El título puede resultar redundante, pero no lo es. Tampoco alude a las obras de dos eximios escritores, Eugenio Cambaceres y Horacio Quiroga, sino al desenlace incierto de la crisis política sin precedentes por la que atraviesa el país. Mejor no tentarse con formular comparaciones alegóricas respecto de los de aquellas piezas literarias. Cuando en 2019 se conformó el Frente de Todos y su cacofónica fórmula Fernández-Fernández, algunos nos animamos a denominarla según su original composición: desde el “vice presidencialismo” hasta “la ecuación imposible”. Nadie se hubiera animado a pronosticar esta larga agonía de resolución impredecible. Una pregunta emerge obligada: ¿cómo fue posible que casi la mitad del electorado apostara por semejante engendro, menos importante por el binomio que por la densa coalición de tribus antagónicas que procuró contener? La única respuesta es que desde hace décadas los argentinos somos expertos en tendernos estas encerronas irreductibles a la razón.
Desde la historia, el camino puede procurar precedentes en otras presidencias traumáticas por el desafío que supusieron respecto de nuestra cultura presidencialista. La situación del presidente Alberto Fernández podría ser comparada, en ese sentido, con la de Ramón S. Castillo (1941-1943), José María Guido entre (1962-1963), Isabel Perón (1974-1976) o incluso de Fernando De la Rúa (1999-2001). Sin contar los “de facto” generales Roberto Livingston (1970-71) y Roberto Viola (1981). Un sendero decepcionante ni bien se lo empieza a recorrer: en el primero, porque Castillo marchó a paso firme en procura de la elección de su sucesor, Robustiano Patrón Costas. Su derrocamiento por una logia de coroneles germanófilos probablemente se haya debido menos a su proyecto que a la posibilidad de su derrota a manos de una vasta coalición de centro-izquierda. Sin el liderazgo del fallecido el ex presidente Alvear, su mentor, muchos temieron un desenlace como el de la España republicana.
Guido fue el resultado de una movida astuta del presidente de la Corte Suprema de Justicia, Julio Oyhanarte, ante la anomia militar que acabó en el conflicto entre “azules” y “colorados”. La victoria de los primeros redujo su gestión al perfeccionamiento de un ajuste macroeconómico para recuperar el equilibrio fundado en 1959 por el presidente Arturo Frondizi y su ministro Álvaro Alsogaray, que el derrocado presidente no pudo sustentar en el tiempo. Con Onganía como caudillo militar triunfante, la salida electoral, con o sin el peronismo, estaba a la vuelta de la esquina. También, un crecimiento robusto de notable larga duración cuyas virtudes fueron despreciadas por sus coetáneos. ¿Podía por entonces el General Onganía, autor intelectual del memorable “comunicado 150″ redactado por el periodista Mariano Grondona, ser sospechado de inspirar el golpe que le asestó solo tres años más tarde al presidente Arturo Illia? Insistimos en nuestra experticia en producir torsiones sorprendentes. Particularmente esta que, por muchas razones, marco una inflexión irrevocable.
El caso de Isabel Martínez es más complejo. Perón era consciente de que su tercera presidencia quedaría trunca. En todo caso, no tuvo otra opción que asumirla para evitar una matanza de proporciones mucho mayores de la que habría de ocurrir de todos modos. Ahora bien, ¿por qué Isabel como vicepresidente? Nadie podría concluir que desconocía sus limitaciones para ejercer su sucesión. Tal es así que paso los últimos días de su vida consultando a constitucionalistas para acelerar su proyecto de reforma política semiparlamentaria. Auspiciaba como premier a su viejo adversario devenido en socio: Ricardo Balbín. ¿El mismo que había sido desaforado como diputado en 1950 para terminar padeciendo un año de prisión hasta su amnistía? Perón fue claro cuando se encontró personalmente con él en 1972: “Yo ya lo indulté a usted, ahora indúlteme usted a mí”. Lo demás es sabido, no por eso inevitable. El golpe militar de 1976 se produjo a solo a siete meses de la convocatoria electoral adelantada por la presidente con el atroz beneplácito de una porción mayoritaria de la sociedad argentina. Así somos: algún día deberemos haceros cargo de nuestros yerros colectivos.
