contexto de uno de los procesos inflacionarios más agudos de los últimos 20 años, lleva a propietarios e inmobiliarias a reclamar mayor frecuencia en la actualización de los alquileres. Pero también hay que tener en cuenta que el índice se promedia con valores de aumento salarial que sólo contempla el trabajo registrado, en un país donde casi el 45% desarrolla actividades laborales en el mercado informal. En este sentido, es necesario considerar con criterios de reparto justo de cargas y beneficios la ecuación de cálculo de aumentos, considerando que lo que está en tensión son dos derechos, por una parte a la renta y por otra a la vivienda.
En medio de estas discusiones, están las casi 8 millones de personas que acceden a una vivienda alquilando. Durante los últimos años, nuestros representantes naturalizaron el hecho de que la vivienda en Argentina está garantizada sólo para el que puede pagarla. Esta idea, que asume que la vivienda es una mercancía, requiere de políticas públicas que la enfrenten y reconozcan el elemental derecho a acceder a un lugar donde vivir. Ninguna ley ni política aislada alcanza para revertir la creciente precarización habitacional, por lo que se deben multiplicar en forma coordinada la políticas que:
- Regulen los usos de los inmuebles, que son un bien escaso por definición y cuyo valor está dado por la infraestructura pública que los rodea.
- Construyan y promuevan la producción de vivienda social, no sólo para entregar en propiedad, sino para alquilar o ceder temporalmente para su uso.
- Incentiven que el mercado se oriente a dar respuesta a las necesidades habitacionales de la población, por sobre el uso financiarizado de los inmuebles.
La Ley de Alquileres aporta a un nuevo marco de derechos habitacionales, pero si no hay Estado que regule, implemente políticas y genere incentivos, lo que gobierna es la ley del mercado inmobiliario.
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