De la Rúa, por último, llego al Gobierno merced a una aparentemente sólida alianza opositora al peronismo, aunque con una porción de peronistas disidentes en su interior. Se esperaba de él una mezcla de austeridad republicana y la capacidad de reajustar de modo más civilizado que en 1962-63 los desajustes macroeconómicos del segundo gobierno de Menem. Pero la coalición resultó mucho menos consistente de lo que hasta sus más ácidos opositores internos y externos hubieran supuesto. El golpe feroz a su presidencia fue la renuncia del vicepresidente Carlos “Chacho” Álvarez, un actor central de aquella tragedia cuyo papel supo –hay que reconocer que no sin ingenio- disimular. La crisis de 2001 pudo haberse evitado solo con una pizca de grandeza por parte de sus actores: no fue el caso y todo terminó en una hoguera cuyas consecuencias seguimos pagando.
Volviendo a la actualidad ¿Qué pretenden la Sra. de Kirchner y el Dr. Fernández? ¿Aspira la vicepresidente a conjugar de modo más protagónico el poder con el gobierno? ¿Está templando a su herencia “camporista” -otra osadía terminológica consistente en convertir a Héctor J. Campora en superhéroe para un público que ignora hasta su mera existencia histórica- a replegarse y parapetarse en su bastión conurbanense para retomar el poder sin validos en 2027? ¿O se trata más bien de una mujer desesperada respecto del albacea en quien depositó las tareas desagradables de una transición hacia el “cambio generacional” que aspira a pontificar? Y el presidente Fernández, ¿solo desea a durar hasta el fin de su mandato disfrutando de las mieles cotidianas de su investidura descompensada por los ataques entre arteros y hasta groseros de su socia y sus adláteres? ¿O prepara una réplica memorable respecto de la que aguarda el momento oportuno para proyectarse a un eventual segundo mandato? De ser así, ¿está a la altura de semejante proeza, o el tiempo de su despliegue ya ha pasado? Interrogantes de respuestas imposibles, al menos por ahora.
Los dirigentes providenciales -acaso una estribación patológica de nuestro híperpresidencialismo- suelen ser víctimas de sus creaciones. Mucho más, si se trata de artefactos que nos recuerdan al Gregor Samsa de Franz Kafka o al Golem de Gustav Meyering, evocado magistralmente por Jorge Luis Borges en su memorable poema. Lo peor es su metamorfosis alienante que los torna irreconocibles respecto de sí. Entonces marchan como sonámbulos impulsados por la lógica implacable de los acontecimientos. ¿Puede achacárseles el cargo de una irresponsabilidad mayúscula? Los historiadores somos los menos indicados para erigirnos como jueces.
Estamos posados, entonces, en un marasmo conjetural. Lo deseable sería que el Dr. Fernández pudiera terminar su mandato en los tiempos y las formas previstas por nuestra Constitución. Sería tal vez el único aporte constructivo del sistema político nacido de la crisis de 2001-2002. Tanto para las tribus amparadas bajo el paraguas del FdT como para las de sus contrincantes de JxC, en donde también se cuece una disputa sorda pero temible de no resolverse antes de su eventual retorno al Gobierno. Allí se enfrentan un reformismo incisivo de sustentabilidad social dudosa y otro tan progresivo que puede suponer un destino quedantista respecto de un statu quo caduco desde hace ya medio siglo y revivido por la ilusión de las súper commodities de los 2000. Lo que siguió fue, hasta el día de hoy, un epílogo interminable solo útil para afinar el diagnóstico sobre la necesidad de varias reformas que admiten, no obstante, un abanico inmenso de variantes. Es precisamente allí en donde debe trabajar una política que desde 2003 se ha demostrado útil para la forja de alianzas electorales exitosas pero de inepcia proporcional como coaliciones gubernamentales.
Mientras tanto, seguiremos navegando a la deriva hacia una tormenta de desenlaces dependientes de la destreza de los timoneles: capeables por una conjunción de experiencia, buena fe y los aportes impensados de un mundo azaroso; o catastróficos al punto de devorárselos uno tras el otro arrojando a la tripulación sobreviviente –nosotros- a merced de botes salvavidas o de cualquier cosa que nos pueda mantener a flote. Así, hasta ser arrastrados por vientos indescifrables hacia destinos que nuestra historia desmiente como necesariamente mejores.
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